De Varguitas a Mario Vargas Llosa
En La tía Julia y el escribidor (1977), Varguitas es un joven estudiante que trabaja como periodista en una radio de Lima mientras sueña con ser escritor. En los capítulos impares de la novela él narra la historia de sus afanes literarios y los amores con su tía Julia, así como sus acercamientos a Pedro Camacho, el “escribidor” boliviano que con sus radioteatros eleva progresivamente los niveles de sintonía de la radio popular que lo ha contratado. Los capítulos pares de La tía Julia y el escribidor relatan las historias de los radioteatros de Camacho, todas ambientadas en distintos barrios de Lima, por los que desfilan personajes extremos, protagonistas en la “flor de la edad” (la cincuentena) con conflictos cada vez más truculentos narrados en forma lineal y esquemática. Mientras los cuentos que esforzadamente escribe Varguitas no concitan mayor atención en sus escasos lectores y terminan siempre en el papelero, Pedro Camacho aumenta su popularidad en forma exponencial. Toda la ciudad escucha y comenta las historias del boliviano, mientras Varguitas sueña con desplegar sus dotes de escritor en una buhardilla en París. Al final de la novela los destinos de ambos personajes se han invertido totalmente: después de pasar un período en el manicomio -el exceso de trabajo lo ha llevado a la locura, que empieza a manifestarse en una cómica mezcla de personajes e historias de sus radioteatros- Pedro Camacho está reducido a un despojo humano, mientras que Varguitas, ya convertido en Vargas Llosa, ha regresado a Lima desde París convertido en todo un escritor. Este retorno es narrado en el capítulo 22, que según la estructura simétrica de la novela debiera corresponder a una de las historias del escribidor. Éste sin embargo, ha sido desplazado por el escritor.
La tía Julia y el escribidor es uno de los textos más claramente autobiográficos de Mario Vargas Llosa, cuya historia como escritor se ve coronada ahora por un reconocimiento con el que Varguitas difícilmente hubiera podido soñar: la Academia Sueca le acaba de conceder el Premio Nóbel de Literatura. En 1976, cuando publica la historia de Pedro Camacho, Vargas Llosa ya se ha consagrado gracias a las que son, a mi juicio, sus tres mejores novelas. Se trata de La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965) y Conversación en la catedral (1969), que para algunos críticos conforman un primer ciclo dentro de la narrativa vargasllosiana. Se trata de novelas estructuralmente ambiciosas, que desafían al lector por la trasposición de planos narrativos, la ruptura y distorsión de la cronología y la construcción de personajes y mundos de ficción de gran complejidad. Distintos lugares del Perú –el colegio militar “Leoncio Prado”, el centro de Lima, la selva amazónica, la costa norte- y muchos de sus problemas y dificultades son abordados con profundidad en estas novelas. Estos textos articulan esfuerzos por comprender un país tan heterogéneo y conflictivo como el Perú, el cual es representado ficcionalmente a través de la construcción de un mosaico de diversas historias, en las que participan personajes de orígenes y trayectorias diversas. Asimismo, las novelas denuncian las situaciones de inequidad e injusticia que aquejan al país, sin pretender dar respuesta a la pregunta de Zavalita en Conversación en la Catedral: “¿En qué momento se jodió el Perú?”.
En la primera etapa de su producción literaria, Vargas Llosa desconfía del humor, elemento disruptivo que expulsaría al lector de la ilusión de realidad creada por los mundos de ficción autónomos y totales que, según él, el novelista debiera construir. Recién en un segundo ciclo de su producción, inaugurado con Pantaleón y las visitadoras (1977) y que incluye La tía Julia y el escribidor y La guerra del fin del mundo (1981), Vargas Llosa abrirá las puertas de su literatura al humor y la parodia. La comicidad de estas novelas –sobretodo las dos primeras- está asociada a la construcción de personajes extremadamente rígidos, formales y, sobretodo, carentes de sentido del humor (Pantoja y Pedro Camacho). La narrativa posterior a este segundo ciclo transita por los caminos de la historia, el relato policial y finalmente el erotismo. El Perú deja de ser el lugar único en que ambienta sus historias. El autor inicia la exploración de nuevos espacios y personajes (la figura del dictador Trujillo en La fiesta del Chivo (2000), la de Paul Gauguin y Flora Tristán en El paraíso en la otra esquina (2003)), centrándose sobre todo en historias particulares, mucho más importantes ahora que las problemáticas colectivas abordadas en las primeras novelas. Incluso la novela sobre Trujillo es principalmente una indagación en torno al tema del mal encarnado en la figura del tirano, que en su novela es un personaje que ejerce cierto nivel de fascinación seductora. No hay en esta novela, como sí encontramos en otras novelas contemporáneas que abordan el período del trujillato en República Dominicana, esfuerzos consistentes por comprender las particularidades históricas y las complicidades político-sociales que hicieron posible el ascenso y la perpetuación en el poder de Rafael Leónidas Trujillo. En términos formales, a partir de mediados de los años 80 la narrativa de Vargas Llosa pierde sus impulsos innovadores y experimentales. Estamos frente a un escritor que ciertamente conoce muy bien su oficio, pero que ha dejado atrás la audacia con la que compuso sus primeros textos.
La nueva novela latinoamericana
La trayectoria de Vargas Llosa como escritor se inicia en los años 60, época en que la literatura latinoamericana produjo una cantidad singular de obras literarias de gran calidad, escritas por autores que querían dedicarse a la literatura en forma profesional y además eran amigos en la única ciudad donde les parecía posible alcanzar sus sueños literarios: París. Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y José Donoso constituyeron el núcleo indiscutible de la “nueva novela hispanoamericana”, conocida también como boom latinoamericano. La década de los 60 fue escenario de la aparición de novelas tan notables como La muerte de Artemio Cruz y Aura de Carlos Fuentes, Rayuela (1963) de Julio Cortázar, Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, además de las ya mencionadas de Vargas Llosa. Estos libros dieron una nueva visibilidad a la literatura latinoamericana, la cual fue recibida en países como España como una oportunidad de revitalización y renovación de sus propias letras. A través de las traducciones y el marketing editorial se accedió a lectores que descubrían con entusiasmo los universos del realismo mágico de Macondo, consumido como imagen de una realidad latinoamericana exuberante, impredecible, exótica.
Tanto por sus propuestas estéticas como por las temáticas abordadas, las novelas del boom representaron una importante ruptura con las corrientes literarias que habían dominado la primera mitad del siglo XX en la región, en especial con el criollismo y el naturalismo. En el boom participaron novelas ambientadas en las urbes latinoamericanas en expansión, que utilizaban sin prejuicios lenguajes coloquiales, construían personajes y estructuras narrativas complejas, demandando un rol activo del lector (en una muy poco feliz ocurrencia de la que después se arrepintió, Cortázar propone en Rayuela el concepto de “lector hembra” para referirse críticamente al consumidor pasivo de relatos comerciales).
Otro aspecto que caracterizó la renovación de la novela latinoamericana fue que los escritores que la impulsaron desarrollaron una importante labor en el campo de la crítica literaria. Mario Vargas Llosa es el autor del grupo que más ensayos ha producido sobre la obra de otros autores (Flaubert, Arguedas, Sartre, Camus, García Márquez, entre otros escritores estudiados con profundidad), y el que más claramente ha perfilado los criterios que guían tanto su producción literaria como la valoración que realiza de otros textos. Para el escritor peruano, la novela constituye el género literario más importante y la estética realista su forma de realización más valiosa. La literatura surge, de acuerdo a su concepción, de una profunda insatisfacción del escritor con la realidad que lo rodea. Es por eso que, como plantea en su tesis doctoral Gabriel García Márquez: historia de un deicidio (1971), quien escribe tiene siempre el ánimo de suplantar a Dios, reemplazando su creación (la realidad) por un universo de ficción que aspira a existir en forma autónoma y total. Vargas Llosa concede un rol central al autor en el proceso creativo: es sobre la base de sus experiencias personales, a partir de la lucha con los demonios que lo atormentan, que el escritor construye universos alternativos. Si bien un escritor no puede elegir las experiencias que configuran su historia personal, sí es responsable de la técnica que desarrolle para transfigurarlas en ficción. La conceptualización del escritor como un individuo solitario, aislado del mundo, que crea desde demonios totalmente personales, fue cuestionada tempranamente por Ángel Rama, quien criticó con dureza la visión individualista de la literatura de Mario Vargas Llosa. La diversidad de posturas y concepciones de lo literario, sobre todo con respecto a sus relaciones con la sociedad y la política, enfrentaron a escritores y críticos de la nueva novela latinoamericana en debates y discusiones que enriquecieron el campo cultural de la segunda mitad del siglo XX.
Literatura y política
Además de confiar en su capacidad de transformar la literatura, los autores del boom creían en la posibilidad de cambiar radicalmente sus sociedades. El triunfo de la Revolución Cubana en 1959 fue aplaudido con entusiasmo por escritores e intelectuales latinoamericanos que vieron en ella la antesala para lograr los proyectos revolucionarios de sus propios países. Aún cuando hoy resulte difícil de creer, el Vargas Llosa de la época defendía el socialismo y lo veía como la oportunidad para América Latina de emanciparse “del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y la oprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libre de nuestro anacronismo y nuestro horror” (MVLL en Mundo Nuevo, n°17, nov. 1967, p. 95).
Para muchos críticos, y también para sus protagonistas, el boom se termina a inicios de la década de los 70. Resulta sorprendente que un fenómeno tan comentado, publicitado y conocido haya durado poco más de una década y que las razones de su ocaso sean básicamente extra literarias. Porque los autores que conformaron el núcleo del boom siguieron publicando luego de que éste terminó de extinguirse, demostrando que no se trató de un invento editorial efímero, como algunos críticos y escritores denunciaron en su momento. Lo que motivó el fin de esta constelación literaria fue en gran medida la división de escritores, intelectuales y artistas de todo el mundo occidental a raíz del caso Padilla. En 1971 el poeta Heberto Padilla, que tres años antes había recibido el premio “Casa de las Américas” por su poemario Fuera de juego, realizó un acto de autocrítica pública luego de salir de la cárcel. Su autoinculpación como contrarrevolucionario, que también incluyó acusaciones a su esposa y algunos amigos, despertó reminiscencias odiosas en quienes habían sido testigos de los juicios falsos del estalinismo. Al enterarse de la autocrítica realizada por Padilla, Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Hans Magnus Enzensberger y José María Castellet redactaron una “Carta a Fidel Castro” que fue firmada por un importante grupo de intelectuales latinoamericanos y europeos. Este caso marcó el fin de las relaciones de Vargas Llosa con Cuba y también de su amistad con Gabriel García Márquez.
A partir de entonces las posiciones políticas de Mario Vargas Llosa fueron alejándose progresivamente de la izquierda y acercándose a la postura de derecha liberal que le conocemos hoy. Desde hace varias décadas, Vargas Llosa es un escritor que tiene una fuerte presencia y ascendente públicos. Lideró en los años 80 las protestas contra los proyectos de nacionalización de la banca de Alan García, compitió por el sillón presidencial peruano en 1990 y actualmente sigue siendo considerado una figura con mucho peso para la política del país. Aún viviendo fuera fue elegido para presidir el “Museo de la Memoria” en Lima y renunció a él hace algunas semanas por un decreto de Alan García que procuraba una amnistía encubierta a quienes violaron los derechos humanos durante la lucha contra Sendero Luminoso. A raíz de la carta de renuncia de Vargas Llosa, el presidente tuvo que derogar el infame decreto. En el Perú, la alegría por la entrega del Nóbel a un escritor del país, ha estado acompañada por la pregunta sobre el efecto que tendrá el premio en las próximas elecciones presidenciales; no porque se piense que el escritor tenga intenciones de repetir su aventura electoral de los 90, sino porque su apoyo o cuestionamiento a algún candidato puede incidir sobre los resultados de las votaciones. No es de ninguna manera el primer caso de diálogos e intercambios entre literatura y política en Latinoamérica, pero ciertamente no son comunes las historias de escritores con una presencia tan marcada tanto en la política de su propio país como en la de otros países de su región.
Si bien para Vargas Llosa la realidad y la ficción, la política y la literatura, debieran discurrir por cauces separados e intocados, su propia trayectoria evidencia el carácter espurio de estas separaciones. El Nóbel de literatura es en primer lugar un premio a la calidad de su obra literaria, pero es también un reconocimiento a su trayectoria como personaje público, que participa activamente y se compromete con la contingencia nacional e internacional. Aunque no coincido en absoluto con las articulaciones actuales de su ideología liberal, ni me gusta especialmente la última etapa de su producción literaria, considero valiosos sus pronunciamientos políticos en defensa de las libertades sociales y los derechos humanos, e insisto en que la gran calidad literaria de sus primeras novelas lo hacen un muy justo ganador del Premio Nóbel.