“La profundidad hay que esconderla. ¿Dónde? En la superficie”. H. Von Hoffmanstahl
En la página 181 de mi edición de La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, entre los capítulos XXXVI y XXXVII, una hoja impresa por ambos lados simula una superficie de mármol. En mi edición barata, de tapa blanda, esto sucede a través de una serie de manchas grisáceas, blancuzcas y oscuras rodeadas de un marco en que se ve el papel en que está impreso el libro y, en el borde superior, el número del volumen y la página. En ediciones más lujosas, en esta página alternan el rojo oscuro y pálido con un verde profundo, y una gama de amarillos más o menos intensos, sobre un fondo en que se mezclan el negro y el blanco, formando burbujas y estrías como las que suelen encontrarse en la superficie del mármol. Justo antes de la página de mármol, escribe Sterne, autor de esta novela: “¡Lee, lee, lee, lee, ignorante lector! lee, o por el conocimiento del gran santo Paraleipomenon– te lo digo de antemano, sería mejor que arrojaras el libro de una buena vez; pues sin mucha lectura, con lo cual su excelencia sabe que quiero decir mucho conocimiento, no serás capaz de penetrar la moraleja de la página de mármol que sigue…”. (L. Sterne, The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman. Oxford UP, 2009)
Algo parecido parecen decirnos las pinturas que expone Gerardo Pulido en la galería Die Ecke durante noviembre. En ellas la tensión entre el material sobre el que se pinta (pliegos de papel de diversos colores y texturas, pero idéntica medida, un tubo de pvc y una piedra), el material con el que se pinta (óleo, acrílico, esmalte -spray- y maquillaje) y lo que se representa por medio de esos materiales (diversos tipos de madera y mármol) produce un efecto de desconcierto no lejano al de la página de la novela de Sterne. Se trata de una tensión que ha estado presente en toda la obra de Pulido, en sus fotografías de artefactos y muebles modelados en miga de pan y dispuestos como decorado de habitaciones de diversas clases sociales, en sus chorreos de pintura dorada, en sus escudos de armas pintados en muros con esa misma pintura, pero en este caso me parece especialmente compleja y polivalente. “Mira, mira, mira, mira, ignorante espectador,” podrían decir estos cuadros si hablasen, “mira, mira, mira, pues por mucho que mires no conseguirás descifrar el enigma de esta superficie, detrás de la cual nada se oculta.” No hay, en efecto, profundidad alguna en estas pinturas. No hay en ellas nada más que una serie de superficies pintadas intermitentemente, con gran habilidad y cuidado, para simular una superficie de otra materia. A diferencia de la novela de Sterne, no podemos dar vuelta la página, que está aquí fijada a una pared, de la que la separa un marco blanco de madera, la misma pared a la que la piedra y el tubo de pvc están sujetos por medio de soportes metálicos (lo que acentúa su carácter de pinturas, alejándolos de lo escultórico). No podemos tampoco “mirar con la mano”, acercarnos a ellas para constatar si la textura que ofrecen a nuestros ojos se puede palpar (las pinturas están puestas en vitrina, tras un vidrio transparente). Pero podemos intentar aproximarnos y alejarnos de los gestos que estas pinturas proponen para comprenderlos mejor, para dejarnos impregnar e impresionar por su pastosidad, por su compleja trama, a la vez que percibir su desapego respecto a la habilidad que produce esa ilusión.
La tradición en la que se inscribe la cuidadosa imitación de una superficie de otro material es, por cierto, la del trompe l’oeil, o trampantojo. Este género se basa en un virtuosismo técnico suficiente como para engañar al espectador desprevenido, o en todo caso deslumbrarlo, lo que ha sido uno de las ambiciones de la pintura desde muy temprano: recordemos las anécdotas que aparecen en Platón y Plinio acerca de pintores que engañaban a animales o seres humanos con sus simulacros (las uvas de Zeuxis, picoteadas por los pájaros, y la cortina que Parrasio pinta y que Zeuxis intenta descorrer para ver lo que hay tras ella). Lo interesante es que este engaño basado en el poder ilusionístico de la representación visual en muchos casos renuncia a lo que, desde el renacimiento, ha constituido uno de los campos más explorados del arte pictórico: la representación realista del espacio en profundidad sobre una superficie plana, que hace que el cuadro opere como una ventana hacia un paisaje o escena a la que el espectador se asoma. En muchos de los trompe l’oeil, en cambio, el engaño consiste en hacer que la superficie plana del cuadro parezca una superficie plana de otro tipo, sobre la que se disponen objetos, en muchos casos pegados sobre ella.
Pensando en la historia del arte más reciente, se podría decir que los trompe l’oeil que tan en boga estuvieron en los siglos XVII y XVIII anuncian la tendencia a explorar la planitud del cuadro que, según el crítico norteamericano Clement Greenberg, está al centro del conjunto de procedimientos mediante los cuales la pintura moderna utilizó los métodos específicos de su disciplina para criticarla, convirtiendo las limitaciones que la constituyen como medio en factores positivos («La pintura moderna», en La pintura moderna y otros ensayos. Siruela, 2006). En el relato que propone Greenberg de la evolución del arte moderno, habría sido el descubrimiento de la planitud del cuadro como cualidad esencial del arte pictórico lo que motivó el abandono por parte de los pintores de la representación de objetos reconocibles. Es fascinante el modo en que las pinturas de Pulido se hacen cargo de esa historia y al mismo tiempo recuperan la capacidad ilusionística en su nivel más asumidamente artesanal, tan vapuleado por la historia relativamente reciente de las artes visuales en Chile, que se han construido en alguna medida por un rechazo dogmático o una perpleja problematización de la imagen del pintor, pincel en mano, ante su caballete.
Esta serie de pinturas cita entonces la tradición de los trompe l’oeil, pero también a los collages y cuadros cubistas en los que frecuentemente figuraban trozos de imitación de madera pintada o pegada (y con ellos a la puesta en cuestión de la pintura como representación ilusoria del mundo visible). Por otra parte, para una mirada acostumbrada al expresionismo abstracto, al recorrer retrospectivamente la historia de la pintura es inevitable percibir anacrónicamente ciertas zonas de la obra de pintores de la era de la representación ilusionística como conjuntos no figurativos de manchas, pinceladas, trazos. En un magistral ensayo sobre la historia del arte (Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Adriana Hidalgo, 2005), Georges Didi-Huberman propone contemplar así los fragmentos de una obra de Fra Angelico en la que el pintor imita, precisamente, la textura del mármol, en la parte inferior de un fresco pintado sobre los muros del convento de San Marcos, en Florencia, y que le parecen remitir, tan irresistible como absurdamente, a los drippings de Pollock, en una “semejanza desplazada” que sacude el edificio de una historia del arte lineal y teleológica como la que precisamente construye Greenberg. Algo semejante sucede con estas pinturas: vistas desde lejos, su alternancia rigurosamente rítimica de bloques de color en superficies del mismo tamaño distribuidas siempre proporcionalmente recuerda a los bloques de color de Rothko, o a ciertos experimentos del arte concreto (aunque en ambos casos se trata de semejanzas más bien superficiales). Vistos de cerca, pueden hacer pensar en una suerte de Pollock, un dripping ejecutado minuciosa y deliberadamente (lo cual es, por cierto, una contradicción), tanto como en un fragmento de trompe l’oeil en el cual el artista se hubiera detenido en la representación del fondo, sin animarse a agregarle la semblanza de un objeto aparentemente dispuesto encima de su superficie. De hecho, uno de los momentos más interesantes de estos cuadros es la zona en la que la simulación ilusionista se interrumpe y da paso a los colores del papel desnudo, sin pigmento, el lugar imperceptible en que la pintura pasa de ser otra cosa que lo que es (mármol, madera) a ser tan sólo su propia materialidad. No es casual, entonces, que muchas de estas pinturas estén ejecutadas con maquillaje: el gesto de cubrir el papel con un pigmento utilizado normalmente para simular la piel disimulando sus imperfecciones o modificando sus matices naturales remite a toda una asociación de la pintura con la falsedad, el engaño, y la cosmética. Tal vez sea esta capacidad de seducirnos y engañarnos al mismo tiempo que se nos presenta de modo evidente el artificio que hace posible ese engaño lo que vuelve tan atractivas estas pinturas de Gerardo Pulido, estos juegos de piedra, madera y papel ante los que el espectador permanece perplejo, mirando, mirando, ignorante lector…
El presente texto es una versión abreviada del ensayo escrito para acompañar la exposición. La versión completa puede leetse en http://www.gerardopulido.com/publicaciones