La siguiente es la presentación que hizo Gustavo Barrera Calderón del libro Éxodos (Cástor y Pólux), de Jorge Cid, en el Café Literario Santa Isabel, el 11 de enero del 2019.
Conocí hace algunos años los comienzos de este trabajo bajo el título ¨Migran¨. Jorge Cid nos introduce en el proceso de creación de este libro y establece desde el comienzo la motivación que dio curso a su escritura: «cansado de ver flotar en los diarios tanta muerte/ y en sus despojos reconocerme también/ un poco muerto y a la deriva».
He oído voces que consideran impropio escribir o centrar una obra artística en realidades ajenas a los orígenes culturales o étnicos de su creador. Una cierta prohibición implícita me hace sospechar. Surgido hace algún tiempo, el concepto de “apropiación cultural”, que tiene algo de la antigua contraposición entre lo puro y lo mestizo, lo propio y lo ajeno, más me parece una estrategia para dividir un mapamundi en proceso de globalización y mantenerlo segmentado en parcelas independientes unas de otras.
En este escenario, sólo los centros del poder en el primer mundo estarían autorizados para mediar entre una parcela y otra, en ejercicio del antiguo, pero siempre eficaz, método de dividir para gobernar. Infundir temor a una posible acusación de apropiación cultural resulta la excusa perfecta para impedir el intercambio directo entre estas parcelas sin los filtros, sesgos y reglas impuestas por el primer mundo. Parece haber un abismo entre ellas, y un desconocimiento total entre unos y otros, como si los humanos de un determinado sector en el mapa, distinto del propio, existieran en dimensiones paralelas que nunca se tocan, salvo que se requiera que así sea, con fines como propiciar enfrentamientos, alianzas o cualquier otra operación dentro del tablero de ajedrez. Sentadas estas bases, me parece que la acción o poiesis de Jorge Cid en este libro se hace cargo de la necesaria e imprescindible transgresión de esos límites al comprender que ese dolor, de apariencia ajena, en realidad es y siempre ha sido el propio.
Todos somos de color en esta espera
Tenemos hijos recién nacidos,
problemas, razones de peso
para estar lejos de casa.
Ojos, bocas y mejillas tienen prisa.
El frío nos iguala los rasgos
en este microcosmos apátrida y racial.
El viaje es una experiencia en la que el espacio y el tiempo se vuelven inseparables, se mezclan recuerdos, pensamientos e imágenes de manera intensa. Al viajero se abren nuevos espacios, pero al migrante se cierran. Por negación es aislado, conducido hacia espacios residuales asfixiantes donde pasado, vida, muerte e incertidumbre agotan el escaso aire que encuentra para respirar.
En el éxodo contemporáneo no hay lugar para Moisés. Ninguna tierra fue prometida. Ningún bastón mágico es capaz de abrir el océano en dos para que los desterrados por la miseria puedan cruzar sobre tierra seca. No hay una épica del éxodo. Hay pequeñas tragedias personales, cuerpos livianos, que casi no dejan huella, flotan abandonados hacia las playas como el triste oleaje llegado desde un mundo inconcebible. Ante esas imágenes nada parece más lejano al nombre de Ulises, que paradójicamente escogieron los especialistas para llamar al síndrome que manifiesta gran número de los migrantes. Estamos frente a una Odisea que no registra nombres ni hazañas. En breves notas de prensa se asoma la perplejidad y la mirada de soslayo del primer mundo ante los fragmentos de un muerto que nadie quiere cargar. El esqueleto guardado en el armario se lanzó al mar y emerge «a metros de los incrédulos bañistas«. Y sólo entonces aflora el miedo:
Ilegales son ahora embajadores de una epidemia.
Cinco horas más tarde se felicitan en el ayuntamiento:
un camión de basura los llevó a la carretera.
Están ahí, sospecha sobre sospecha.
La prensa consigna: «Un grupo de 21 inmigrantes pasó este miércoles casi cinco horas abandonado al sol en una playa de Maspalomas (Gran Canaria) esperando a que las autoridades decidieran si activaban o no el protocolo para casos de ébola».
Como dije antes, el éxodo contemporáneo sólo es visto de reojo, pero aflora como el agua de alcantarillas saturadas en los salones de «la Europa próspera»:
Sobre nuestros platos, como carne asada o caviar,
los muertos de la indiferencia palpitan,
saben a sal y a noche,
entran en nosotros
y nos hacen cómplices de su martirio.
La mirada de Jorge Cid en este libro se centra en los residuos, en los restos que quedan del naufragio, en «los espectros que arrastra la marea» antes de que sean retirados y olvidados. Pero también deja entrever lo que precede y lo que ocurrirá después. Hay fantasmas de Kosovo a la espera de regularizar sus papeles en «una fila que no avanza«, un metro de París antiguo y horrible convertido en Babel, niños de Tánger en fantasías estéticas de tolueno, en caletas del Mapocho. Sin embargo, hay una escena que el espectador no ve. Queda sugerida, insinuada o entre paréntesis la maquinaria, el mecanismo que no deja opción diferente a lanzarse al mar o al desierto y cruzar la frontera que conducirá con igualdad de probabilidades hacia la supervivencia o la muerte.
Planteado esto, quiero divagar. Suelo mezclar asuntos diversos y esta no será la excepción. Quiero referirme a una comparación que hizo mi tío Álvaro Barrera entre dos libros en apariencia disímiles por su naturaleza y contexto: El capital y Frankenstein o el Prometeo moderno. Marx era aficionado a la literatura de horror y no es descabellado leer El capital como una novela aterradora. Armado a costurones con innumerables sacrificios humanos que no terminaron en la muerte, sino en vidas miserables, esclavitud, precariedad y trabajo duro, el capital es un monstruo que, en lugar de retazos de muertos, se compone de energía vital humana. Se nutrió de la savia de los antepasados de los esclavos modernos. Grupos humanos en todos los continentes fueron derrotados y colonizados. Generación tras generación, fueron drenados, exprimidos y anulados para extraer sus excedentes, acumularlos y anexar nuevos parches en un cuerpo monstruoso cada vez más grande.
Tras semejante proceso productivo-extractivo, sólo queda devastación y horror, tierras que se volvieron estériles y manos esclavas u obreras que dejaron de ser útiles, sucumben en el abandono.
Las bayas tienen una enfermedad,
mueren los animales que las comen,
son pestilentes sus cadáveres
y ni las fieras vienen a estragarlos.
El bosque entero sufre una plaga.
Las aves ya no vienen ni vuelven por sus nidos.
Las crías caen de los árboles
y en la tierra la ortiga las rechaza.
Frutos contrahechos con cara de pájaro
asustan a los hombres de cacería.
Creen que es el odio de dios asomándose a la mata.
Se niegan al ritual los jóvenes en edad casadera,
despavoridos huyen de la aldea,
en la espesura buscan el diamante lázaro
que impida el final de su raza.
Los migrantes son los fantasmas de toda esa humanidad depredada y vagan tras los destellos de una riqueza lejana, tras el cuerpo de sus vidas no vividas.
¿Dónde van las almas que nadie vela
sin animita o placa que las ate al mundo?
Suspendidas y escépticas manan.