Lo que aquí se reseña es un libro, pero es también una exposición, una historia subterránea y casi mitológica de encuentros –tanto pasados como presentes –entre doce libros de un sabio (y delirante) sacerdote jesuita alemán del siglo XVII, una investigadora del arte a la cual le dicen que estos libros (por algún extraño motivo) están en Chile olvidados en las bodegas de la Biblioteca Nacional, un grupo de investigadores invitados a decir algo sobre estos doce libros (investigadores “jóvenes” e investigadores “viejos”, como alguien se atrevió a clasificarlos el día del la presentación), y tres artistas visuales que tendrán que producir algo “muy visual” basándose en este mismo material.
Hacia atrás, esta trama, haciéndose parte de esta barroca historia, de un barroco autor que escribe desde una Roma deslumbrante y teatral, está poblada de otros cruces y acercamientos que no solo explican la llegada de este hermoso material a nuestro país, sino que también –y de ahí, creo, el valor de levantar un trabajo como éste –nos hablan desde distintos lugares sobre nuestro propio presente. A su manera, cada ensayo de La curiosidad infinita de Athanasius Kircher (Constanza Acuña ed. Santiago: Ocholibros, 2012), a la vez que hace un esfuerzo por investigar y desentrañar las redes de conocimiento del sabio jesuita, su relación con el hermetismo, la mística y la cultura egipcia, la escritura china, los valores de la contrarreforma, su concepción de la naturaleza como lenguaje simbólico de Dios o el asombro que provocan sus ingeniosos dispositivos e inventos, establece también un vínculo, más o menos evidente, entre el hoy y aquello que cada libro (o libros) han decidido (o aceptado) trabajar. Oedipus aegyptiacus, por José Emilio Burucúa; Musurgia universalis, por Víctor Rondón; Ars magna lucis et umbrae, por Sandra Accatino; Arca Noe y Turris Babel, por Pablo Chiuminatto; Mundus subterraneus, por Constanza Acuña; y China illustrata, por Fernando Pérez Villalón. Libro de ensayos que fue acompañado por una exposición realizada en la Biblioteca Nacional entre fines de diciembre del 2011 y enero de este año, en la cual además de los doce libros originales de Kircher, se expusieron importantes documentos de la antigua biblioteca de los Jesuitas en Chile, y dos obras visuales realizadas por Cristóbal León & Joaquín Cociña y Demian Schopf.
Más allá de justificarse en una simple curiosidad barroca, en una novedad libresca bonita de mirar en la “Galería de Cristal” de la Biblioteca Nacional, en producir un catálogo llamativo y un libro de ensayos (muy bien diseñado y de tapa dura), el valor de recoger y recuperar un pensamiento –y un imaginario –como éste, creo, está en algo acaso mucho más relevante. En la pregunta del porqué del interés, hoy, en hacer un esfuerzo de esta magnitud por volver la mirada sobre todo aquello que se entrecruza en cada página y cada imagen de sus libros. Finalmente, en acercarnos al imaginario al cual nos enfrenta este sabio jesuita del siglo XVII, un sabio cuya producción intelectual, no está de más decirlo, pocas décadas después de su muerte en 1680, y muy especialmente en pleno Iluminismo dieciochesco, fue duramente criticada por su “fértil pero delirante imaginación”.
¿Qué nos está diciendo este maestro de las cien artes para que fijemos en él la mirada? ¿Por qué recogerlo si después de todo no se trataba más que de un charlatán? ¿Por qué hoy un fortuito hallazgo bibliotecario remueve y produce tanto?
Por supuesto, resolver un enigma como este supera por mucho el propósito de esta reseña, pero aventuro desde esta interrogante una presentación que trabaje desde estas idas y venidas –entre pasado y presente – un recorrido relativamente ordenado (y sin duda parcial) por los pasadizos que crea cada uno de los ensayos que componen La curiosidad infinita de Athanasius Kircher.
Mientras miraba con detención estos doce libros, abiertos y dispuestos en unas cajas luminosas cubiertas por un vidrio en el oscuro pasillo de la Biblioteca Nacional donde fueron expuestos en diciembre del año pasado, leí unos breves apuntes dispuestos a un costado de cada uno de ellos, en los cuales se explicaba –a grandes rasgos– de qué trataba cada obra, al mismo tiempo que se aprovechaban de exhibir algunas de las virtudes intelectuales de su autor: podría hablar un millón de idiomas, sabía de todo, escribió más de nosécuántos tratados sobre nosequé, etc. Tanto mi reacción como la de un amigo que me acompañaba esa vez fue no sólo la de encontrarnos absolutamente ignorantes y flojos, sino que también sentir una pequeña y tímida pizca de escepticismo. Casi al unísono nos preguntamos, ya que parecía un poco inverosímil tanta “sapiencia” y conocimiento, cuántas horas tenían los días que vivió este señor para aprender y producir tanto.
La explicación de esto nos conduce, en términos generales, a todos los artículos de este libro (porque se refiere en gran medida al método de composición misma de estas obras y a la red de conocimiento jesuita dentro de la cual Kircher es un sujeto privilegiado).
Chiuminatto parte su ensayo por aclarar que el corpus kircheriano le debe muchísimo “a una tradición erudita previa” (110), conformada no solo con el programa de enseñanza jesuita, sino que también con el pensamiento de una serie de autores como Bacon, Descartes, Spinoza o Leibniz, “el panteón principal de lo que llamamos tradicionalmente racionalismo” (110). Más adelante apunta que para entender la producción creativo-intelectual de Kircher es necesario no desatender que su modelo de trabajo (su forma de producción de conocimiento), suponía una coordinación de sujetos que, a la manera de un “taller barroco”, van componiendo una gran obra desde distintos ángulos a partir de informes o testimonios orales, hasta llegar a crear estos inmensos y complejos mundos kircherianos.
En la esta misma idea insiste Fernando Pérez al indagar en las conjeturas que propone Kircher sobre la escritura china, presentadas en su China monumentis illustrata, obra que muy especialmente se construye según el método compositivo explicitado por Chiuminatto. Kircher nunca estuvo en la mítica Cipango de Marco Polo; lo que hizo fue valerse de testimonios, tanto escritos como orales, proporcionados por otros viajeros. De ahí la seguidilla de “desajustes” respecto de aquel inmenso y lejano país. Esto, sumado a su particular ideología y a la obsesión por demostrar que absolutamente todo (religión, lengua, costumbres y creencias) proviene de la cultura egipcia, terminan por levantar una China artificial y fabulosa, que finalmente sólo existe en el lenguaje.
Decía que la llegada de estos doce volúmenes a Chile está llena de encuentros. Mucho antes del trabajo de rescate realizado por Constanza Acuña (editora), la relación de Kircher con Chile se comienza a forjar a partir de su encuentro en Roma con otro jesuita, obsesivo e igualmente contrarreformista, el criollo Alonso de Ovalle, quien desde la distancia escribe su famosa Histórica Relación del Reino de Chile, con la cual pretende dar a conocer en Europa las maravillas deste reyno, tierra de la abundancia, segundo paraíso terrenal. Esta obra, que inventa una barroquísima, tramposa y artificial imagen de Chile con la cual pretende atraer el interés de misioneros jesuitas para que se vengan a realizar labores de evangelización, es un referente obligado para la literatura chilena colonial, por tratarse de un compendio inmenso y hermosamente escrito sobre la realidad natural y social del país.
Kircher cita a Ovalle en Mundus subterraneus y Ars magna lucis et umbrae, Ovalle lo cita en su Histórica Relación. Se conocen en Roma, intercambian conocimiento. Sobre los detalles y pormenores de este encuentro, los ensayos de Sandra Accatino y Víctor Rondón aclaran muy bien los vínculos que establecen ambos jesuitas. La primera, a propósito de las distintas explicaciones que cada autor le da a una supuesta imagen milagrosa de la Virgen con el niño aparecida en Arauco (relato que Kircher toma de Ovalle, pero poniendo el acento del prodigio no en la imagen misma, sino que en la devoción que esta provoca entre los naturales). Por su parte, Rondón intenta hilar paralelos, vínculos y desvíos entre los contenidos musicales presentes en la Histórica Relación y en la Musurgia universalis de Kircher, enfatizando sus distintos contextos de producción.
Es interesante hacer notar que ambos ensayos advierten muy bien de qué manera tanto la imagen como la música operan como especiales y privilegiados medios de atracción y conversión, desde la ideología prescrita e impulsada por un barroco contrarreformista.
Lo que me interesa, muy particularmente, es recoger aquella vinculación que establecen estos dos investigadores entre el gran sabio, profesor y director del museo del Colegio de Roma, y este criollo y bastante olvidado Ovalle, en cuya obra se despliega un Chile imaginario que se configura dentro de la misma intensa y productiva red de conocimiento jesuita. Se trata de una obra que, al igual que la de Kircher, presenta en su interior al menos dos aspectos fundamentales: por un lado, esta capacidad “enciclopédica”, organizadora de todos los conocimientos existentes, que de una manera voraz crea un objeto complejo y heterogéneo, pero por sobre todo imaginario, y por otro, aspectos que tanto en uno como en el otro pueden ser leídos desde el barroco. ¿A qué nos enfrenta, también, esta relación entre Kircher y Ovalle?
Estas miradas cruzadas son las que permiten proponer conjeturas como las que realiza Burucúa en su ensayo, haciendo énfasis en las relaciones artísticas, culturales e ideológicas entre metrópoli y provincia, estudia los posibles vínculos iconográficos de los famosos ángeles arcabuceros del altiplano y los procedimientos jeroglíficos que establece Kircher en el Oedipus.
Misma mirada de Constanza Acuña, quien a la vez que propone una lectura del Mundus subterráneus, libro en el cual Kircher establece la hipótesis de que en el mundo subterráneo se originan todas las cosas, hace revisión de la figura de Nicolás Mascardi, discípulo de Kircher que, al conocer a Alonso de Ovalle en Roma, se anima a venir a Chile a realizar una labor evangelizadora, pero termina instalándose en la Patagonia en búsqueda de la mítica Ciudad de los Césares. Su vida, en sí misma llena de misterios, visiones y apariciones divinas, se constituye, de alguna manera, en una extensión del mundo y del imaginario kircheriano en el extremo austral del territorio chileno.
Víctor Rondón apunta que en el equipaje que traía Ovalle desde Europa, o en el del mismo Nicolás Mascardi, probablemente venían algunos libros de éste, los primeros en llegar por estas latitudes. Es decir, por vía de éstos es que habrían comenzado a llegar estas obras al extremo reino de Chile, reino por muchos años imaginado como un territorio aislado, con limitada circulación cultural, además de precario e inestable tanto por causas naturales (terremotos, inundaciones), como por el constante ataque indígena que volvían dificultoso el asentamiento urbano, y todo lo que eso significa. Lo que señala la llegada de estos libros, ya sea por vía de Ovalle, Mascardi o por tantos otros misioneros más, es que la capacidad de la red de conocimiento y enseñanza jesuita logra superar las barreras geográficas y humanas, llegando a ser parte de la sorpresivamente inmensa y variada biblioteca jesuita.
No tenemos realmente claro cómo ni por qué vías llegan estos libros a Chile. Hasta la expulsión de la orden en 1767 se alojaron en los estantes de la antigua biblioteca de los Jesuitas. ¿Quiénes los leyeron? ¿Cómo fueron recibidos? ¿Habrá influido en algo la producción escritural de esa época? Que Ovalle lo haya conocido, leído y citado dice mucho. Que uno de sus discípulos haya pasado por estas tierras, buscando, cual Aguirre, una ciudad perdida, abre también preguntas sobre el alcance de estas monumentales obras. ¿Maravilló, como nos maravilla todavía a nosotros su grandiosa capacidad enciclopédica, su admirable curiosidad y avidez de conocimiento, y sobre todo su capacidad de crear estos enormes, artificiales e ilustrados monstruos barrocos del saber? Y si es así, ¿hubo algún traspaso de este imaginario, por ejemplo, en un Lacunza, en un Juan Ignacio Molina o en un Miguel de Olivares?, todos jesuitas, humanistas e intelectuales expulsados de Chile, quienes desde el exilio escribieron importantes obras históricas, geográficas y teológicas sobre nuestro país.
Más que interrogantes académicas, de cabezas un poco apolilladas y lateras, el influjo de una China Ilustrata, de un Mundus subterraneus o de una Musurgia universalis puede arrojar luz no sólo sobre una enorme y valiosa producción literaria que hasta ahora ha sido muy descuidada, sino que también un pedacito no tan pequeño y no tan insignificante de nuestro pasado colonial, pasado que por sospechosas y estratégicas razones, a partir de la República fue tachado de oscuro, bárbaro y precario, sellando con eso un olvido que con este fortuito encuentro, esta pequeña exposición, este bonito libro, se comienza a romper.
soledad fariña vicuñ
12 noviembre, 2012 @ 23:52
qué buen artículo sobre un libro que a través de la mirada de jóvenes pensadores, está reflexionando sobre nuestro brillante-oscuro pasado colonial. Sí, interesa seguir preguntándonos de \\"qué perdida claridad (oscuridad) venimos\\"