Santiago Roncagliolo, La cuarta espada, La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso, Buenos Aires: Debate, 2007.
Yuyanapaq es la voz con la que el quechua dice «para recordar». «Yuyanapaq. Para recordar» es también el título de la exposición fotográfica permanente sobre el conflicto interno que entre 1980 y el 2000 conmocionó al Perú. La muestra surgió como uno de los frutos del trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, «para recordar», fundamentalmente, que fueron 69.280 los muertos y desaparecidos en esos años y que un país que olvida su historia está condenado a repetirla. Parece que procurar el entendimiento de los hechos que condujeron a ese trágico resultado y preservar la memoria de los mismos son pasos previos y necesarios para cualquier esfuerzo de reconciliación y diseño de reparación, si es que éstas fueran posibles. La cuarta espada, del escritor peruano Santiago Roncagliolo, se suma a una serie de publicaciones que desde la década del 90 intentan registrar, explicar, analizar, interpretar e introducir dentro de la lógica del discurso unos hechos de violencia extrema que –justamente por esta condición– se resisten a toda lógica y a toda explicación.
Pero Santiago Roncagliolo lo hace de manera diferente. No sólo porque reconstruye la historia de Sendero Luminoso y el conflicto armado indagando en la biografía de su único e indiscutible líder, Abimael Guzmán, sino, y principalmente, porque cede la voz a los actores del conflicto, sin apurar juicios o condenas y mostrando las disyuntivas o contradicciones que aparecen de las distintas versiones sin tratar de resolverlas. En un sentido similar a cómo se están tratando estos temas en la escena imaginaria y simbólica de la ficción literaria, este texto se orienta, entonces, hacia un acto de comprensión más que de explicación: no se levantan hipótesis sobre las causas inmediatas de la violencia, ni teorías sobre las responsabilidades –o culpabilidades– directas de sus efectos. Pero esto es precisamente lo que permite que se develen causas más antiguas relacionadas con las profundas brechas sociales y económicas de la sociedad peruana, o con la discriminación racial y de género inserta en la propia estructura social. Al respecto, Roncagliolo apunta que si algo tienen en común las casi 70.000 víctimas «no es que fuesen senderistas o militares, sino que eran pobres. El 70 por ciento de ellas pertenecía al ámbito rural y a los departamentos con menos recursos de las Sierras Centro y Sur. Los victimarios, por cierto, también» (213).
¿Quién es Abimael Guzmán? La pregunta que guía este relato busca el lado humano de quien es considerado –por muchos– la representación arquetípica del monstruo sanguinario. La pregunta atraviesa su infancia bastarda y el abandono de su madre, sus años escolares en el Callao y en Arequipa, sus período de formación universitaria (tesis en filosofía y derecho), su labor como docente en la Universidad San Cristóbal de Huamanga (Ayacucho) y, por supuesto, su carrera política al interior del Partido Comunista Peruano hasta su salida a la clandestinidad en una facción radicalizada de inspiración fundamentalmente maoísta, en la que él concentró inapelablemente el poder. La conversación directa entre Roncagliolo y Guzmán –quien hoy se encuentra recluido en una cárcel de alta seguridad– no se llegó a dar, a pesar de todos los esfuerzos desplegados en ese sentido. Sin embargo, el reportaje se teje a partir de las entrevistas realizadas a varios de los senderistas que formaron parte de la cúpula con Guzmán (entre ellos Elena Iparraguirre, su segunda mujer), así como a importantes miembros del cuerpo militar involucrados en la lucha antisubversiva, entre otros (parientes, viejos camaradas). Todas estas conversaciones permiten al lector entrever el perfil del hombre que proyectó y controló la máquina de Sendero: sus lecturas escogidas, sus conductas sociales, sus estrategias disciplinarias, sus primeros amores. Piezas de una vida, todas ellas, que el propio Guzmán subordinó a la cuestión ideológica, razón por la cual sus simpatizantes vieron en él a la cuarta espada del comunismo, después de Marx, Lenin y Mao, e instalaron su doctrina en paralelo a las de estos tres: marxismo-leninismo-maoísmo-«pensamiento Gonzalo».
Este es un libro en el que, a diferencia de los hechos que narra, nadie puede (aunque quiera) desaparecer. El horror de la violencia imposibilita el distanciamiento o la neutralidad. Desde un punto de vista humano, mirar el mundo a través de sus heridas más graves y recientes banaliza cualquier actividad que no haya estado destinada a la sanación de dichas heridas. En la época de mayor actividad senderista, Roncagliolo era todavía un niño, sin embargo, los hechos de Sendero marcaron hitos en su propia biografía. De adulto, mientras se sumerge en los asuntos de la guerra para escribir este reportaje, –nos confiesa– padece un brote de «radicalización», el surgimiento de una rabia que, en el «caldo de cultivo adecuado… prendería, buscaría una manera de expresarse, una válvula de escape, una voz atronadora, tan sonora que nadie pudiese dejar de escucharla» (190). Para quienes éramos estudiantes universitarios en la Lima de ese entonces –una ciudad cercada por la violencia–, «hacer algo» exigía este nivel de radicalización. Muchos de los que levantaron la voz en defensa de alternativas políticas o democráticas fueron considerados traidores y volados en pedazos. La otra opción era «no hacer nada» e intentar continuar adelante con la vida. Y de paso sobrevivir. Pero el precio pagado por la sobrevivencia de ayer es la frustración y la culpa de hoy. ¿Qué queda, entonces, ahora? Tal vez la única reparación posible provenga del compromiso con la memoria, con el yuyanapaq, la memoria que mira el futuro, la que busca nunca repetir. Este libro contribuye, sin lugar a dudas, con esa memoria, y se entronca, en este sentido, con el esfuerzo que están haciendo otros países latinoamericanos que también están buscando elaborar los procesos traumáticos de sus propias historias.