“La falta de luz es olvido. Mantengo las velas encendidas. En la noche vino un olor a campo, a flores en la cama, un olor nunca antes sentido, nuevo, de un nuevo lugar. Al cerrar los ojos, la luz sin borde”. Es la frase que da título al último libro de Milagros Abalo, editado por Mundana Ediciones, y hoy reseñado por el escritor y ex-alumno de la Universidad Alberto Hurtado, Julio Rodajo: Una luz sin borde, libro-elegía que busca su lenguaje, recogiendo citas, fragmentos y objetos de memoria que “recorren y complementan una atmósfera de desconsuelo y tránsito acuoso, como si la voz del libro estuviese en el centro del océano para constatar una verdad universal e inevitable”.
El último libro publicado por Milagros Abalo, Una luz sin borde (Mundana Ediciones, 2021) se inicia con una experiencia límite, una situación inusual: el anuncio por teléfono de una muerte accidental. Ante la incapacidad de lo cotidiano por retener y resolver dicha situación, el lenguaje permite al ser humano alcanzar otras dimensiones de lo inevitable. En ese sentido, Una luz sin borde concurre en el ámbito medular de la creación literaria, al enunciar desde el vaivén entre presencia y ausencia la verdad de un hecho concreto vinculado al paso del tiempo, la memoria, la lucha interna, la incertidumbre y la muerte.
Pienso que el libro, en su totalidad, podría definirse como un diario de muerte que piensa su estrategia discursiva a partir de la fragmentariedad. De este modo, se articulan y cobran sentido los textos de prosa poética mezclados y en diálogo con versos, citas de otros autores y fotografías de la propia autora. Todos estos pequeños textos se construyen a partir de una cadencia especial en la voz plasmada por Abalo, cargada de un estado de ánimo melancólico.
En un principio, al contarnos que la noticia de la muerte fue a través de una llamada, el libro nos traslada a una estancia donde gobierna el frío que, al calar el cuerpo, se transforma in crescendo en pena y dolor. De hecho, hay un pasaje en el que se piensa sobre la diferencia entre el dolor físico y el duelo como dolor metafísico, que me es necesario transcribir porque es demasiado preciso y contundente: “Un dolor físico. Un corte en el dedo para arrinconar este dolor adentro, para distraer por un momento al otro, el invisible que todo lo abarca y está hecho de tantas cosas, el dolor dios”.
El oficio de la autora demuestra que en dicho estado es difícil construir un solo texto extenso, minucioso y totalmente cohesionado, porque el duelo genera una escritura con tono deprimido, de pequeños destellos sintéticos e intuitivos, capaces de verbalizar lo que generalmente no es percibido: “La vela que prendimos anoche se apaga recién en la mañana. Todo vuelve a su punto de partida, como si no hubiese pasado el tiempo. La pena sigue intacta en su cueva de vidrio. La resaca debilita en su mezcla de whisky y hambre la mañana de un verano cerrado. Llegó el informe de autopsia, todo se ha removido. Lavar la tierra, lavar la tierra, lavar la pena”.
Siendo la muerte el gran tema que atraviesa las imágenes poéticas de Una luz sin borde, nos encontramos frente a un cuaderno dedicado específicamente a desarrollar la elegía. Abalo se sumerge en esta tradición literaria asociada a lo mortuorio para hablar de lo trágico como algo natural –es posible percibir también un trasfondo en pandemia, que resume una experiencia universal en el anonimato del fallecido. El duelo fluctúa entre la presencia y la ausencia, en tanto existe el deseo de presenciar ese cuerpo sin ánima…
Lo fugaz es también una experiencia central en el constructo del libro, más allá de los pequeños fragmentos. La voz se lamenta por la imposibilidad de retener los recuerdos ante la pérdida. Es ahí donde la escritura y la fotografía son la única vía posible para conservar la memoria y los instantes en constante conflicto con el olvido: “De fragmentos está hecho el duelo, de fragmentos está hecho el cuerpo en el duelo. El duelo en cada parte del cuerpo, en los dedos, piernas, hombros, brazos, ojos.” Sin embargo, también es posible leer la perspectiva de la incertidumbre y desconfianza frente al lenguaje: “No hay literatura posible en el duelo, no interesa. Se lee y todo resbala. Las palabras en las páginas caen, se desarman. Suenan huecas como tumbas después de un tiempo”.
Todos estos elementos (fragmentariedad, ausencia, fugacidad, lenguaje como puente entre vida y muerte) recorren y complementan una atmósfera de desconsuelo y tránsito acuoso, como si la voz del libro estuviese en el centro del océano para constatar una verdad universal e inevitable. Allí, en mitad de la nada, una sola luz es percibida, un resplandor absoluto, constante e infinito que representa la memoria queriendo desbordarse sobre los límites de lo vivido. En ese sentido, el título del libro, sacado del cuerpo del texto, queda resonando en la mente como una síntesis entre lo poético del ensueño, explorando el sistema de palabras, y lo poético de la experiencia concreta, lacerada por más de una muerte: “La falta de luz es olvido. Mantengo las velas encendidas. En la noche vino un olor a campo, a flores en la cama, un olor nunca antes sentido, nuevo, de un nuevo lugar. Al cerrar los ojos, la luz sin borde”.