La narrativa que se ha publicado en los últimos años en Chile interroga activamente el pasado, buscando comprenderlo pero, al mismo tiempo, declarando el fracaso al que nos destinan el recuerdo y sus inevitables fintas. Este cuestionamiento de la memoria colectiva y, sobre todo, familiar, comporta nuevas búsquedas expresivas; se afirman en nuestro medio modalidades escriturales ampliamente exploradas desde hace 40 años en lugares como Francia, marcadas por la necesidad de narrar la Segunda Guerra Mundial y/o el Holocausto. Muchos de los libros que hoy se publican en nuestro país hablan de la dictadura, pero desmarcándose de la escritura testimonial y estrictamente política que marcó los primeros años de la llamada “transición”, para arriesgar una lectura de aquel período, desde un discurso cuyo estatuto de verdad es intencionadamente ambiguo; un discurso, se podría decir, deliberadamente aporético y al mismo tiempo intimista, en que los mecanismos metaficcionales y la voz sibilina y engañosa de un narrador o narradora destruye, al mismo tiempo que construye, el mundo narrado. La primera novela de Gonzalo Eltesch, Colección particular (Libros del Laurel, 2015) es uno de estos nuevos relatos.
En su texto, este nuevo escritor sintoniza con una idea que se nos va haciendo cada vez más familiar, asociada a lo que se ha venido llamando la “literatura de los hijos”: la de que los hijos, como escribió Patricio Pron hace unos años, son los detectives de los padres; frase que describía gran parte de esta literatura que busca entender –pero ojo, no “retratar”, no “representar” en el sentido más escolar del término- aquello previo a la conciencia, un mundo anterior y ajeno que pertenece a los padres, a los abuelos, a las genealogías. Necesariamente, en estas narrativas se efectúa una renuncia. El ejercicio consiste en abandonar las ideas de “objetividad”, verdad o historia, para optar por otras: ruina, fracaso, desmemoria, afasia del policial inútil de la herencia.
En su primer libro, Eltesch, pues, opta decididamente por la autoficción, concepto que siempre se hace necesario acotar, dado el uso recurrente (desinformado y general) que se viene haciendo del término en nuestro medio crítico. Es cierto que su utilización no debiera restringirse al uso que le dio el escritor Serge Doubrovsky, cuando en 1977 definió su libro Fils, ensayando una textualidad que para el gurú de la autobiografía, Philippe Lejeune, resultaba aporética: aquella en que se combinaban “pacto autobiográfico” (identidad del nombre del autor, personaje y narrador) y pacto novelesco/ficcional. Quiero decir que no podemos confinar un nuevo género o subgénero a una fórmula pequeña, como aquella que vino a salvar el apuro taxonómico de Lejeune, y de acuerdo con la cual serían autoficciones todas aquellas historias en que se inscribe el nombre del autor en un relato de cuño autobiográfico, pero claramente “inventado” (algo que el lector debiera poder determinar por los paratextos, epitextos o el carácter fantástico de los hechos relatados). La circulación de textos que cuestionan la distribución dicotómica y polarizada de ficción y realidad son muchos y de muy diversos tipos; de ahí que no sean pocos los intentos críticos por describirlos, clasificarlos y, sobre todo, sacar de aquí un rendimiento estético, político o cultural. El teórico Vincent Colonna, por ejemplo, ha propuesto una tipología para las autoficciones, según la cual se podría entender Colección particular, dado el lugar central que ocupa el nombre del autor (mencionado con su nombre y dos apellidos: “Gonzalo Eltesch Figueroa”), como “autoficción biográfica” y, al mismo tiempo, por los mecanismos metanarrativos que contiene, como “autoficción especular”: aquella en que se utilizan la metalepsis (de autor) y la puesta en abismo para generar, finalmente, el efecto que define a las narrativas autoficcionales: la ambigüedad, la indefinición entre ficción y realidad de la historia narrada.
Lo anterior valga solo como introducción a las cuestiones que me parece realmente necesario abordar, las particularidades de este primer libro conciso y expresivo: primero y sobre todo, que el texto de Eltesch se equilibra en un delgado hilo, en que ficción y realidad se espejean y en que como lectores no podemos –o no debiéramos- arriesgar una sola lectura, apegada referencialmente o bien, decididamente novelesca. Entre los mecanismos que utiliza para lograr este efecto, está la presencia irónica de un narrador que se declara incompetente para el recuerdo y sobre todo, traidor. Ese narrador escribe que de la separación de sus padres –momento que sin duda disloca su vida y es, quizás, el origen mismo del relato— solo recuerda, cito “escenas desordenadas, sueltas, fragmentos. Ninguna contiene alguna verdad; más parecen pequeñas ficciones entremezcladas con la memoria”. De ahí que decida traicionar la memoria de los padres, en evidente alusión al mandato bíblico que obliga a honrarlos. Sin embargo, esta rebeldía no encuentra un final feliz, ya que no le permite al personaje, atrapado en una soledad que él mismo achaca a una “equivocación de origen”, conseguir el amor, la otra arista de esta historia que se escribe como un contrapunto entre la traición del personaje a los padres y, por otra parte, la que vive el solitario narrador: la de una mujer que no puede amarlo.
El escenario que ha escogido Eltesch para narrar estas historias es la monstruosa ciudad de Valparaíso. Y ocupo el adjetivo porque en Colección particular esta ciudad, fragmentada entre el plan y los diversos cerros, aparece viva, en constante cambio; bicéfala y diversa, como si se tratara de una enorme e inagotable cantera de recuerdos, un cuerpo que expulsa de sus recovecos más profundos los objetos antiguos, las reliquias, las imágenes que van alimentando la tienda de antigüedades familiar, al tiempo que la colección que el padre del protagonista guarda celosamente en la tienda y que no está a la venta: su inexplicable colección particular. Así nos la presenta el narrador, y me van a disculpar la cita extensa, pero es que es uno de mis pasajes preferidos de la novela: “No había un orden preciso en el interior, todo estaba repartido en vitrinas de madera que guardaban porcelanas, platería, postales, juguetes de lata, dientes de cachalote, marfiles, cientos de objetos. Y, aunque parezca extraño, la característica principal del negocio era que muchas de las cosas que había allí —las que mi padre no se llevaba a la casa— no estaban en venta. La gente insistía pero no, simplemente no se podían comprar. Al fondo del local se encontraba el escritorio en el que estaba mi padre instalado, y detrás y encima de él se podía leer en un cartel de fierro enlozado: «Colección particular». A su espalda, entonces, se hallaba la mentada colección, que constaba de varias victrolas con corneta, cajas de música, gramófonos y otros objetos. También había un perro gigante, blanco con las orejas café oscuro, que parecía custodiar las cosas. Ese perro era el del logo de la RCA Victor, que en su tiempo sirvió de publicidad. En ese rincón nada se podía tocar, ni vender. Nunca”.
La existencia de ese reducto incomprensible, que viene a contrarrestar la imagen de negociante del padre, un hombre que, cito, “relacionaba cualquier asunto con la plata”, viene a ser el núcleo opaco, la caja negra de esa construcción viva y cambiante de la ciudad, también del recuerdo y los secretos familiares. Un centro que no se transa y que desde su enigmática materialidad, vigilada por su propio cancerbero, funciona como si se tratara de la única realidad incontestable de una narración que juega a desmontar su referencialidad y a proponer la ficción como la forma de acercarse a la memoria. Una realidad inconmovible y opaca; una realidad, asimismo, banal.
El libro de Eltesch invita a pensar, pues, las relaciones entre literatura y arqueología, relaciones que Jacques Rancière ha relevado a propósito de la novela balzaciana. Rancière describe el mundo urbano y moderno de las narraciones francesas de fines del siglo XIX como “un gigantesco amontonamiento de ruinas y de poblaciones fósiles renovadas sin cesar, un vasto tejido de jeroglíficos que se pueden leer sobre las paredes”. En los almacenes de Balzac, dice, “se leen síntomas de los nuevos tiempos, se reconocen los restos de mundos colapsados…”. Como los arqueólogos, el autor de Colección particular va develando capas de sentido, capas que dicen relación con los espacios vividos, ocupados y desalojados, como con las relaciones familiares e incluso, también con las capas de la memoria colectiva, en que los cameos de Pinochet y algunas de sus huestes, como a diversos escritores chilenos, hablan de la construcción de la subjetividad del protagonista, quien se siente más culpable que víctima de las opciones políticas, también vitales, de sus padres.
Las capas que va develando la arqueología narrativa de Eltesch se remontan hacia el pasado familiar y el borroso origen libanés del narrador encarnado en un bisabuelo, vendedor viajero que tuvo un hijo en Valparaíso “y luego desapareció”. También hay capas que refieren al surgimiento de la tienda de antigüedades, que se presenta como la de más prosapia en Valparaíso. Más sutil es la inspección de los orígenes literarios; algunos indicios son las postales antiguas que el protagonista, por recomendación de su padre, ha coleccionado en la avenida Argentina y que él mismo califica de sus “primeras lecturas”, o bien, las conversaciones literarias con Hugo, uno de los dos amigos del padre, que quizás sean mis favoritos entre los personajes de Colección particular, porque los describe en sus pequeños detalles, en sus anécdotas. Con ojo de miniaturista, que es el ojo del que colecciona, un aspecto de este libro sutil y doloroso, que se pone de manifiesto en la cuidada edición realizada por Andrea Palet.
No he hablado aún, sin embargo, de la otra capa afectiva que contiene esta historia. Aquella que, con una voz contenida, asimismo sibilina y traicionera, revela lentamente el narrador. Se trata de parpadeos de una historia, en que él le va contando su historia a la mujer que lo obsesiona, una joven dañada y distante, que aparece casi todo el tiempo dormida. Es así, como una de las bellas durmientes de Kawabata, que se convierte en la primera receptora de la historia del protagonista, llamado, como el autor, “Gonzalo Eltesch Figueroa”. Poco a poco se va revelando la supuesta verdad de su ausencia, de sus silencios, de su actitud de niña insoportable y de su rechazo hacia el narrador, una verdad contada a gotas, en pequeñas pastillas narrativas.
La imagen de la mujer dormida tiene por cierto prosapia en la literatura, un cuerpo imposible cuya materialidad parece cifrar el deseo masculino, cuerpo que no se toca sin sufrir consecuencias, cuerpo que constituye la singular colección particular ya no del padre, sino del hijo. Un cuerpo enfermizo y deprimido, que se ofrece y no se ofrece, un cuerpo que parece imposible disfrutar, sino solo acoger y cuidar. Antes que ella, otra mujer en el libro aparece en una escena similar, y también es la destinataria de las palabras inaudibles del narrador. Se trata de la elegante y arruinada abuela del protagonista, cuyo desprecio hacia el nieto es otro de los recuerdos/ficciones centrales de la novela/autoficción, en un juego de dobles y fantasmas que está presente a lo largo de toda esta historia sobre las ruinas, sobre las huellas. Este tipo de desdoblamientos o prefiguraciones es particularmente sensible en el cuerpo del protagonista: “me sentí como mi padre. Estaba odiando el presente, tal como él, aunque el presente de mi padre ahora era el pasado. Sentí un extraño escalofrío y me vi en su cuerpo como un fantasma, repitiendo sus movimientos pausados y frágiles”.
En una novela breve pero intensa en sus imágenes, Gonzalo Eltesch nos ofrece todo este mundo singular, en que cada personaje parece el fantasma de un otro, la huella ficcional de una realidad densa e inasequible. Y en que el escritor novel experimenta una de las posibilidades más viejas de la literatura occidental: hacerse un nombre, hacerse firma.