Se mostró hace unas semanas en el Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso la película Ostende (2011), de Laura Citarella, una joven directora argentina que se suma campante, con este film, a una suerte de conjunto más o menos bien delimitado de cineastas que escogen por tiempo narrativo de sus obras el verano, la más violenta de las estaciones, según el famoso verso de Apollinaire.
Momento para descansar, desabotonarse el cuello de la camisa, remplazar zapatos por sandalias y huir, en definitiva –y en la medida de lo posible–, de todo cuanto huela a asfalto, el verano es un tiempo que parece organizarse siempre en función de una o varias actividades que interrumpan la rutina y que irrumpan, por lo mismo, en el curso previsible de los días que a lo largo del año van tachándose en el calendario a la espera de la estación que además coincide, en estas latitudes, con el fin y el comienzo de un nuevo año. Quizás sea por esa razón que a menudo se depositan tantas expectativas en ese par de meses que pasan volando, aunque no pocas veces el panorama resulte harto desolador: puede que falte la plata; puede que justo al lado de la cabaña que nos prestó un amigo haya un grupo de jóvenes que se metamorfosean cada noche; puede que estemos irremediablemente solos, recientemente abandonados, por ejemplo, o emparejados al reflejo de nuestra desgracia. En esos casos, especialmente, la promesa del confort se nubla y nada ni nadie suele aparecer para disipar la garúa. El verano se vuelve entonces una especie de ritual de iniciación, una forma particular de entrenarse en la pasividad y el monólogo interior.
Ostende, en rigor, no se ubica ni de un lado ni del otro –no hace, pues, ni una épica del verano ni menos aún una tragedia– y por lo mismo suscita esta clase de reflexiones. La película cuenta la historia de una joven (Laura Paredes) que llega al viejo Hotel Ostende a disfrutar de una estadía que se ganó en un concurso, sin otro propósito aparente que descansar, a la espera de su novio, que estaría por llegar. Al vacío total de expectativas, va a sumarse el vacío del viejo Hotel, que aún en temporada baja carece de una cantidad de huéspedes suficiente como para esquivar el lento transcurrir de las horas. A falta de distracciones, la mirada de la joven pasajera va a fijarse, cada vez más obsesivamente, en el triángulo amoroso que parecen conformar un hombre mayor y dos hermosas mujeres con las que comparte alternadamente habitación. Ese triángulo se revela al cabo un ménage à trois, y entonces la joven aburrida, testigo de la extraña situación, sucumbe a una suerte de delirio especulativo a partir de todo cuanto logra observar a través del marco de su ventana.
La película pone en escena algo así como una metáfora del cine mismo, es decir, del modo en que a partir de una cantidad de imágenes aisladas entre sí, unificadas tan solo por el hilo de un argumento, por leve que este sea, se construye una realidad. Son los vacíos con los que trabaja el cine aquellos que permiten a la mirada armar el tejido, la urdimbre más o menos tupida que hace de la pantalla un espejo de lo real. En Ostende, se diría, esos vacíos ocupan un primer plano; se ensanchan a tal punto que la historia parece abismarse a cada momento, abismarse como se abisma la mirada de la protagonista que intenta encontrar medio desesperada, entre unas escenas entrevistas, algún sentido extraviado.
Sin forzar demasiado la metáfora, creo posible establecer una relación de continuidad entre ese hotel vacío que sirve de locación a la película y la mirada contemplativa que desde un primer momento adquiere protagonismo. Más aún, entre la contemplación, que es esencial a la experiencia cinematográfica, y el paréntesis que marca en el tiempo ordinario y lineal la llegada del verano. En un paréntesis como ese acontece un conjunto de películas entre las que Ostende se cuenta no como la única ni la primera: están las argentinas La niña santa y La ciénaga, de Lucrecia Martel, por ejemplo, o Balnearios, de la productora que conforman Citarella junto con Mariano Llinás, y que podría figurar entre las parodias más despiadadas al “verano naranja” que promociona la industria del turismo actual. En el contexto nacional: Turistas, de la Scherson, o la misma Verano, de Torres Leiva. En todas ellas, no son grandes sino pequeñas, muy pequeñas historias las que se cuentan (la excepción que parece constituir Balnearios no es sino una operación de realce de lo insignificante por la vía del exceso). Ninguna rehúye el vacío en que nos deja la retirada de los estímulos que suelen llenar la cotidianidad. Por el contrario, representan una invitación a detener la mirada, a dejarla en reposo, aunque bien podríamos decir en remojo, un poco a la manera de Eric Rohmer, que más de alguna vez escogió el verano como contexto para sus historias -“es cierto”, me dijo un amigo, “nunca nadie aparece trabajando en las películas de Rohmer”- y que creó para el cine una verdadera poética de la reducción: sus películas suelen otorgar a la mirada el mínimo necesario para evitar que el espectador sucumba al letargo; dejan que el argumento se afirme, casi siempre, de un mínimo de intriga capaz de devolver al más intrascendente de los signos, el valor de un auténtico indicio.
Cuando el umbral de estímulos se reduce, cualquier acontecimiento, por nimio que parezca, alcanza una intensidad inusitada.
En esa línea, Ostende, al poner el énfasis en la contemplación de situaciones anodinas, diálogos intrascendentes y emociones en sordina, alcanza una intensidad menos propia de las vacaciones que de periodos de convalecencia, paréntesis temporales como el que vio nacer a comienzos del siglo pasado la aventura de Proust en busca de un tiempo perdido, o de Gustav von Aschenbach, en La muerte en Venezia, en busca de la muerte y la belleza.
Aquí la belleza, la muerte y la memoria también acuden, solo que lo hacen bajando el tono, en voz muy baja, sin estridencias, pensé, cuando ya terminaba la proyección de la película y permanecía todavía sentada frente a la pantalla con la mirada un poco en vilo. Pensé, todavía medio desestabilizada, en una especie de remanso para la mirada cansada, por no decir enferma de redundancia.
Juan Pablo Belair
6 enero, 2014 @ 15:16
Buena sincronía, ayer vi nuevamente, después de mucho tiempo, Muerte en Venecia. Lo hice por re-maravillarme con Visconti y su cinematografía pero este vez me quedé (como tú frente a la pantalla) con el resabio que puede causar la búsqueda de la belleza y morir en el intento.