Cuando Bernardita Bravo dijo que enviaría su libro, le respondí que lo leería ni bien pudiera. Me llevará tiempo, escribí en un correo, soy lenta. Ella me dijo que entendería. Las dos somos madres de niños pequeños y el tiempo es un territorio fragmentado y casi inexistente que se divide entre miles de actividades rutinarias.
Pero a las pocas horas el texto llegó a mis manos y nada de esto pasó, ni la lentitud, ni la imposibilidad, ni el tiempo prolongado y fraccionado de la lectura.
Estampida, el primer libro de Bravo, atrapa con una fuerza arrasadora, con la misma potencia que tienen las mujeres que pueblan sus páginas, una potencia que es la del deseo y los cuerpos, la de las mujeres que defienden una soberanía maldita y cuestionada, incluso cuando ese impulso las lleve a dejar todo – como en el relato que da nombre al volumen de cuentos -, pero aun así y pese a esa fortaleza, son tan frágiles y humanas como esos hijos que sobreviven al abandono.
Y digo supervivencia porque la muerte está ahí, en los relatos, es una posibilidad concreta y cercana por más que muchas veces evitemos mencionarla. O directamente, pretendamos ignorarla como la madre de “No pesan”, el primer y tan desgarrador como hermoso cuento, en el que la presencia de una hermana que no está ordena la vida de esa familia quebrada en mil pedazos, donde “el techo de una casa” se transforma en una superficie agobiante que sepulta todo lo que crece y lucha por permanecer con vida.
“Cuando mi hermana murió, mi madre se empezó a comportar peor. Según ella, Liliana no había muerto. De noche abría las dos camas a la hora de dormir o preparaba dos vasos de leche, dos panes con mantequilla y dulce de membrillo por las mañanas. Era solo yo la que me acostaba, la que tomaba desayuno, mientras ella insistía en decir buenas noches, mis niñas, cuando en realidad ni siquiera era tan de noche, y aunque siempre nos obligaba a dejar el vaso y plato vacíos, ahora botaba por el lavaplatos la leche del vaso lleno”.
Estas escenas de lo doméstico, que se repiten en el libro, van delineando las rutinas de madres e hijos, como hilos invisibles que dan forma a la crianza pero también a toda nuestra existencia. Esos pequeños gestos de lo cotidiano, que a fuerza de repetirse se convierten en incuestionables, hacen la vida posible y al mismo tiempo agobiante.
Mujeres como la del cuento “Baño público”, que limpian y friegan y echan cloro hasta sentir náuseas para escapar de sus pensamientos y ganarse la vida en un centro comercial. “Que tus manos limpien sin dar paso al asco y al cansancio, pon tu mente en otro lado”, dice Julia, una de sus protagonistas. “No te canses”, repite mientras idea estrategias para evadirse con sus pensamientos de ese lugar donde nadie la mira ni la oye, excepto una compañera de trabajo.
Mujeres que cambian pañales, sirven meriendas y comidas. Mujeres que lavan y barren pisos que nunca están limpios, mujeres que deberían bañar el cuerpo deteriorado de un padre que camina hacia la muerte aunque no lo hacen y quieren que esa muerte llegue porque “ya ni siquiera” soportan su olor.
Es interesante porque en esa enumeración de los olores, la mugre, los restos de la vida y la muerte y toda la mecánica de lo doméstico asociada a borrarlos o, al menos, contenerlos, se hace visible lo no visible.
¿Quién limpia los pisos de los lugares públicos? ¿Quiénes son esas mujeres -pero también esos hombres- que hacen lo que otros no quieren hacer? ¿Quién cambia esos innumerables pañales? ¿Quién cuida de quienes nacen y de quienes mueren? ¿Quiénes están ahí siempre disponibles para un otro?
Y es en relación a esta última pregunta que el libro cuestiona esa incondicionalidad ligada a la idea de madre. La figura de la madre, como ese ser todopoderoso y abnegado, casi inmaculado, se desdibuja.
En el libro, no hay buenas o malas madres. Hay mujeres que viven lejos de sus hijos y es “mejor así”, como en el cuento “El nacimiento de una tortuga”, hay algunas que fallan al cuidar hijos y que también fallan al cuidar animales pequeños aunque de todas formas, hacen el intento, como en “¿Te atreverías a adoptar un erizo de tierra?” y están las que han parido y criado mellizas pero ahora prefieren ocuparse de sí mismas como la madre del relato “Imposturas”.
Y también están las otras, las de la decisión radical, las que renuncian del todo y huyen para no volver en esa estampida que es la que da nombre al libro. Ahí la fuga es completa y se da luego de años de sueño cortado, insomnios infinitos, “noches ripiosas” que llevan a la locura y agravan el peso devastador que implica ese siempre “estaradisposición”.
“Se fueron de dos o tres un lunes, varias partieron temprano, un buen grupo al mediodía, el resto por la tarde. De noche las rezagadas. Martes, miércoles y jueves en grupos de ocho o diez. Las impulsoras no abandonaron de inmediato. Siguieron unos días con ellas, hablando lo mínimo, sirviéndoles las comidas a las horas debidas, todo en orden, sin excesos. Hasta que el movimiento definitivo no tardó en completarse, de manera radical y violenta. Fue un sábado. Y fue una estampida. Una multitud de madres como una manada enardecida, salió corriendo del pueblo sin rumbo ni propósito. Podrían haber sido caballos baguales, elefantes asustados, vacas locas, eran madres”.
Una huida que reconfigura el pueblo pero no implica el fin, porque en el ciclo de la vida son los otros los que asumen el cuidado de los niños más pequeños. Una vez que se rompe con la idealización del vínculo entre madres e hijos, podemos entrar en un terreno complejo y maleable. No hay roles tan definidos. Muchas veces son los hijos los que cuidan a sus padres. Otras, son los hermanos que cuidan a los niños pequeños.
Y los roles se confunden. Como en el fragmento de “Los niños” de Carolina Sanín que eligió la autora para inaugurar el libro, donde las vacas amontonadas, que avanzan hacia el matadero, forman un todo difuso en el que se distinguen cabezas y patas pero nadie puede saber qué cabeza corresponde a qué patas.
Porque en la circularidad de la vida, los que crían son luego criados, bañados, medicados. Porque en ese trayecto hacia el matadero, los refugios no necesariamente tienen que estar en el regazo de una madre abnegada que consuela y está siempre a disposición.
Los refugios, en los cuentos de Estampida, están construidos de manera sutil, apenas esbozados en forma de pequeños instantes imperfectos que encierran algo de magia. Son momentos donde la vida se despliega con una belleza que no es pura, no, sino más bien es una belleza llena de humo y de mugre y de cansancio.
Y el amor, o al menos algo que se le parece, asume a veces formas disparatadas, a veces muy precarias. Una tía con olor a cigarrillo y voz de hombre que abraza a su sobrina mientras fuma en una cama tibia y prende la tele. Una noche donde dos cuerpos viejos y temblorosos se abrazan desafiando la muerte y las normas de un asilo de ancianos. El recuerdo feliz de las cuadras caminadas desde el colegio con esa hermana que ya no está y de todas formas, aún acompaña.
Porque la vida, parece decirnos Bernardita Bravo en sus cuentos, es esa torta de cumpleaños que “se desmorona poco a poco con el calor de la tarde” sobre un mantel blanco que ya no es tan blanco. Y aun así, decidimos probarla y a veces también celebrarla.