Lea hoy la entrevista que hemos hecho a la poeta y académica Macarena Urzúa, a propósito de su último trabajo sobre la obra de Rosamel del Valle. Es la recopilación de una serie de crónicas de nuestro querido Moisés Filadelfio Gutiérrez, escritas desde y sobre Nueva York, con la que culmina un importantísimo trabajo colectivo de archivo, que acaba de ser publicado por Editorial La Pollera.
Todos sabemos quién es Rosamel del Valle, ¿pero cómo nos contarías tú la historia de este escritor que, a pesar de su importancia y el indudable valor de su obra, permanece desconocido para la mayoría de los lectores chilenos?
Un joven que nació en Curacaví con el nombre de Moisés Filadelfio Gutiérrez y que luego cambia su nombre por un amor de juventud, aparentemente una costurera llamada Rosa Amelia del Valle. Este gesto revela un poco esa personalidad singular, original y de poeta. Luego en Santiago combina trabajos de obrero linotipista y también en la oficina de correos. En 1925 funda el grupo vanguardista y la revista Ariel, cuyo manifiesto lanzaron desde la parte trasera de un tranvía junto con los demás miembros del grupo (Homero Arce, Fenelón y Homero Arce, Gerardo Moraga Bustamante y Juan Florit). Publica sus primeros libros de poesía, entre ellos País blanco y negro, en 1929, el cual llega a ser reseñado en la célebre revista peruana Amauta. Gracias a su amistad con el poeta y diplomático Humberto Díaz Casanueva, quien trabajaba en EE.UU., este le consigue el trabajo de corrector para la recientemente creada Naciones Unidas hacia 1946; ahí es cuando Rosamel parte a Nueva York, hecho que además de darle un giro a su vida, le da una vuelta a su poesía y eleva a otra categoría su faceta de cronista-periodista, al comenzar a publicar sus columnas para La Nación de Santiago.
¿Qué es lo que más te interesa de Rosamel y su trayectoria artística?
Me interesa que él como autor y poeta es totalmente autodidacta (aprende otros idiomas por su cuenta también y admira a poetas franceses ingleses, norteamericanos), es un entusiasta del arte, del cine y de la cultura en general, y es también alguien muy amigo de sus amigos. La relación filial con sus pares poetas es un continuo durante su vida, e incorpora ese diálogo afectivo también a su obra (de hecho, en varias crónicas los menciona, apelando a ellos directamente). En cuanto conocí sus crónicas me fasciné, ya que solo había leído, hasta ese momento, Eva y la fuga, y quizás algún par de poemas sueltos por ahí, y me interné en su particular visión de una ciudad tan penetrante, intensa, fantástica (y literaria también) como lo es Nueva York.
Creo que Rosamel siempre sigue siendo el poeta y el hombre solo de la multitud (recordando a Poe y también a Baudelaire, sin duda). Asimismo, sigue siendo el chileno que extraña su tierra, su país, su ciudad, calles, olores, sonidos y amistades, que se asoman ante la más mínima provocación que evoca ese recuerdo como una memoria involuntaria, a la vez que su escritura representa el constante vaivén de una escritura entre la nostalgia y el asombro. De esta manera, se pueden leer sus reportes desde Nueva York en La Nación (1946-1960), tanto como si fueran diarios de viaje, apuntes y reflexiones poéticas, como también imágenes documentales y fotográficas, que el poeta va enfocando, según el énfasis con el que intenta retratar las diversas escenas de la vida cotidiana y de la cultura local de la isla de Manhattan y sus alrededores, sin abandonar nunca su condición de escritor ni de lector, ya que aparecen relatadas sus travesías literarias siguiendo la huella de E.A.Poe, Whitman y Longfellow, entre otros autores norteamericanos.
¿Cómo llegaste a editar este libro y qué criterios seguiste para la selección de los textos que allí están recopilados?
Primero me tocó escribir un capítulo sobre sus crónicas para un libro editado por Claudia Darrigrandi y Antonia Viu, Mariela Méndez y Marcela Aguilar, Escrituras a ras de suelo. Crónica latinoamericana del siglo XX (2014) y ahí empecé a sumergirme en la lectura de estas crónicas tomando la compilación Crónicas de Nueva York (RIL-DIBAM, 2002), editada por Pedro Pablo Zegers. Ahí, averiguando y preguntando, me dijeron que habían muchas más crónicas y columnas, y efectivamente con ayudantes empezamos a buscar, fotocopiar y transcribir. Pero pasó harto tiempo hasta que esto tomó forma, una vez que me contactó La Pollera ediciones y ahí ya comenzamos a armar el libro. Entonces, esta edición toma como base el trabajo de Zegers, el cual constituye un invaluable esfuerzo de archivo que recopila muchas de las crónicas de La Nación escritas por Rosamel del Valle entre los años 1947 y 1960 (con un silencio entre los años 1950 y 1954, y luego hasta 1960, año en que se publica una última crónica). En este volumen, se han recogido varias de estas crónicas, específicamente las escritas sobre y desde Nueva York, dándole prioridad a aquellas publicadas entre los años 1947 y 1950, de manera de captar la esencia de la novedad y el asombro (así como también la nostalgia) de los primeros años en la isla de Manhattan. A esta selección se han agregado otras crónicas inéditas, algunas de La Nación y otras publicadas en el periódico Crónica de Concepción, pertenecientes a la misma época. A este importante hallazgo se sumó el trabajo de edición y selección, el cual ha sido realizado en conjunto con los editores de La Pollera, Nicolás Leyton y Simón Ergas, con quienes hemos escogido las crónicas, que agrupamos temática y cronológicamente dentro de cada sección. Escogimos dejar fuera de esta edición otros escritos sobre su viaje Europa. Así, esta selección pretende no solo recobrar una parte de la obra del poeta del Valle, sino que reactualizar este cronista y la edición anterior del año 2002. Sobre esta edición cabe señalar que se han incorporado ciertas referencias temporales o de autores en notas al pie de página, de manera de poder situar históricamente a ciertos autores u obras allí nombradas, que hoy en día pueden resultar desconocidas para muchos, así como también lugares que ya no existen, usos del español, y también del inglés, que han caído en desuso, o datos que contribuyan a contextualizar las crónicas para el lector actual. Por último, cabe señalar que se corrigió la ortografía antigua, y se dejó con la marca “ilegible en el original”, aquello que fue imposible de descifrar en el impreso del periódico, debido a la antigüedad del papel o la sombra del microfilm.
¿Qué hay en la obra de Rosamel que te interese a ti como escritora?
Esta es una relación literaria que resuena con lo que Julio Ramos llama la “retórica del paseo” al hablar de la crónica latinoamericana (desde el modernismo en adelante). Esa hibridez propia del género siempre me ha llamado la atención (en Martí, Darío, Joaquín Edwards Bello, entre otros) y, en este caso particular, es esa presencia de la literatura, pero más bien del cronista como un lector que nos muestra su propio espacio literario en sus crónicas, lo que me fascina como lectora y escritora. De hecho, todo esto está muy presente, en primer lugar, en las crónicas y la literatura de Rosamel, sobre todo a partir de la figura de E.A. Poe, al que ha leído y citado desde poemarios como País blanco y negro (1929) o novelas como Eva y la fuga (escrita en 1930 aproximadamente y reeditada por La Pollera en 2017). Creo que cada crónica es un viaje poético en que el cronista imagina seguir los pasos del poeta, pero también vislumbra esa vida anterior, con imágenes y sonidos, sin olvidar el paso del tiempo por cada uno de esos barrios que acompañan el camino y el rumor de las lecturas que acompaña el paseo por el que sigue las huellas de aquellos que reconoce como antecesores literarios, en cierta forma. Quizás de mi parte haya una identificación con eso, reconocerse en esas peregrinaciones literarias, que incorporan también la creación propia y el lugar de la amistad como central. Me gusta esa idea del escritor-cronista que no deja nunca su oficio, el ser poeta, que en realidad ilumina todos los aspectos de su vida, me parece.