Recuerdo que en mi adolescencia Ruiz era un director del que se oía hablar y del que a veces se leía sin que fuera posible ver sus películas, que imaginábamos ávidamente como algo completamente fuera de serie a partir de las descripciones en críticas, conversaciones o entrevistas. Más adelante estrenaron Palomita blanca, filmada el 73 pero recuperada recién a inicios de los 90, probablemente la primera película suya que muchos de mi generación vieran, seguida por un par más que se estrenaron en Chile durante esa década. Fue, si no me equivoco, a inicios de la década del 2000 que se hizo una primera retrospectiva que contó con su presencia y que permitió ver una fracción más amplia de sus películas, además de escucharlo conversar, una experiencia sin lugar a dudas inolvidable. A partir de entonces sí ha sido posible conocer buena parte de su obra en proyecciones, DVDs, o en internet, aunque la enorme amplitud de su filmografía hace que siempre queden en ella, para el espectador no enciclopédico, amplias zonas ocupadas por películas imaginarias. El mismo Ruiz declara en una de las entrevistas de este libro, algo perversamente, que su película favorita de Caiozzi es una que no ha visto todavía, pero que le contaron. Creo que para muchos de nosotros nuestra película favorita de Ruiz seguirá siendo la que todavía no hemos visto, tal vez incluso alguna de las varias que están extraviadas, algo que probablemente no le habría disgustado a quien concebía sus imágenes como un punto de partida para imaginar planos posibles, no incluidos en el filme, imágenes virtuales infinitas contenidas en potencia en las imágenes que vemos.
El libro Ruiz. Entrevistas escogidas – filmografía comentada, editado por Bruno Cuneo (Santiago: UDP, 2013) es una herramienta inapreciable para quien quiera entregarse al juego de imaginar la obra de Ruiz, pero también para quien, conociéndola, quiera comprenderla mejor a partir de la impresionante capacidad de Ruiz de reflexionar a partir de ella (sus películas son siempre el punto de llegada de una compleja constelación de pensamientos, pero también el punto de partida de nuevas preguntas y problemas que se plasmarían en la próxima). Se trata de un libro construido con un procedimiento de corte y montaje que tiene no poco del que se utiliza para producir una película: en él se combinan tres grupos de entrevistas con un comentario del propio director de casi cada una de sus películas (sacado en muchos casos de otras entrevistas), seguidas por un breve apéndice con dos textos inéditos de Ruiz. Todos estos materiales, sumados a un lúcido prólogo del editor y traductor de muchos de los textos, componen un todo que es más que la suma de sus partes, pero funcionan además como un libro abierto, en diálogo estrecho con las imágenes de Ruiz, con su obra escrita publicada, y con su enorme obra oral, mucha de ella nunca registrada. Quienes tuvieron la suerte de escuchar hablar a Ruiz alguna vez reconocerán en estas páginas su prodigiosa capacidad de saltar de un tema a otro, de reírse de sí mismo y de su interlocutor, pero también de soltar de repente, entre broma y broma, verdades políticas, artísticas y personales de un peso que sólo se llega a apreciar con el tiempo. Para dar sólo un ejemplo, es notable cómo las entrevistas de la época en la que Ruiz comienza a volver frecuentemente a Chile, durante la transición, anticipan en su indignación con el país que encuentra (en el que, señala él, el himno no es ya “venceremos” sino “venderemos”) la actual crisis social que intenta poner freno al lucro y al abuso omnipresentes. Intuiciones como estas, de las que hay muchas en el libro, parecen darle la razón a Pound cuando postula que el artista es “la antena de la raza”, un órgano sensible capaz de captar y plasmar en palabras e imágenes las vibraciones sutiles que indican hacia dónde va una sociedad, una cultura.
La primera sección del volumen (“Por un cine de indagación”) incluye extractos de dos entrevistas previas al exilio que retratan bien las preocupaciones del primer Ruiz, interesado en un cine “que fuese capaz de captar y trasladar a la pantalla las sutilezas del comportamiento y el habla nacional, al tiempo que se desmarcaba con énfasis y lucidez de las propuestas estético-políticas del cine latinoamericano de la época.” (23) El segundo grupo de entrevistas (“Diálogos de exiliado”) corresponde a la carrera internacional de Ruiz, y se caracteriza por el rigor teórico de la “poética del cine” que ya por entonces comenzaba a articular de manera declarada, y que luego se publicaría en ese fascinantemente asistemático libro con el mismo título. La tercera sección (“El Chile permanente”) está compuesta por entrevistas dadas en Chile en los últimos 20 años, muchas de ellas sumamente malhumoradas (como señala Cuneo en su introducción, Ruiz nunca se reconcilió con el Chile de la postdictadura) pero también obsesionadas con articular las mismas cuestiones acerca de una chilenidad en gran medida imaginaria que abordan también muchas películas de Ruiz rodadas aquí en esa época. Es notable, en este retrato hablado y registrado en el papel, cómo las mismas obsesiones van combinándose de maneras diversas a lo largo de una vida en la que parecieran caber varias y que sin embargo es ineluctablemente una, una sola, que hace poco se acabó.
Una de esas obsesiones es con los fantasmas, con los muertos que regresan, con los vivos que están muertos, y leyendo estas conversaciones queda claro que Ruiz está muchísimo más vivo que muchos de nosotros, si estar vivo es interactuar con el mundo y transformarlo, contarlo y transfigurarlo. Me acuerdo una vez más de ese poema de Quevedo que ahora me parece una inquietante anticipación de lo que hace el cine: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos. // Si no siempre entendidos, siempre abiertos, / o enmiendan, o fecundan mis asuntos; / y en músicos callados contrapuntos / al sueño de la vida hablan despiertos.” Creo que las entrevistas de Ruiz recopiladas en este volumen son un contrapunto disonante, lúcido e imprescindible al Chile actual, al mundo actual que sus palabras no cesan de criticar y contemplar al mismo tiempo fascinada y ladinamente, con erudición prodigiosa que se niega a tomarse en serio y convertirse en solemnidad, con un humor persistente que se toma muy en serio la tarea de reírse, como se reía Ruiz incluso de su propia muerte en su última película.
La filmografía comentada que sigue, y que retrocede desde La noche de enfrente (2011) hasta La maleta (1963/2010) es para verse frente a la pantalla, alternando la lectura con películas de Ruiz sobre las que sus comentarios arrojan nueva luz o pasándose películas en la cabeza a partir de sus palabras, en el caso de las que aún no hemos conseguido ver o en el caso de las que hemos visto pero recordamos confusamente (dos experiencias especialmente pertinentes para el cine de Ruiz). Cierran el libro dos textos del propio Ruiz. En el segundo de ellos Ruiz, al recibir el premio nacional otorgado por primera vez a un cineasta, explica en qué consiste su oficio y cuál es su propósito: “Hacer cine quiere decir, señoras y señores, mirar el mundo a través de una máquina o monstruo medio mecano, medio cámara fotográfica, medio bicicleta; máquina solar, porque se agita al contacto con la luz; noctámbula, porque acuna entre penumbras.” (329) El cineasta es, explica Ruiz, un “fabricante de sueños mecánicos”, responsable de una oniromaquia que no es, sin embargo, “superflua ni vana” porque, como señala una antigua superstición lusitana, “cuando todos sueñan lo mismo al mismo tiempo, la cosa soñada acaece.” Y concluye: “En eso, mis amigos, consiste nuestro arte: en irse por las ramas, derecho a lo esencial.” (330) Es eso lo que hace este libro.