Cuando leí por primera vez Ramal, en enero del verano pasado, en la pantalla del computador, me estaba recuperando de una operación a la cadera. Confinado casi todo el día a las cuatro paredes de una habitación, de la que sólo podía salir apoyándome torpemente en las muletas, para hacerme un café o comer algo, me adentré en sus páginas salpicadas de imágenes en blanco y negro con la avidez de los convalecientes cuyos días carecen casi por completo de acontecimientos. Recuerdo que una de las cosas que me sucedió fue cierta frustración malhumorada con la temática del libro y con su manera de abordarla: lo único que quería en ese momento era algo que me sacara del Santiago caluroso, del horroroso Chile, del encierro de mi pieza y de mi cuerpo momentáneamente minusválido, y me encontré con un texto muy deliberadamente contenido entre horizontes espaciales reducidos (casi podría decirse, jugando, que un libro regionalista y barrial). Si Poste restante, en la amplitud del recorrido que sus páginas evocan, tiene algo de novela de aventuras, viaje exploratorio, odisea hecha de desencuentros y extravíos, y si Los perplejos nos propone un viaje algo más restringido en el espacio, compensado por la amplitud del viaje en el tiempo con el que reconstruye las andanzas del médico, rabino y teólogo judío Maimónides, Ramal, al restringirse a la exploración de una zona de la séptima región, parece situarse insidiosamente al amparo de la consigna que aparece al inicio de su quinta vuelta: “Pudiendo ver más, ve menos”.
La frase paradojal aparece al final de un episodio en que el protagonista de este relato, “el que viene de afuera”, elige alojar en la cabaña del hermano más acomodado de una familia en vez de en la de su hermana, más necesitada económicamente, porque en la cabaña del hermano se contempla el río no sólo desde el dormitorio, sino también desde la sala y el comedor. Sin embargo, se siente culpable, y, sabiendo que la hermana necesita más de su dinero, “no disfruta de la vista del río que se aprecia por igual desde el dormitorio y el comedor.” Esta coexistencia cómica de la avidez con la culpa, la compasión ejercida a destiempo y, en última instancia, la revelación de una plenitud posible pero ahora inaccesible, tiene mucho de Kafka y de Quino, pero sobre todo de Rismky. Creo que la crítica no ha resaltado suficiente el lado humorístico de los libros de Cynthia, lo mucho que tienen sus libros de caricatura y de crítica. Crítica y caricatura de sí misma, ciertamente, a primera vista, pero de manera más sutil, de cada uno de nosotros, sus lectores. De nuestras expectativas, de nuestras maneras de acercarnos a sus libros, de las convenciones y categorías con las que los abordamos, y que la autora se empeña en defraudar (y tal vez sea esta la dimensión más política de su escritura).
“Pudiendo ver más, ve menos.” La frase me queda dando vueltas. Como muchas de las frases de este libro, parece una frase sencilla, sin nada que esconder, del mismo modo que sus fotos cuidadosamente deslavadas, de bajo contraste, enfocadas tantas veces en espacios desprovistos de drama, de presencia humana (como señalaba Lorena) o incluso vacíos de objetos. Un callejón sin salida. Un tramo de tren que no lleva a ninguna estación terminal. Si uno pasa de largo, turista lector, sin mirarse, el espejo aparece vacío. Sólo si uno se detiene, el vidrio se licúa, se vuelve fluido, opaco como esa ventana de tren que se ve en la portada del libro, visible en sí mismo y no sólo película transparente tras la que refugiarse para contemplar el paisaje sin exponerse al frío o el calor.
En la última escena del libro, su protagonista, León Bórquez, se mira al espejo. Vale la pena citar el párrafo casi completo: “Saca del bolso las llaves. Desenlaza la cadena que anuda las manijas y asegura cuidadosamente la tranca contra las dos hojas de la puerta principal. Cierra la mampara, coge la llave que guarda en el paragüero con espejo y abre su taller. Deja sobre el escritorio las ideas para el proyecto que pretendía salvar al ramal. En la esquina del cuarto espera el madero con el que su abuelo, su padre y él abrieron y cerraron diariamente las celosías, permitiendo a la luz entrar y salir de la oscuridad. Desde el asiento de dos cuerpos donde dos generaciones se encogieron, León Bórquez contempla su reflejo.” En el borrador casi final que yo leí, la frase era “El que viene de afuera se sienta en la penumbra frente a su reflejo.” Sé que Cynthia corrige con minuciosidad obsesiva su escritura, y la indiscreción que me permito en este caso, asomándose a esa versión anterior, obedece también a la ley de su propia escritura, por capas, borrando, raspando, cubriendo, escondiendo. En esta versión final, el protagonista tiene un nombre. La penumbra de la escena original, convencionalmente poética, es reemplazada por la precisión prosaica de “el asiento de dos cuerpos donde dos generaciones se encogieron”, la representación de un hombre sentado frente a su propia imagen es desplazada por la vinculación de esa identidad individual con la de las generaciones previas, una preocupación constante de la narrativa de Rimsky (como Lorena también ha señalado), que en esta novela cobra un matiz nuevo con la aparición de las generaciones futuras, encarnadas en el hijo del protagonista.
Las generaciones, el nombre. “Habito un nombre con cuatro paredes”, se lee en el texto de Jabès que sirve de epígrafe a este libro. El carácter confinado del relato que aquejaba al lector ávido de tierras extranjeras que era yo en enero se revela entonces como muchísimo más radical y al mismo tiempo indestructible: “Podéis abatirme, pero ¿qué haréis con las piedras de vuestra morada derrumbadas a vuestros pies?” El nombre como cárcel, como casa, como piedra fundacional. Gran parte de este libro sucede entre cuatro paredes: el libro comienza y termina en el cuarto con ventanas a la calle de la casa del barrio Mapocho en que estuvo la consulta dental del padre y el abuelo del protagonista, cerca de Estación Central. Varias de las escenas de este libro se demoran en los gestos reiterados por generaciones sucesivas, contemplados con un detenimiento que los vuelve fascinantes, como el de tomar el madero con el que se abren las celosías, con el que podrían abrirse las “cuatro lucernas demasiado altas de alcanzar con la mano” que ni el padre ni el abuelo de León Bórquez han abierto, y que él tampoco toca. Hay algo en esta casa cerrada, que el hijo de León no aprecia, de cámara oscura, cuarto de revelado, o bien del interior de una cámara fotográfica, análoga, a la que penetra la luz bruscamente al abrirse el obturador.
Creo reconocer en una de las fotos a la autora, de espaldas, subiendo a un vagón. Hay mucho en este libro de autorretrato, pero de espaldas (Papelucho decía por ahí, “yo soy mucho más conocido de espaldas que de frente”). Siento que este es, en un cierto sentido, a la vez el menos novelesco de los textos de Rimsky y el más personal (siendo, sin embargo, el que más se acerca a la ficción y al ensayo documental). Es el primero de sus textos que conozco en que el narrador masculino en primera persona hace imposible identificarlo directamente con la autora, como hacía yo imprudente pero inevitablemente en sus volúmenes previos, como seguí haciendo por momentos en éste, sin querer, haciendo caso omiso de todo lo que les advierto siempre a mis estudiantes de literatura. Sin embargo, en muchos casos, como en sus otros libros, los pasajes más íntimos son precisamente los más impersonales, como el que querría citar para terminar. Leí hace un momento el pasaje final de este libro, pero el libro no concluye exactamente ahí, sino que se prolonga en unas notas, curiosísimas, en la última de las cuales, se lee una receta para hacer chicharrones de cerdo: “Se le quitan los interiores al cerdo, se pica el pulmón con tijera en trozos pequeños y se pone a cocer con agua y sal. En una sartén, donde previamente se ha calentado aceite y manteca en partes iguales, se fríe el bofe, el corazón, el riñón y el hígado con la sal, los ajos (asados y machacados), el laurel y el pimiento. Cuando está a medio hacer, se saca el pimiento, un poco de hígado y se machacan. Se le agrega vino tinto y se cocina a fuego lento.” Sospecho que estamos ante una confesión de los procedimientos literarios con los que Cynthia prepara sus libros, una serie de consejos invaluables para un joven escritor, una poética de la cocina de la que tendríamos muchísmo que aprender.