Pasajes de Fernando Pérez Villalón
Editorial Festina Lente, Santiago, 2007
Reviso antes de ponerme a escribir este texto, las notas que, al modo en que se transcriben por la mañana en forma entrecortada los rasgos de un sueño enigmático o impresionante, tomé hace tiempo, después de leer una antigua y prematura versión de Pasajes.
Ciudad, lengua, viaje, dormir, despertar: fases de una experiencia en dispersión, dicen, prescindiendo de toda línea introductoria, esos apuntes.
Una lengua extranjera vibrando en la propia y viceversa. Del mismo modo, la ciudad, otra y la misma a la vez… Ritos de pasaje entre distintos registros de la voz, mediados por las figuras vagas del sueño y los triviales actos de la vigilia. Ambiente orgánico de palabras como tejidos proliferantes, en permanente recambio y transformación…Encuentro momentáneo de esos tejidos, sincronía que emerge, organizándolos en una imagen y luego cesa, librándolos a otras figuras…
En su matinal vaguedad estos apuntes referidos al conjunto de poemas de Fernando que leí entonces (anotaciones que, como las de un sueño, se han vuelto con el tiempo tan inaprensibles como el sueño mismo) logran entrever fugazmente, me parece, ciertos rasgos del libro ahora publicado, al que yo, perpleja todavía, no logro aproximarme con palabras más exactas. Libro de pasajes en todas o casi todas las acepciones del término. Libro cuya poesía está pasando y en el que puede perderse el hilo de quien la dice, sujeto no sujeto, que puede haber pasado de pronto a ser otro o estar dormido o ser un extraño a sí mismo o no ser precisamente ninguno…Un libro que traza pasajes y pasadizos entre lenguas intraducibles, entre ciudades y casas recorridas de memoria, entre estados de vigilia y sueño que se trasfunden, volviéndose cada uno fantasma del otro.
Intentando frenar el abrupto ingreso a través de esas pretéritas anotaciones, me detengo ahora en un examen, no más exacto, pero tal vez más atento a los modos de ser y aparecer de estos pasajes. Desde una perspectiva visual o plástica, me hacen evocar aquellos de los que hablaba Adolfo Couve cuando daba lecciones teóricas sobre pintura. Pasos de luz y sombra, que rompen la serena forma realista, plena en la contención de sus bordes y la entregan al dominio cambiante del claroscuro. Pasajes entonces, que desarman un objeto, un lugar, dándolo a ver según los códigos de las horas, los estados y las iluminaciones. Desde una perspectiva atmosférica, estos pasajes son también los de una ciudad o los de un barrio; pequeñas rutas entrecruzadas en villas enormes, calles angostas, pasos vidriados y comerciales, senderos blancos que se van abriendo entre la multitud de palabras que conforman un libro o sombras que se angostan señalando los caminos secretos de una piel. Pasajes, por otro lado, de la literatura: fragmentos de un libro monumental que despierta en este, recobrado. Ya hablaré algo de eso. Todavía hay otros pasajes que merecerían tener lugar en esta superposición de evocaciones a propósito del libro de Fernando: los pedestres pasajes del viajero, los boletos de vuelo, por ejemplo, que en ningún caso le serían ajenos.
Todas imágenes de movimiento o transformación que se suceden como efectos de una palabra dúctil, flexible, tránsfuga, ensayada ya, según me parece, en un libro anterior del autor, al que éste devuelve, de algún modo, un eco. En voces, versos, movimientos, libro al que me refiero, publicado hace un poco más de dos años, tornasolaba ya esta palabra escurridiza que, como la verdad de la poesía, decía sobre ella Adriana Valdés, “está viva, no se deja agarrar, se escapa como un pez brilloso y vuelve a brillar en otra parte” (1). Escurridiza y aparentemente impropia, infamiliar, escapaba incluso a su hablante, agregaría yo, hojeando otra vez los movimientos de ese libro en el que tal hablante, ligeramente próximo al poeta baudeleriano de la multitud, tomaba la poesía para dar cuenta de su vacancia: me habitan otras voces extranjeras, decía se me entremezclan en la mía, insisten / en confundirme… (voces versos movimientos p.28)
Sones ajenos –las llamaba también- ecos que susurran
no hay salida, no hay salida,
su ronda insistente que me va encerrando
voces acezantes, imposible hacerse el
sordo, siguen, siguen
angustiosas, mustias, suplicantes danzan
en torno a mi cabeza, sortilegio
fascinante, infinidad de
disparates disfrazados
de sentenciosas verdades,
tropel de sílabas sueltas
que no me dejan en paz,
hasta que ya exasperado,
las encierro en un poema.(p.24)
En el libro que ahora leemos ya no hay, me parece, en contraste con aquel de donde salen estos versos, una identidad que aloje, que se abra a otras voces hasta ser acorralada por sus ecos o pueda, por el contrario, usar el poema para encerrarlas. La conciencia afecta a tales extrañezas ha desparecido o ha terminado por rendirse embriagadamente entremezclada en ellas. Diríase que Pasajes alcanza a registrar –como lo exponen estos versos- el momento de tal abandono:
DE PRONTO ya no estar, ser de repente
la propia ausencia, un hueco en que uno falta,
ser el espacio en blanco en que se escucha
el eco de mis pasos alejándose. (p.17)
Pasajes son ahora mediaciones entre voces y ecos que se replican unos a otros, atravesando y volviendo laberíntico, múltiple, discontinuo, el espacio en el que antes se replegaba todavía el yo de la identidad. Esos ecos introyectados se hacen oír en la oquedad de al menos dos figuras en las que quiero detenerme, para ir hollando la singularidad de este nuevo libro. Dos figuras a las que conducen sus pasajes y a las que llamaré tentativamente, la ciudad de la memoria y el momento del despertar.
***
Como clave de lo que fue hace siglos el imprescindible arte de la memoria, recomendaban los antiguos retóricos una eficiente técnica para recordar un discurso. Consistía en la apelación a la imagen de un lugar, un recinto, una casa, una ciudad, en cuyas distintos espacios conocidos debía ubicarse cada uno de los momentos, argumentos e incluso, si era necesario, cada una de las palabras del discurso por recordar. Así, al recorrer mentalmente esos espacios, irían apareciendo también los fragmentos del discurso asociados a ellos, en el orden previsto, hasta resultar la locución al final del camino, hilada a cabalidad. Un método que suponía la relación esencial entre imagen y palabra y la memoria artificial como un entrenamiento en los modos de transitar y moverse por los pasadizos naturales de lo que entonces se llamaba impúdicamente el “alma”.
Hay en Pasajes una disposición espacial que me lleva a pensar en este tipo de entrenamientos mnemotécnicos. Una suerte de espacio mental y material a la vez –la pieza, la cocina, una casa que se puebla de cosas, un segundo piso embaldosado, la escalera, la calle, el parque, los rincones de la ciudad- que los poemas visitan e intermitentemente recomponen. Sin embargo esa especialidad mental se encuentra aquí radicalmente transfigurada por un hablante que en lugar de restablecer por medio de ella algún discurso, siguiendo el consejo de la antigua oratoria, tiende más bien a desorientarse en sus dominios, registrando en el extravío su propio descalce, su no ser ya quien conoce el lugar al que retorna.
…la arquitectura de esa casa
es ardua, y me extravío,
y sus pasillos me llevan a patios iguales
a los que ya he recorrido… (p.12)
dice, o bien:
cosa rara, cosa
interesante, ¿no?, que algunos días
parezca que el lugar que corresponde
a cada cosa con respecto a ayer
se hubiera desplazado, que tu cuerpo
no fuera ya de tu alma la casa
sino un hotel, o extraña, ajena casa
de un conocido de antaño. (p.38)
Y sobre la calle
no sé
si la ciudad en que intento orientarme es alguna
de aquellas en las que he vivido antes,
o ésta en que ahora es de noche… (p.12)
No solo casas distintas sino que dos ciudades o varias se superponen, confundiéndose sin conducir a quien las recorre a algún enunciado precedente y concluso, al locus del discurso, sino a un sitio de la experiencia que se compone de nuevo como por primera vez. Ciudades son imágenes decía, en un poemario de paso, también anómalamente memorioso, el poeta Enrique Lihn. Ciudades son lo mismo que perderse en la calle de siempre, en esa parte del mundo, nunca en otra.
Ciudades –dicen en cambio los versos de Pasajes-
son sombras, son voces
que invaden tu vientre,
son olas que contra tu playa revientan,
arenas que inventan un nuevo paisaje en tu piel,
son papel en que escriben tus pasos. (p.13)
Se citan en este poema, me parece, se sobreponen, se iluminan mutuamente las distintas dimensiones de ese lugar de la memoria en que los versos de Pasajes se descolocan: la ciudad, el libro, y el cuerpo próximo y amado. Cuerpo de un tú entrañable y al mismo tiempo extraño designado aquí, en un poema que cita magníficos versos eróticos de Donne, como un territorio singularmente espacioso: el país de tu piel. En las distintas formas de esta especialidad mental que dispara hacia la ficción las fórmulas mnemotécnicas, el poeta de Pasajes se mueve sin ruta,
como quien explora
un territorio nuevo, un continente
desconocido, sin nombres, poblado
por hablas salvajes, paisaje
desmesurado, en desorden,
sin mapas. (p.19)
Su habla se expone en el sentido riesgoso de la palabra: lo integra a una lengua extraña que lo somete a una falta de tacto constante, lo vuelve un actor vulnerable, que –como en un sueño pesadillesco o tragicómico- olvida sus líneas en la escena clave (p.25).
La relación de olvido y sueño, sintetizada poéticamente en la figura del despertar, es otra de las que quisiera explorar, como he advertido, a propósito de este libro. Proust es su escena originaria y a ella se desplazan los versos de Pasajes a través de un par de citas más o menos extensas:
“UN HOMBRE que duerme tiene en torno a sí
el hilo de las horas, de los días,
el orden de los años y los mundos – comienza una de ellas.
Consulta, al despertarse, por instinto,
su círculo, y lee en un segundo
el punto de la tierra en que se encuentra,
el tiempo que ha pasado hasta que abriera
los ojos…” (p.43)
Distintos pasajes de los que están en el libro de Fernando transitan a lo largo de ese segundo, que Proust describe minuciosamente como un paseo por las edades y los lugares, por los minúsculos detalles de las habitaciones y objetos que rodearon aquí y allá nuestro dormir y que uno a uno se van descartando, para llegar por fin al sitio, tan ausente, al principio, y tan realizado ahora, en el que se despierta. Muchos de sus poemas son ese segundo en que la conciencia no maneja las imágenes del pasado, dominio abierto a la memoria involuntaria en el que pensaba probablemente también Benjamin cuando -en su propia Obra de los pasajes y mirando hacia la historia- escribía: “Hay un saber aun no consciente de lo sido cuya promoción tiene la estructura del despertar”.
ABRES los ojos –…Este es el primer verso del libro de Fernando,
La pieza está oscura. Los ruidos
lejanos (motores, bocinas, y voces) te dicen
que la ciudad nunca duerme del todo, aún antes
de que recuerdes cuál es la ciudad
en la que yaces acostado, intentas
organizar nuevamente el espacio
en torno a ti, recuperar el cuerpo
que antes del sueño sabía moverse
por esta pieza que ahora desconoce. (p.7)
El despertar como momento de recuperación y pérdida –en el sentido del hallarse perdido en el estado de recuperación; en el sentido de la interrupción e irrupción de la extrañeza total en la fantasiosa continuidad del yo- es, a mi modo de ver, uno de los efectos poéticos más intensos y bellos de este libro. El dormir por otra parte, sus figuras trazadas, cito, “en líneas tan puras / que el sueño recibe la sangre del mundo mortal” (30), tiene una intensidad igualmente decisiva como tamiz de esa voz que va dejándose atrás, que va cambiando de piel, que va mudando como un cuerpo, borrándose como una lengua dejada en otro país, en otros libros, en cada uno de estos poemas. Pasado y sueño se unen entonces en esa figura borrosa, que se compone y transfigura en el momento decisivo del despertar.
Destaco, para ir terminando, la naturaleza completamente encarnada, vívida, de los rasgos de esta poesía que he intentado abordar y de otros tanto o más notables que seguro se me pasan. Sabemos que no sólo en poesía, sino en textos de diverso género hay escrituras que no producen ni un poco el efecto de lo que declaran. Otras, más elaboradas, hacen lo que dicen e invitan a leerlas en varios niveles. Esta poesía de Fernando Pérez va más allá de eso: no declara nada y no es otra cosa que su propio efecto, diáfano como un sonido secreto. No hay en ella afirmaciones o sentenciosas verdades, ni impugnaciones ni explicaciones de nada. Su efecto es este estar de paso, esta fuga persistente en el que emerge para el lector un yo, como decía antes, laberíntico, un yo acertijo, sobre el cual no se puede poner un dedo encima, porque apenas se cree haberlo hecho ya se encuentra en otra parte. Un ritmo que, sin anclaje, no puede declararse sino por los modos variables de su acontecer.
Tengo la impresión de que esto que voy a decir para terminar de terminar, no le va ni la viene al fabricante humano de Pasajes, al autor de carne y hueso que ha vivido gran parte de sus años recientes en Estados Unidos y que ahora mismo está de paso aquí, pero no puedo dejar de apuntar en mi registro ambiental -de ese ambiente que es el país en que se da a la circulación este libro y su ubicación histórica y mental dentro del planisferio- cómo la poesía que hay en él parece avanzar en la elaboración de una salida extraordinaria y olímpica, en el mejor sentido de la palabra, de aquel estado de ánimo que un crítico de arte latinoamericano llamó hace unos años, nuestra “neurosis de identidad”, deseo interminablemente frustrado de tener un centro indeleble en el que pueda cultivarse y estabilizarse una definición de los que somos. Nada de esta enfermedad queda, según creo, en este libro de despertares, pasadizos y transformaciones.
Les pido un segundo más para salir de Pasajes por su último poema. Si los demás producen el vértigo de ir avanzando cada vez, con movimientos de golondrina, hacia la dimensión más singular e irrepetible de la experiencia, dimensión que tiene la forma del extrañamiento; éste sin embargo, parece hacerse cargo de eso que queda, más allá de toda apertura, transitoriamente negado a la experiencia o prometido a ella en algún futuro o tal vez clausurado a perpetuidad. Es una imagen que contrasta la luminosidad matinal de este libro con una sutil y vespertina oscuridad. Lo leo:
ZONAS de silencio, calles
por las que nunca pasa nadie, espacios
cerrados, tras cada pedazo
del libro donde no hay escrito nada,
murallas cubiertas de cal, se te esconden
no sabes si casas o cárceles, patios, jardines
en los que murmura una fuente o
se juega un partido de fútbol, asilo de ancianos
o iglesia, colegio o cocina, retén o
rosario, respira algo adentro. No hay puertas, persianas
entreabiertas ni cortinas que alce el viento. Por eso el
zumbido que insiste, vibrando
en tus oídos si cierras el libro. (p.45)
(1) A. Valdés, “voces versos movimientos”, Vértebra #10: 169-172.