Debo agradecer a Sebastián el que haya pensado en mí, un lector ocasional y desatento de poesía, como alguien adecuado para acompañar el nacimiento de su libro. No voy a juzgarlo ni menos analizarlo, no estoy capacitado para ello, pero quizá eso es lo mejor de este libro, porque su lectura no reclama respuestas ni desafíos. Se ofrece, y yo quisiera hacer lo mismo, como quieta y gratuita compañía.
Parto hablando, entonces, de la sorpresa que me produce la voz que se oye en estos poemas, la voz de un observador silencioso y asombrado de algo que, debo admitir, no soy capaz de reconocer. Quiero decir: mi experiencia cotidiana del tiempo y del espacio es la del diseño, una sucesión de bloques en el horario o un mapa extendido en el suelo de la ciudad que me satisfacen justamente porque los comprendo y al comprenderlos siento que me contienen. Palabras de otra estación, el libro de Sebastián, es todo lo contrario. Es un bosque mínimo y lleno de árboles, de ríos, de flores, de viento. Es un libro atento al pasar de las estaciones del año, dispuesto a descubrir en eso que llamamos la naturaleza una sabiduría que nosotros, mujeres y hombres modernos, hemos delegado en la razón.
Déjenme darles un ejemplo: “La hoja arrancada por el otoño”, así leemos, “es el sueño roto del árbol” (21). Estos dos leves versos sugieren en el árbol la fuente de un saber recóndito y desconocido, aunque ciertamente no es el árbol el que sueña: sutil engañador, el texto nos interpela a nosotros como árboles. Somos nosotros los que en esta dicción absoluta debemos adivinarnos árboles y adivinar entonces nuestro sueño que cae en esa hoja. Y yo respondo, sorprendido: no es este mi árbol ni es este mi sueño. No estoy ahí, no puedo reconocerme.
“Promesa” es un poema que tal vez expone mejor el problema del que hablo:
Aunque no tenga nada
que decir,
te prometo que un día
nos sentaremos juntos
a ver el aleteo dorado
de las hojas del álamo
que se agitan despidiendo
la primavera (23)
Resumo aquí los elementos que uno encuentra por todas partes en Palabras de otra estación. El árbol, las hojas, el viento, la aguda conciencia del paso del año, todo eso dispuesto en un tiempo que no resiste ningún diseño sino que se reclama el tiempo eterno de la aparición: “un día”, se nos dice, un día que no es el de hoy.
Me tienta caer en la trampa que nos tiende el libro, es decir, reconocer una especie de verdad que nos esconde la naturaleza y quizá hacer el elogio de la mirada de este poeta que nos la descubre. Pero ya lo dije, no puedo hacerlo. Estos versos son los del presente, no los del pasado; son los de la ciudad, los de esta ciudad, y aquí casi no hay viento y no conocemos el nombre de los árboles porque casi no hay árboles. Es ese circuito el que me interesa, el que va del álamo a esta sala, el que pone en medio de nuestro tiempo y nuestro espacio tan completamente diseñados el tiempo y el espacio infinitos de la intuición.
No caigo en la trampa, entonces, y me atrevo a decir que esa sabia naturaleza no existe, que ese momento de radical iluminación no llega nunca. El propio texto lo sospecha, creo, o al menos así me lo parece a mí:
Hoy no tenemos nada que decir,
sólo podemos caminar en silencio;
soñar con un secreto lenguaje
cuyas palabras provienen de un lugar
verdaderamente inalcanzable. (“La palabra es el viento” 11)
Propongo escuchar este poema siguiendo la huella de sus negaciones, y propongo por lo mismo terminar de perdernos en él: no hay nada que decir, solo existe el silencio, un lenguaje secreto que nos lleva a ninguna parte, al lugar inalcanzable de donde proviene la naturaleza imaginaria que trato de describir.
Cuando recitaban esa batalla concentrada e interminable que es la Ilíada, los poetas que conocemos con el nombre de Homero solían intercalar unos versos completamente extemporáneos en los momentos más álgidos del combate. Son versos que, para referirse a un ejército listo para la guerra, recurren a las innumerables estrellas del cielo que uno solo puede ver en la tranquilidad del hogar; que hablan de un cadáver querido aludiendo al proceso sencillo que, durante la paz, los griegos hacían para curtir un cuero. Extraños espacios de quietud incrustados en la mitad de un temporal, momentos de consuelo en medio de la aflicción.
Las Palabras de otra estación de Sebastián Torres, me parece, funcionan de la misma manera. Son versos que ofrecen un reparo que sabemos inexistente, paisajes de quietud imaginada en medio de la tempestad. No niegan la batalla, claro, pero tampoco se rinden al puro movimiento destructor. Y eso es algo que, al menos yo, agradezco de todo corazón. Porque si alargamos el ejemplo griego, resulta que no somos nosotros los tranquilos espectadores del rapsoda. Somos más bien como Héctor, domador de caballos, o mejor, somos como cualquiera de los innumerables soldados que el poema se niega a identificar y que murieron de cara al cielo sin tener el consuelo de ver por última vez el árbol, el río y las hojas que este libro nos ofrece de modo tan engañoso pero a la vez tan sencilla y generosamente.
N. del E. Este texto fue leído por el autor en la presentación del libro «Palabras de otra estación», el viernes 10 de diciembre del 2010.