Agradezco sinceramente a la Universidad Alberto Hurtado, a Alejandra Stevenson, al presidente de la Fundación Manuel Rojas, Jorge Guerra, y a Ignacio Álvarez, la oportunidad que me dan al comentar este libro llamado sencillamente Cuentos.
Al leerlos una vez más mi padre ha ocupado mi memoria y mis afectos. Lo recuerdo; era inmensamente alto, más bien delgado, de constitución ectomorfa, como clasifica la psiquiatría a ese tipo de persona (aprovecho de decir que no soy exactamente psiquiatra como dice la invitación, y que la especialidad que ejerzo después del Golpe de Estado de 1973 aún no tiene nombre). Nos dijo que solo una vez en su vida engordó, pues al no tener qué comer se alimentó exclusivamente de pan y dulces baratos. De grandes manos, más de obrero que de intelectual. De mirada apacible, inquisitiva, con una pregunta permanente. Observaba todo con atención. Para mirar el cielo, intentó hacerse un telescopio. Pasaba horas mirando el mar, la cordillera, la nieve; conocía el nombre de casi todos los árboles y por años buscó en la cordillera y las playas una flor, con su amigo José Santos González Vera.
Cuando llegó a Chile a los 16 años, uno de los que habitaba el barrio en que vivió -seguramente un peluquero anarquista, o más bien Gómez Rojas- escribió: «Era un muchacho de mirada profunda, más bien silencioso, caminaba despacio y filosofaba suavemente con delicadeza y honda penetración sobre la bella inutilidad de vivir».
He leído los cuentos con mucha atención, algunos más de una vez y al hacerlo me parece escuchar a mi padre cuando decía: «hablo de mis cuentos». Al leerlos puedo dejar de recordar a mi hermano Patricio, ya muerto, y a mi hermana María Eugenia, enferma; nosotros tres fuimos los testigos más próximos de su modo de ser y crear.
Después de la muerte de mi madre en 1936, cuando yo tenía un poco más de cuatro años, como lo he relatado en otras oportunidades, mi padre transformó a sus tres hijos, en sus oyentes, amigos, y más tarde, también en sus confidentes. Nada de lo que hacía, decía o escribía era ignorado por nosotros, de lo que no estoy segura es si nosotros siempre entendíamos lo que nos decía o leía en las tardes, cuando volvía de su trabajo.
Curiosamente permanecíamos callados y tranquilos mientras nos leía, no solo El libro de las tierras vírgenes, que nos atraía, sino también Dostoievski, Faulkner, Tolstoi, Máximo Gorki y muchos otros grandes escritores. Lo escuchábamos en silencio, tal vez era el metal de su voz con un dejo algo argentino, el que nos fascinaba, pues el contenido de esos libros estaba lejos de nuestra comprensión. Él no podía dejar de leer, aprender, meditar y asimilar; tampoco podía dejarnos solos o abandonados, nos transformó en sus auditores, sin dejar de responder nuestras ingenuas preguntas.
Al mirar el índice del libro que presentamos, es evidente que los cinco cuentos de Hombres del Sur, del año 1926, los nueve cuentos agrupados en El delincuente, de 1929, así como los nueve de Travesía, de 1934, fueron escritos cuando nosotros no habíamos nacido o teníamos pocos años. Llegamos a conocer algunos de ellos, más tarde, pues los comentaba y nos indicaba su origen; muchas historias eran de la familia de mi madre, o de mi abuela Dorotea, personaje fundamental de la creación de su vida, de la inquietud del saber y conocer; no la conocimos, era alta, como él, no solo de tamaño también del afán de vivir y sentir, aunque fuera pobremente.
Luego de Travesía viene un largo silencio. Después de la muerte de mi madre solo escribía artículos para periódicos o revistas, necesitaba ganarse la vida; es a partir de 1951 hasta 1961, cuando escribe sus últimos cuentos, que están en este libro: «Una carabina y una cotorra», «Pancho Rojas», «Mares libres», «Oro en el sur» y «Zapatos subdesarrollados»; de ellos somos parte, sobre todo de «Pancho Rojas», en el que fuimos actores, como lo muestra la película que Pablo Vidal hizo sobre el cuento y donde una hermosa niñita de ochos años, me representa y se ve una vez más la comunicación que mi padre tenía incluso con las aves, las plantas, los árboles y la tierra. Era un lenguaje sin palabras, sólo pensamientos, ideas y emociones cargadas de afecto hacia los seres de este mundo.
También fui testigo y en algún modo artífice de «Zapatos subdesarrollados». Siendo estudiante de medicina o ya médico, las historias de hospital, los enfermos como un todo, sus dolores, miserias, sufrimientos, vestimentas, lenguaje y demandas eran averiguadas por Manuel una y otra vez; pasábamos horas hablando. Su afán de saber no tenía límites.
Por esa época reflexionaba: «había evolucionado en mi estilo»; se preguntaba «¿de dónde había sacado esa manera de escribir? ¿dónde había aprendido?». Añadía: «me di cuenta que tenía tendencia a examinar las cosas, los seres y los hechos de una manera diferente a como lo hacía antes». Agrega: «antes simplemente los presentaba, los describía sin examinarlos, sin sacarles todo valor que tenían, de hacer sentir a través de la narración, la reflexión, el diálogo, el espacio y el tiempo casi ilimitado».
Si uno analiza el contenido de sus cuentos, se puede observar que la maldad humana no es lo que predomina. Todos, aún los más miserables, son descritos con amor. En uno de sus últimos cuentos, «Mares Libres», sin embargo aparece la maldad, no de un hombre sino de un pájaro.
Cuántas veces caminamos con él junto al mar desde Cáhuil hasta Punta de Lobos, desde El Quisco a pie hasta Valparaíso, durmiendo bajo las estrellas, cuyos nombres conocía en detalle, así como también llegó a conocer el nombre y la figura de casi todos los pájaros habitantes del mar o las lagunas.
En el cuento «Mares libres» los nombra y los describe, también los personaliza y los hace hablar entre ellos; el cuento comienza así: «La Skúa entre pardo y ocre sucio la color, vivísimo el ojo, ancha de pecho, pico de matarife, vuela y revuela sobre la bahía. Desde donde vuela y revuela todo lo vigila y todo lo ve; ningún movimiento se le escapa, distingue a los peces bajo el agua».
Es en este cuento, en que usando a los pájaros como personajes, no a los hombres, muestra todo el conflicto humano existente desde siempre: de tener o no tener, de ganar limpiamente la vida o robar, entre ser sometido o ser libre; ser libre o prisionero; buscar siempre la igualdad y la belleza.
En el cuento «Oro en el Sur», como familia estamos juntos nuevamente, pues esa región, ese Río Maule, esa historia de la existencia o no de oro en Patú la hemos vivido, pues habitamos esas tierras. La seguimos viviendo con la familia de mi compañero, el Doctor Patricio Guijón, con él y los míos a menudo pensamos – como lo creyó mi padre – que encontraremos oro y si no es en monedas, será en afecto, será en seguir caminando juntos por el mar, por los cerros, acompañados siempre por Manuel.
Martes, 17 de mayo de 2016
Universidad Alberto Hurtado
Elba Rojas Camus
6 agosto, 2016 @ 1:06
Excelente el comentario de la obra (Cuentos) de Manuel Rojas, por su hija Paz. Es mi escritor favorito desde 1957, año en que leí sus cuentos y novelas editados hasta entonces: en recuerdo de él publiqué un sencillo comentario literario acerca de la novela Hijo de Ladrón.
El actual comentario de su hija me ha traido al recuerdo la narrativa de este gran autor en los orígenes de nuestra novela moderna y en los cuentos que me fascinaron igual que las novelas, Hijo de Ladrón y Lanchas en la Bahía, que influyeron en mí: Laguna, El hombre de la rosa y algunos de la tradición (no menciono El Vaso de Leche por ser el más valiosamente considerado y reconocido en los programas educacionales)
Me atreví a comentar, en honor a Paricio Rojas, amigo, conocido en el Círculo de Escritores V Región. De su parte supe de la gran admiración por su padre y cariño a sus hermanas. El comentario de su hermana Paz me ha informado que Patricio, hijo de Manuel Rojas, se nos anticipó en el viaje final. Condolencias al tiempo de felicitaciones por este comemtario literario, claro, preciso y emotivo. Buscaré el ibro.