Final de finales
El primer epígrafe de esta novela es una reflexión de Ricardo Piglia sobre el paradojal carácter de los finales. Pérdidas, cortes, marcas en un territorio que esconden y escinden la experiencia, los finales son, al mismo tiempo, prueba de que todo continúa. Esto que suele pasar en la vida pasa también en este libro: una bandada de estorninos, la involuntaria e inútil predicción de unas serpientes del terremoto de Haicheng, los encuentros en el metro, las olas, y la proximidad de una tormenta migran de un extremo del libro a otro, de un continente a otro. Así, la distancia entre el comienzo y el final es, como sostiene uno de los protagonistas del libro, un puente.
Pienso en el cuerpo-puente del uróboros o uroboros, la serpiente que engulle su propia cola transformándose en un círculo. Así, simboliza tanto el ciclo eterno de las cosas como la futilidad de todo esfuerzo que busque evitar la acción de esta ley. Y pienso también en las olas: nunca terminan de pronunciarse, no conocen final alguno ni son las mismas (107) porque, como se explica en la novela, las partículas de agua que las producen nunca retornan al mismo lugar del que partieron sino que vuelven a otro, ligeramente distinto y completamente desconocido (17).
Maxime y Aurelian
Maxime y Aurelian se conocieron en el metro de un París sin aguacero pero con un frío de esos que cala hasta los huesos. Al inicio de la novela Maxime cuenta de un golpe, en un largo párrafo que se extiende por casi cuatro páginas, este primer encuentro fuera de todo cálculo o pronóstico. Maxime va recordando, describiendo imágenes, golpes de vista que permiten zambullirse sin preámbulo alguno en una de las dos madejas que se usaron para tejer esta novela. Hasta aquí, desconocemos incluso que Maxime se llama Maxime, porque Maxime escribe en primera persona y no es futbolista para sus cosas.
El otro ovillo, el de Juan, un becario chileno que vive en Nueva York, empieza a girar justo después del relato casi sin pausas de Maxime y revela, entre otras cosas, los nombres de los protagonistas del encuentro en el metro de París. En otro de sus giros, este ovillo cuenta que el azar guía a Juan al cuaderno de tapa negra, de cincuenta páginas empastadas a mano, en el que Maxime y Aurelian registraron el viaje que hicieron a Valparaíso para el cambio de milenio.
Las letras de Maxime y Aurelian, opina Juan, son semejantes, tanto que a primera vista podría parecer que la bitácora de viaje fue escrita por una sola persona. Con el paso de las páginas empiezan a notarse diferencias tanto en la caligrafía como en el modo de percibir y escribir. Contrastes patentes, sin embargo, desde un primer minuto en el actuar, pensar y sobre todo en el decir de Maxime y Aurelien. Paseando por Valparaíso, por ejemplo, uno quiere saber hacia dónde van, mientras el otro levanta los hombros. Esta exposición coreográfica de las diferencias entre Maxime y Aurelian me trajo el vago recuerdo de las Historias de Cronopios y de Famas de Julio Cortázar que leí cuando estudiaba literatura en Campus Oriente y, particularmente, el ensayo «Él y yo» de Natalia Ginzburg, que conocí hace poco, en una antología de ensayos que compré más que nada porque estaba de oferta y conocía a varios de los autores antologados. Allí, la Ginzburg despliega sin mucho pudor la suerte de discordia concors que rige la vida de la gran mayoría de parejas que conozco:
Él siempre siente calor. Yo siempre siento frío. […] Él tiene un excelente sentido de la orientación. Yo no tengo ninguno. Después de un día en una ciudad extranjera él logra moverse en ella tan irreflexivamente como una mariposa. Yo me pierdo en mi propia ciudad. […] Él ama el teatro, la pintura, la música, especialmente la música. Yo no entiendo nada de música, la pintura no me dice mucho y me aburro en el teatro. Yo amo y entiendo una sola cosa en el mundo y esa es la poesía. (Lopate 423)
Monedas al aire
ARIES:
Hay algo insinuado en su mente, pero el universo podría tener otros planes. (100)
Imagino a Juan abriendo la puerta y entrando a la casa de su soledad, el pequeño departamento de una pieza con dos ventanas que arrienda con la beca estatal en el Williamsburg. En un rato más, comerá wantanes y arrollados de primavera mientras ve películas de los noventas en Netflix. Luego o al mismo tiempo, desde su teléfono revisará, como cada día, el pronóstico del tiempo y el horóscopo para Aries. Imagino ahora un plano divido en dos. El lado izquierdo lo ocupa esta escena y el derecho, la que transcurre en un cuarto de Iowa City en el que alguien toma a sorbos su plato de sopa Campbell frente a un televisor apagado mientras siente que es «el aviso comercial de mí mismo / que anuncia nada a nadie», como reza el conocido poema de Oscar Hahn.
Pero Juan no ha viajado a Nueva York sólo para comer wantanes, tomar sopas Campbell y ver Netflix. Todo eso lo podría hacer en suelo patrio. Está allí porque ha ganado una beca de escritura en una prestigiosa universidad estadounidense y debe, por tanto, participar en talleres en los que lee y comenta textos de escritores famosos como Villoro o Bolaño y también de compañeros que quizá algún día serán tan famosos como Villoro o Bolaño.
Pese a su verdadera pasión por los pronósticos del tiempo, a Juan no deja de asombrarle que exista una ciencia dedicada a predecir los fenómenos climáticos (105) capaz, por ejemplo, de asegurar vía AccuWeather que la probabilidad de que caiga nieve en Nueva York dentro de las próximas veinticuatro horas es de un 98% (73) y que todo parece indicar que se tratará de la peor tormenta de nieve de la historia (99). En realidad, lo que verdaderamente lo sorprende es que muchas veces esos anuncios se diluyen hasta desaparecer en el olvido. Así, que el clima se desentienda del presagio que hacen de él los meteorólogos le resulta, a la vez, decepcionante y tranquilizador (20) como decepcionante y tranquilizador es que no se cumpla a la pata de la letra el pronóstico matutino de Pedrito Engel para el signo cáncer, por ejemplo.
Maxime también escribe, constante, compulsivamente. Ambos, Juan y Maxime, cuentan sobre proyectos de novela que finalmente no resultaron como esperaban. En el largo párrafo inaugural de Las olas son las mismas Maxime escribe:
Iba a escribir una novela sobre la velocidad, pero una obstinada bandada de estorninos escapando del invierno me distrajo o se convirtió en la novela y ya no hubo más que esa migración.(13)
Iba a escribir sobre lo simultáneo, sobre las cosas dobles como los puentes o la orilla. Sobre lo que empieza y termina al mismo tiempo […] Mierda. Iba es escribir una novela sobre la semejanza, pero luego comprendí que cuando se genera una ola las partículas de agua no retornan nunca al mismo punto donde estaban sino que vuelven a otro, ligeramente distinto. Completamente desconocido.(17)
En las páginas finales Juan declara, casi de manera idéntica a Maxime:
«Yo iba a escribir una novela sobre los pronósticos».(100)
Y poco después, cuenta que:
«Iba a escribir una novela sobre el desplazamiento».(102)
En Umbral, la monumental obra de Juan Emar, se definen, al menos, dos tipos de escritores: Cicerón Haití y, como no, el mismísimo, Juan Emar, hombre orquesta de Umbral:
Cicerón Haití declara a viva voz y con gran orgullo ser «el arquitecto» de sus libros ya que antes de empezar a escribir ya todo está en su mente. Emar lo escucha y escribe:
Pensé en mí lanzándome a las tinieblas. Pensé que voy «a lo que venga». En realidad voy en busca de lo que ha de venir. Es una incógnita la que hay frente a mí y tras ella marcho. (…)
¡Sésamo ábrete!
Es mi frase. Rara vez logro que se abra. Porque yo no explico, yo no soy el poseedor de una clave mágica. Presento problemas, presento inquietudes. Creo que tal es el papel del escritor.
No es el de contar lo sucedido.
Su papel está en la nebulosa del porvenir.(1426)
Creo que para Maxime y Juan, entonces, esos boicots del azar a sus proyectos de novela también podrían ser decepcionantes y tranquilizadores a la vez, tal como lo es un pronóstico desacertado del clima o un vaticinio inexacto para cáncer hoy (que es mi cumpleaños). Me inclino a pronosticar que puestos a elegir, ambos seguramente optarían por unirse a las filas de los escritores que a diferencia de Cicerón Haití prefieren lanzarse a la nebulosa astral del porvenir.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo caerá una moneda tirada al aire. Me atrevería a decir que hay un 98% de posibilidades de que nunca nadie lo sepa con plena certeza ya que ninguna predicción conoce verdaderamente a la fuerza que mueve al azar. (104) Y esto es, extrañamente, tan tranquilizador como lo que Juan ha leído sobre lo que vemos en el cielo. Las estrellas, las galaxias, explica Juan, no son más que la punta del iceberg. El 90% del universo es materia oscura. Lo mejor de todo, lo más tranquilizador, es que no sabemos qué es la materia oscura ni que sentido tiene su existencia. Recuerdo ahora que la aberración de la luz es un fenómeno astronómico que provoca que debido a la combinación de la velocidad de la luz con la de los movimientos de la Tierra las estrellas se desvíen en apariencia de su posición natural o real.
Juan José me pidió que presentara su primera novela al día siguiente de conocernos en una reunión de «La oficina de la nada», un grupo de estudios sobre poéticas negativas. Yo comenté que tenía ganas de investigar la relación entre las representaciones de la terra incógnita de los mapas renacentistas con la materia oscura. Quizás ambos sean buenos lugares para encontrarse.
Bibliografía:
Richards, Juan José. Las olas son las mismas. Santiago: Los libros de la mujer rota, 2016.
Emar, Juan. Umbral. Santiago: Direccio?n de Bibliotecas, Archivos y Museos, 1996.
Lopate, Phillip. The Art of the Personal Essays. New York: Anchor Books, 1995.
[N. del E.] Esta presentación fue leída el lunes 18 de julio en la Galería Die Ecke.