En el capítulo 8 de Acqua alta (Emecé editores: Santiago, 2009) un cantinero le dice a Pablo (que es la mayor parte del tiempo el protagonista de la novela, a veces su narrador, quizá también su autor) las siguientes palabras, de una sabiduría inequívocamente shakesperiana: “si no está enamorado debería felicitarse, porque cuando uno se enamora sufre y desearía no estarlo, en tanto que si lo está hay razones para celebrar, puesto que con el amor se extingue el sufrimiento y uno solo puede arrepentirse de no haberlo estado antes” (97). Decir que quien habla es el cantinero es, en realidad, una simplificación excesiva. De alguna forma esta voz pertenece al propio Shakespeare, es cierto que suplantado arteramente, pero así y todo un Shakespeare audible todavía a través del tiempo, de la traducción y la repetición. También pertenece a Pablo, cualquiera sea la ubicación que uno le quiera dar en relación con el libro –arriba, abajo, detrás o delante de él–, un Pablo que es en verdad el órgano a través del cual Shakespeare y un eventual cantinero pueden, juntos, desplegar sus paradojas. O bien podemos pensarlo de otro modo: que Shakespeare y el cantinero son el órgano y el instrumento a través del cual un cierto Pablo intenta hablar sobre el amor. E incluso de una forma más: que el libro, el amor y los amantes que conoceremos como Pablo y Chiara son el instrumento a través del cual Shakespeare resucita y vuelve a sus andadas, que eso de lo que este libro habla es el amor no a una mujer sino a Shakespeare, a sus palabras y a sus paradojas.
De esto se trata Acqua alta, aunque para poner un poco de orden tal vez conviene aclarar que la novela es, al mismo tiempo, un juego y una experiencia. Podemos, es cierto, dejarnos seducir por su prosa precisa y por el tácito desafío que impone a nuestra vanidad –dime cuál es el autor detrás del cual me estoy escondiendo ahora, adivina, si es que lo sabes–, y reconoceremos a cada paso la trampa que algunos capítulos esconden: trampa Shakespeare, trampa Borges, trampa Bolaño, trampa Bernhard. Reconozco que una porción del placer de la novela está allí, pero yo no recomendaría jugar ese juego demasiado en serio, no al menos si se quiere salvar el orgullo. En primer lugar porque el disfraz no es parte de una estrategia sino de la necesidad de decir, y además porque esos autores y esas lecturas son los de un tal Pablo, no los del canon occidental, ni menos los autores y lecturas que uno mismo escogería para emprender el mismo empeño.
Por eso es que prefiero leer Acqua Alta como una experiencia, la experiencia indecible del amor que Pablo, tal vez, siente por Chiara y que quizá, en una de esas, Chiara siente por Pablo. Vista de ese modo, la novela quiere ser la multiplicación de un lugar común en el que todos los lectores nos hemos encontrado alguna vez, cuando descubrimos en un poema o en una narración entrañable la descripción precisa de una emoción a la que no habíamos podido darle nombre con anterioridad. Salvo que esta vez esa emoción es el amor, del que tanto hemos oído y del que tanto hemos hablado; salvo que esta vez no es un poema ni una narración, sino muchos y quizá demasiados libros y autores intentando, por boca de estas páginas, dar con una epifanía que en su propia reiteración se ha vuelto esquiva.
El riesgo está en entender esto que trato de explicar. En entenderlo y, al mismo tiempo, dejar de leer el libro suplantándolo por la formulación abstracta de su diseño. Dejamos entonces de escuchar las voces convocadas por el tal Pablo y al tal Pablo mismo a través de las voces que ha convocado y que tanto insisten en la novela. Porque Acqua Alta dura mucho más que las páginas necesarias para entenderla, y es también, por lo mismo, mucho más que su diseño.
Es, por ejemplo, una verdadera historia de amor, morosamente detenida en los saberes que cada escritura deja caer sobre ella, los reconocimientos que solo se revelan gracias a la tinta y al papel. ¿Cuánto vale el encuentro de dos jóvenes en una plaza italiana si lo comparamos con la historia del evangelista Marcos, que a su vez es la historia de Venecia y la del cristianismo en Occidente? Menos que las diez líneas que le dedica el capítulo 11. ¿No es acaso un vicio, o tal vez un hábito incurable jugar a los rígidos roles que se imponen el Caballero Desconocido y Clarinea, los corteses amantes del capítulo 9, salidos de una novela de caballerías? ¿No hay acaso una cuota de violencia en cada gesto de amor, una cuota de vanidad en cada declaración de incondicionalidad y una humildad admirable en quien reconoce su violencia y su vanidad cuando ama? La escritura, se postula aquí, es una forma de conocimiento, y más se conocerá cuanto más diversamente se escriba.
Acqua Alta es, además, un recorrido apasionado por los libros. Siendo como son las novelas, tan proclives a enamorarse de sí mismas, sorprende el modo embelesado en que esta escritura se inmiscuye en las páginas ajenas, sometiéndose gozosamente a su imperio. Mediante una curiosa rebeldía, el libro se obliga a no exponer su arbitrio íntimo e individual, sino a dejarse escribir por medio de las palabras del resto. En algún sentido, por supuesto sinuoso, estas páginas son un reconocimiento y un homenaje a los demás, a los otros, a los que han escrito antes. Quiero decir: no solo un ejercicio de estilo, también el ejercicio del afecto particular por ciertas letras. No es necesario dar nombres de libros ni de autores, porque a mi juicio el fondo del asunto no está en una biblioteca determinada sino en el hecho mismo de dejarse devorar por ella.
Acqua alta es, por último, también una confesión. El virtuosismo desmedido de su escritura, las palabras ajenas que intentan llevarnos por el desvío a cada paso, las voces que se mezclan en sus páginas, en fin, la claridad de lo que podríamos llamar las reglas del juego no impiden que los enanos de la locura decidan irse al bosque cada tanto, y más frecuentemente y con más delirio hacia el final de la novela. Entonces el narrador no es más el controlado médium a través de quien hablan los demás o el tramposo impostor que quiere hablar a través de los demás. Entonces el narrador emprende el áspero trabajo del desnudo y el despojo, el camino brutal de la sinceridad a secas, y dice: “para aquellos que se crean muy listos por pensar que con todas estas disquisiciones no hago más que ocultar mi propio miedo, déjenme aclarar de inmediato que la palabra no es miedo, la palabra es terror” (255). Si hemos sido demasiado inteligentes, si hemos preferido jugar la novela a padecerla, si nos hemos quedado embobados en el despliegue virtuoso de la pluma del tal Pablo que la escribe, en ese caso no seremos capaces de leerla. Porque incluso en el discurso del cantinero anacrónico que comencé citando, el que desea y rechaza el amor porque desea y rechaza el sufrimiento, incluso allí hay una confesión estremecedora que, en verdad, no atemoriza sino que produce terror.
Un francés sensible e inteligente que, cosa curiosa, fue también un sacerdote jesuita, distinguía los lugares de los espacios. Un lugar, decía, es meramente una clase de orden en el mundo de las coordenadas; un espacio, en cambio, un lugar practicado, recorrido, vivido. Acqua alta es ambas cosas, pero si tuviera que escoger entre dibujar su mapa y recorrerla, prefiero sin lugar a dudas echar a caminar.
Santiago, Miércoles 1 de julio de 2009