“El alfabeto es una cantinela, una canción que todos conocemos, un conjunto de elementos con el que nos construimos como sujetos humanos y nos vinculamos con un mundo en común, al nombrarlo y darle sentido, pero también nos asomamos a los límites de lo que comprendemos, al sinsentido, el absurdo, el caos, la locura. No terminamos nunca de aprenderlo, de recorrerlo de ida y de vuelta, como nos enseña a hacer Aïcha en este hermoso libro. Ninguna letra está sola, y tampoco quien juega con ellas o empieza a aprenderlas. Nos vinculan con quienes las enumeraron en el pasado o lo están haciendo en el presente, con una comunidad de seres alfabéticos que han sido, son, serán, del inicio hasta el fin de los tiempos”.

“A, be, ce, de, e, efe, ge, hache i, jota ka…”. Todos conocemos esa cantinela por haberla repetido hasta el cansancio. Parece en principio una serie vacía, tan monótona y carente de sentido como una cuenta numérica (“un, dos, tres, cuatro, cinco, seis…”), pero aunque ambas se usan para ordenar objetos, series, pasos, listas, el alfabeto carece de la lógica lineal y acumulativa de los números, que van de menor a mayor y se extienden hasta el infinito. El alfabeto, en cambio, recorre el trayecto de un inicio a un fin (“alfa y omega”) con cierta pretensión de exhaustividad (“de la A a la Z”). Es una serie breve de sonidos, con la que construimos innumerables enunciados hechos de un conjunto acotado de palabras. Es también una cancioncita, una letanía con algo de oración o rap, con un ritmo regular y pequeñas secuencias internas relacionadas con los límites de nuestro aliento, una plegaria laica a la que regresamos como a un lugar seguro, inmutable, confiable, una especie de hogar, un poema anterior a todos los poemas.
Las letras por sí mismas no significan nada, son como los mínimos bloques de Lego con los que podemos construir palabras, frases, textos, libros, historias, reflexiones, lamentos y declaraciones, aunque cada letra pueda descomponerse a su vez en una serie de “rasgos distintivos” relacionados con cómo la hacemos sonar, y que serían algo así como los átomos de un sonido lingüístico que nos permiten reconocerlo. Tampoco significa nada, en principio, el modo en que escribimos esos sonidos, su notación gráfica: no son ideogramas o pictogramas, caracteres chinos o jeroglíficos egipcios, que en parte provienen de dibujos que representan objetos del mundo. Sin embargo, como nos cuentan los historiadores de la escritura, las letras conservan trazas de un origen figurativo: la A era una cabeza de buey ahora invertida, la M proviene del dibujo de las ondulaciones del agua, la L de la imagen de un látigo o pica, y así. Además, aparte de ese origen remoto y ya invisible a simple vista, es irresistible convertir las letras en dibujos, hacer de la A una montaña nevada, de la O un ojo, de la S una serpiente, un techo de la T. Cuando intentaba enseñarle a mi hijo a leer le proponía ese juego para recordar las formas de las letras, su personalidad…
Las letras capitulares de los manuscritos medievales suelen aprovechar estas posibilidades decorativas y lúdicas. En el renacimiento, los eruditos que desarrollaron la técnica de la memoria artificial, un conjunto muy elaborado de métodos destinados a fortalecer la capacidad mnemotécnica, produjeron numerosos “alfabetos figurados” en los que cada letra se asocia a un dibujo: en una Ars Reminiscendi de Giovanni Dalla Porta la A es un compás, la B una ballesta, la C un arco, y así sucesivamente. Igualmente irresistible es el juego de componer las letras con cuerpos humanos o animales en distintas posiciones, volviéndolas así seres vivos, animados, como lo hizo Peter Flöttner en su precioso “Alfabeto humano”, que ha inspirado miles de variaciones como la del diseñador Erté, que compone sus letras con cuerpos femeninos estilizados según las convenciones del art déco.

En Chile, Ludwig Zeller exploró en una serie de collages las posibilidades gráficas de las letras del alfabeto, con su Alphacollage (1979), donde construye letras a partir de imágenes de herramientas, artefactos mecánicos, partes del cuerpo humano o figuras de animales, en la tradición mágica y onírica del surrealismo en que se inscribe su obra.
Más recientemente, Alfabeto (2017) de Martín Gubbins, produce densas tramas a partir de la repetición de cada letra, en blanco sobre negro y negro sobre blanco, en la línea de la poesía concreta que explora la visualidad de la escritura, su dimensión gráfica. Ese mismo año, en diálogo con las experimentaciones con textos apropiados, Felipe Cussen publica Letras, un libro cuyo texto son las definiciones de diccionario de todas las letras de nuestro alfabeto. Trabajos como estos se inscriben en una tradición que se remonta a las vanguardias y neovanguardias, con su interrogación radical de todas las dimensiones formales y materiales del lenguaje, a veces hasta el punto de aniquilarlo o convertirlo en caos, desde los caligramas de Apollinaire a las “palabras en libertad” del futurismo, desde los juegos visuales del “letrismo” hasta las rigurosas composiciones del grupo noigandres de poesía concreta en Brasil. Un ejemplo clásico: en 1967, el poeta Catalán Joan Brossa tuvo la idea genial de homenajear al Che Guevara en el momento de su asesinato exhibiendo simplemente un alfabeto al que le faltaban las tres letras de su nombre, un procedimiento más eficaz y elocuente que cualquier declaración política.

La genialidad de Brossa está en indicar algo sin decirlo a través de la ausencia de tres elementos en la secuencia alfabética que todos conocemos, que nos lanza a preguntarnos qué ha sucedido ahí. En la tradición de la poesía concreta, y en contraste con los alfabetos más barrocos de Dalla Porta a Zeller, se usa aquí una tipografía geométrica, limpia, sobria, despojada. En obras como estas, el trabajo del poeta consiste menos en producir un texto original que en reorganizar materiales ya existentes de manera que se carguen de un sentido novedoso.
El Alfabeto, de Paul Valéry, en cambio, es una obra densa, cargada de sentidos y correspondencias simbólicas. Se trata de una serie de textos escritos por encargo de un editor a partir de 1924, destinados a un libro de lujo, para un público bibliófilo, ilustrado por veinticuatro grabados de letras del artista catalán Louis Jou. Valéry se propone componer un texto para cada una, haciéndolas dialogar con las veinticuatro horas del día y las disposiciones anímicas y ocupaciones correspondientes a ellas. Pero la tarea se revela ardua, y el poeta va dilatando la fecha de entrega hasta que el proyecto se diluye. Sus textos fueron publicados recién en 1979 por su hija, y luego en una edición completa en 1999 donde se incluyen las diversas versiones que el autor compuso para cada letra. Son textos seductores, de ardua lectura y muy difícil traducción, en la orilla opuesta de la concisión de Brossa, que comienzan siempre con la letra correspondiente, como el de la A: «Al principio será el sueño. Animal profundamente dormido, tibia y serena masa aislada en su misterio, sellada arca de vida que transportas mi historia y mi destino hacia ese día, tú, que me ignoras, tú que me preservas: eres mi permanencia inexpresable.»
Mientras escribía este texto, se me ocurrió preguntar en redes sociales si alguien conocía otros ejemplos, y recibí un aluvión de recomendaciones que darían para un ensayo mucho más largo que este. Por ahora me limito a compartirlas: Alfabeto, de Inger Christensen; el alfabeto ilustrado de Sonia Delaunay; el Léxico de afinidades, de Ida Vitale; Historias del arte: diccionario de certezas e incertezas, de la artista Diana Aisenberg; Pequeño mundo ilustrado, de María Negroni; Inundación (el lenguaje secreto del que estamos hechos), de Eugenia Almeida; Abecedario, de Pablo Jofré; Los pequeños macabros de Edward Gorey y un texto sobre el alfabeto de Rudolf Steiner. Me recomendaron además un montón de diccionarios y enciclopedias, el libro Dictionary Poetics de Craig Dworkin, donde estudia obras poéticas experimentales que remiten de uno u otro modo al diccionario, y un ensayo de Javier Sologuren sobre «Lo que la letra nos dice». Estoy seguro de que con solo escarbar un poco aparecerían muchas más…pero no me interesa aquí la exhaustividad. Solo me fascina constatar cuán omnipresente es el recurso de organizar el material según el orden aparentemente banal del alfabeto: yo mismo, recuerdo de pronto, organicé las ciudades imaginarias en mi libro de relatos Variaciones nombrándolas cada una con una letra.
En 1977, Roland Barthes publicó Figuras del discurso amoroso, un libro que intenta comprender el enamoramiento (más que el amor) en diálogo estrecho con el Werther de Goethe y con muchos saberes teóricos, pero también con las experiencias personales del autor. Queriendo evitar un orden secuencial fijo que sugiriera un desarrollo lineal, conceptual o narrativo, Barthes recurre también a la arbitrariedad del alfabeto, un orden que considera insignificante, cercano al azar pero reconocible como una convención que organiza su “filosofía del amor”, un conjunto de figuras que se suceden recursivamente, una retórica en la que el sujeto enamorado está atrapado como en un carrusel del que no logra bajarse. Este recurso al alfabeto como principio organizador no jerárquico ni argumental se encuentra también en Alfabetos desesperados (2020), de Catalina Porzio, un libro que según la contratapa de Bruno Cuneo intenta “iluminar (…) las formas ideadas por los seres humanos para comunicarse en circunstancias adversas” a partir de un montaje de citas de otros autores ordenadas en acápites como “Alfabetos”, “Balbuceos”, “Claves”, “Complicidad”, “Deseo”, “Desvíos”, “Disimulo”, “Euforia”, “Grito”.

Hace un par de años que mi amiga la filósofa Aïcha Liviana Messina venía publicando, en la Revista de Santiago, textos breves que reflexionaban a partir de una palabra, disponiéndolas en orden alfabético, de la “Alegría” hasta la “Zzz”. Ahora acaba de publicar un libro donde recoge esos textos revisándolos y agregando otros nuevos: Ninguna letra está sola (Overol, 2025), recoge esta serie de breves ensayos de tres o cuatro páginas, pero al llegar a la Z de “Zzz” se devuelve y recorre el alfabeto en orden inverso, de vuelta hacia la A de Alegría (la única palabra sobre la que escribe dos veces). Hay entradas sobre Enamorarse, Kafka, Juventud, Nacer, Ñoquis, Nadar, Mamá, Lágrima, Mano, Quemar. Son ensayos marcados por la densidad reflexiva propia del pensamiento de la autora, pero que también logran la condensación y levedad propias de la literatura. Sin decidirse por la forma del relato, el ensayo o el poema, funcionan como una suerte de antienciclopedia que en vez de intentar circunscribir todo el conocimiento humano intentara liberarnos de sus límites, invitarnos a pensar sin bordes ni recetas, sueltos, como quien baila. “Bailar”, la segunda entrada del libro, está entre “Alegría” y “Cementerio”, como conectando la plenitud vital y el fin de la existencia: este tipo de tramas son las que se producen al seguir el hilo de las letras, montajes de imágenes que un pensamiento puramente lógico tal vez no engendraría.
El simple procedimiento de recorrer el alfabeto de ida y vuelta es un hallazgo: nos libera de la unilateralidad del orden alfabético, que por ejemplo en la lista de clases nos asignaba un único lugar, fijo y predecible, a partir de la primera letra de nuestro apellido. Aquí, justamente porque ninguna letra está sola, sino que aparece dos veces (excepto la Z), cada letra se bifurca en dos posibilidades, que sugieren muchas otras. El alfabeto se recorre en ambas direcciones como esos temas musicales barrocos que podían invertirse sin dejar de sonar bien, o tal vez como la más simple escala musical, que sube y baja y genera en ese simple gesto una infinidad de melodías posibles. Resulta imposible no pensar, al leer este libro, en otras palabras que las que escoge la autora: contrarrestar la alegría con la angustia o el aburrimiento, el dormir con el despertar o el desvelarse, la mano con la mirada y la fiesta con el fin. Es, por lo mismo, un libro abierto que nos invita mientras lo recorremos a componer nuestro propio alfabeto, nuestra propia variación sobre este juego con los elementos básicos del lenguaje.
Justamente, un tema que atraviesa el libro es la pregunta por el lenguaje, por la escritura y las palabras como posibilidad de abrir un mundo, de atreverse a generar vínculos con otrxs sin saber cómo resultarán, también como un lugar en el que herimos, insultamos, perdonamos, ordenamos, amamos y reflexionamos. Pero esta es solo una de las muchas hebras que componen el tejido que Aïcha nos propone: están además la maternidad, la política, el feminismo, la filosofía, el paso del tiempo y el envejecer. No son textos ligeros ni de fácil lectura; su densidad, sin embargo, no es la de un saber pesado, ni la de la elaborada retórica de Valéry, sino justamente el peso del pensar, del estar pensando ahí sin refugiarse en un saber previo, del hacerse una pregunta a partir de una palabra y tomársela en serio, sumergirse en ella intensamente y luego dejarla ahí abierta, para que la sopesemos nosotros. No hay en estos textos tesis, conclusiones, respuestas, sino un paseo por palabras que suscitan el poder del pensamiento y al mismo tiempo le recuerdan sus límites, en tanto que está hecho de palabras y no puede ir más lejos de lo que ellas le permiten.
El alfabeto es una cantinela, una canción que todos conocemos, un conjunto de elementos con el que nos construimos como sujetos humanos y nos vinculamos con un mundo en común, al nombrarlo y darle sentido, pero también nos asomamos a los límites de lo que comprendemos, al sinsentido, el absurdo, el caos, la locura. No terminamos nunca de aprenderlo, de recorrerlo de ida y de vuelta, como nos enseña a hacer Aïcha en este hermoso libro. Ninguna letra está sola, y tampoco quien juega con ellas o empieza a aprenderlas. Nos vinculan con quienes las enumeraron en el pasado o lo están haciendo en el presente, con una comunidad de seres alfabéticos que han sido, son, serán, del inicio hasta el fin de los tiempos.