Escribir con la mano y borrar con el codo. El dicho popular ha venido ocupándose cruel y especialmente para aludir a los zurdos, a su manera de flectar el brazo al momento de escribir.
No sé si Ignacio Gumucio (1971) es ambidiestro pero suele trabajar con la mano derecha. He visto fotos de él pintando que me llevan a afirmarlo. Desde el 5 de abril al 29 de mayo del 2016, se encuentra su exposición Falsa modestia en el Museo de Artes Visuales (MAVI) de Santiago, una muestra que, de algún modo, fue pintada y luego borrada, además de responder al intento de un «diestro» por volverse «siniestro».
Si bien la ocupación de Gumucio es la pintura, un breve «texto museográfico» adherido al muro, firmado por él, nos recibe apenas ingresamos: “a los artistas hay que creerles poco cuando hablan de la relación que mantienen con su obra, porque suelen mostrarse exageradamente arrogantes o ridículamente humildes”. Así comienza el texto, el cual muestra perspicacia y honestidad, reconoce incluso el fracaso o su inminencia. Pese a ello, queda cierta duda.
Falsa modestia es la décima exposición individual del pintor y, muy probablemente, una de las muestras de pintura más rescatables de los últimos años en Santiago. La alberga un prestigioso museo de arte contemporáneo del país, y coincide con la publicación paralela de una monografía bilingüe de 200 páginas a todo color sobre su obra: Falsa modestia (Hueders, 2016). El listado para dejar la humildad aparte puede seguir. Es cierto entonces que sobraría en el MAVI o que resultaría artificial.
No he visitado el taller o la casa de Gumucio. Las invitaciones no han faltado, en todo caso, pues conozco personalmente al pintor hace algún tiempo, nos topamos esporádicamente por ahí, aprovechando esos encuentros para conversar un rato. Retengo ahora las palabras «mediocridad», «fracasar» y otras del tipo; se las he escuchado varias veces, sin ocultarme su disfrute al pronunciarlas. Basado en ello, tendería a catalogarlo según el segundo «perfil artístico» que él identifica, el auto-flagelante, por así llamarlo. Sin embargo, en el mismo texto, Gumucio declara haber oscilado entre los dos grupos.
¿Por qué hemos de creer especialmente en el expositor si él desconfía de todos los artistas? Su sospecha y la que provocan sus palabras, de alguna manera, se suman a siglos de desconfianza hacia la pintura, oficio visto como particularmente engañoso (finalizando el recorrido de la exposición me topé con el capítulo 1 del cortometraje Tesitura académica [2016], alusivo –coincidentemente- a la «realidad» en la pintura).
Al terminar de leer, por el rabillo de mi ojo aparece un cuadro de gran formato. Se llama Estero Amarga Amarga (2015) y propone una vista del estero emblemático de Viña del Mar, ciudad donde nació Gumucio: pinceladas haciendo de algas, arbustos, árboles y agua, todo bajo un borroneo (cielo) verdoso. Realizado con pintura aerosol sobre una placa acrílica transparente, el cuadro es rico en complejidades técnicas, en velos, brillos y texturas. Pondría insólitamente en relación los nenúfares de Claude Monet, el Gran vidrio -u obras del tipo- de Marcel Duchamp y, en general, la pintura callejera (el aerosol inevitablemente la convoca). En cualquier caso, se disipó toda suspicacia generada por las palabras del muro. El texto quedaba atrás, mi predisposición era volteada por la fuerza de una imagen que llegaba a aturdir.
Hay que bajar las escaleras. Desde arriba se vislumbra un gran conjunto de pinturas. Una vez frente a ellas se repiten líneas, sobre todo verticales, un recurrente «verde fiscal» y otros colores pasteles contrastados con rojos o naranjas vivos. Capas traslúcidas conviven con grumos de pintura, figuras humanas se hunden en chorreos, fotocopias de rostros se pierden en una mezcolanza de esmalte, barniz, óleo y pintura látex, todo sucediendo en telas de gran y pequeño formato, en soportes como lona, cuerina, cholguán y PVC. En cierto sentido, enfrentamos restos de un aluvión que dejan una rara sensación de placer.
La escena resulta particularmente sensible en un país azotado con frecuencia por la naturaleza. De pronto recordé una frase del sociólogo Jorge Larraín que más o menos planteaba lo siguiente: al disponer de una tierra incierta, los chilenos no tenemos propiamente los pies en la tierra. En el caso de Gumucio, no es que él ande flotando por la vida; sus pies se hunden en algo similar al barro: la pintura. Es un decir a medias. Gumucio trabaja en un taller en Providencia -comuna que acaba de sufrir el desborde del río Mapocho- prácticamente anegado de pinturas, obras y todo tipo de objetos. Es lo que veo nuevamente mediante fotos de internet.
El filósofo Gilles Deleuze ocupaba la palabra «catástrofe» para describir los primeros pasos cuando se pinta, teniendo en mente a Turner, Cézanne, Klee, Bacon, entre otros. Éste último mezclaba los colores en la pared; su taller era la definición misma de catástrofe. En el arte nacional, en tanto, no creo equivocarme al identificar cierta predilección, quizás contenida, hacia la «catástrofe pictórica”. La mancha ha sido la principal encargada de invocarla. Desde Juan Francisco González a Eugenio Dittborn, por decir. Otro ejemplo es José Luis Villablanca: cercano generacionalmente a Gumucio, ha realizado Naturaleza muerta (2007-), una larga serie de cuadros en donde la pintura arrastrada en horizontal tapa y trasluce objetos esquemáticamente pintados, como cigarrillos, zapatos, sillas y tantos otros.
Gumucio pinta personas, habitaciones, edificios, plantas, rejas, ladrillos y algo más que se me escapa. Todo en «escenas planas» o con perspectivas torcidas e imposibles. Este es su repertorio en el MAVI. Imágenes que vagamente recuerdan a pinturas nabis como las de Pierre Bonnard y Paul Sérusier que, presumo, pudo conocer de niño en su estadía en Francia, cuando su familia fue exiliada durante la dictadura de Pinochet. Sus figuras humanas, en particular, parecen ocultarse tras celosías, se definen a medias. Y no podía ser de otra manera pues esa baja resolución es requisito para simultáneamente pintar la pintura: Gumucio destaca por igual ambos factores, representando ciertas cosas y presentando al cuadro mismo. Más que caos, ninguna de las dos «fuerzas» suprime a la otra y, distintamente, aquí reside un tipo de orden, un equilibrio precario.
Cada trabajo pudo surgir de verter colores, jugar con pigmentos y llevarlos a un soporte que estaba por ahí olvidado. Nació de ese plan: matar el tiempo en el taller. La obra no fue antes una idea y luego se materializó, fue más una materia informe definiéndose gradualmente como planteamiento (por suerte hay artistas que no tienen ideas; algo así chistosamente dice Gumucio en Tesitura académica).
La recomendación centenaria de manuales de pintura de trabajar lo graso sobre lo magro convive en el MAVI con su versión contraria. De este modo, el esmalte, el látex o el barniz parecen casi vivir en los cuadros, en pozas y verdaderas cataratas de material, como si la pintura estuviera inestable, lejos de secarse. Realizadas con casi cualquier cosa, con hierba mate en El bosque no deja ver el bosque, por ejemplo, su desarreglo, lo destartalado que tienen, se ofrece como algún tipo de belleza. Y es que idealizan su físico, por así decir.
Una clara virtud de Falsa modestia reside en su acritud y en la supuesta impericia pictórica de Gumucio. La “versión gumuciana” del bad painting (una anti-manera de pintar, en cierto sentido que, en el MAVI, se expresa como haber trabajado con la mano incorrecta) dota de riesgo e incluso innovación a las obras. Al mismo tiempo, tengo la fuerte sensación que éstas no obedecen a las ya oficiales leyes para “pintar mal”.
Ignacio Gumucio es quizás uno de los pintores más sobresalientes de generaciones de artistas chilenos cuyo trabajo comenzó a exhibirse en los noventa, como es el caso de Natalia Babarovic y otros (ella expuso individualmente en las mismas salas del MAVI el 2013 y además escribe en el libro Falsa modestia). Parte de esta notoriedad reside en insistir en el formato cuadro. Pero hoy Gumucio cede a otras tentaciones o, bien, simplemente prosigue su tendencia al desborde: en el MAVI se hace video perfomer, director e incluso músico. Y habría que agregar la faceta de escritor: además del referido statement, escribe un ensayo en su libro y un guión para una “película”, como él la llama.
La película Tesitura académica es un provocativo e hilarante cortometraje de alrededor de 26 minutos de duración. Actúan los artistas-profesores Pablo Ferrer, César Gabler, algunos estudiantes de arte y otros, además de Gumucio que se parodia a sí mismo. Uno la encuentra en la última sala del museo. Más bien oscuro, pintado de gris, ese lugar opera como un callejón sin salida; también contiene el mural Saludos (2016), dos pantallas planas y dos cuadros, uno de ellos realizado sobre la cubierta de un libro y luego reproducido en la portada y contraportada del “catálogo” Falsa modestia.
La primera vez que visité la exposición, el audio de Tesitura académica entorpecía la escucha de los audífonos que colgaban de los televisores. Los vídeos, en uno de los cuales Gumucio interpreta sus canciones y en los que participan otros artistas, como Carolina Saquel y Luis Cociña, eran anulados, al menos sonoramente. La segunda vez que fui, los televisores estaban apagados y la proyección no tenía audio. Como sea, el mural y las pinturas pequeñas dispuestas allí, tenuemente iluminadas, conviven de manera forzosa con el conjunto de la sala. Y las formas blancas, arquitectónicas y antropomorfas de Saludos destacaban de la “penumbra espacial” pero la obra, en varios aspectos, obtiene el último lugar del recorrido (muchos han de esperar cierta grandilocuencia casi inherente al muralismo, sin embargo, los murales de Gumucio han tendido a lo contrario: finalmente se borran, enfrentan con despreocupación el espacio y evitan todo el aleccionamiento que ha movido al «muralismo político»).
Pienso que la sala gris es la encargada de desplomar algunas seguridades que uno acumula al pasear previamente por la exposición. Al ir de un cuadro a otro me convencía de que Gumucio, considerando la amplia libertad que se permite, era un pintor «de tomo y lomo». Pero en el fondo -ensayo una conclusión- sería un pintor arrepentido, un pintor del arrepentimiento. Esa sala cuestiona que él sea pintor, o que lo sea del todo y que su exposición esté insistiendo realmente en algo. Salvo que ese algo sea, en buena parte, el arrepentimiento pictórico.
En la jerga artística, un arrepentimiento o pentimento es un cambio drástico realizado mientras se pinta (una vez seca la capa a cubrir), cambio tapado pero que finalmente se trasluce, muchas veces con el paso del tiempo o en ocasiones a través de herramientas utilizadas por restauradores. En cada una de las obras de Gumucio hay un constante cambio de opinión que genera su mayor efecto en la sala gris, color representativo, entre otras cosas, de la indefinición (por ello, es uno de los predilectos de otro pintor escéptico: el afamado Gerhard Richter).
Babarovic describe a Gumucio como «su propio iconoclasta censurador», un artista de palimpsestos en una búsqueda infructuosa o inconsciente del anonimato (2016). En Falsa modestia, al parecer, enfrentamos una pintura impura de alguien que intenta incluso borrarse como pintor. De alguien que pinta para escribir y viceversa. Que escribe para cantar, que canta para actuar, que actúa para hacer una película, que filma para… ¿Volver a pintar?
«Pinto sin progresar, sin consolidar» confiesa Gumucio en el texto de la entrada. Su obra nos mostraría todo un camino recorrido para llegar cerca del punto de inicio, que avanzó para retroceder. Este ir y venir hace de lo incierto un tipo de certeza y constituye una impronta, algo bien distinto a desaparecer: una de las presencias más ineludibles en el MAVI sería finalmente la del propio expositor. Él debe saber, como cualquiera, que es muy difícil no dejar rastro y que, en rigor, no hay vuelta atrás.
Santiago, abril de 2016
Esta nota forma parte de una serie de artículos co-editados con Taller BLOC