Hernán Ulm, profesor y académico de la Universidad de Salta, dice haber escrito esta crónica «el 27 de Abril de 2020 (calendario gregoriano), día 40 de aislamiento obligatorio (calendario pandemial)». En este cruce extraño de calendarios, el filósofo ha dejado tal vez de pensar, pero entre filas de supermercado continúa meditando…
Uno: contrabando de virus
Seguro de mi salud, me coloco mi disfraz de amo de casa (una bolsa de supermercado y un envase vacío de una bebida cola me otorgan una inmunidad diplomática para transitar libremente por la ciudad) y recorro con relativa ligereza las calles semidesiertas de la ciudad. Al volver de uno de esos paseos en que mis piernas descubren su atávica condición bípeda, descubro, no sin cierto asombro, la figura del “enfermo asintomático”. Mis hijxs; J. S.; yo; mis vecinxs; mis amiguxs; lxs policías que piden documentación para pasar por los retenes de control; la joven médica a la que acudo seguro ya de estar enfermo (debo aclarar desde ahora que padezco de muy divertidos episodios psicosomáticos que me llevan semanalmente a la guardia del hospital) todos estamos de una u otra forma enfermos. Pero, a diferencia del enfermo sintomático que tiene la decencia, la humildad, el coraje de exponerse en su condición, de afirmarse en su dolencia y de exhibirse en su peligrosidad, nosotrxs, por el contrario, constituimos el verdadero riesgo social: silenciado el virus en nuestro cuerpo, somos los portadores de aquello que destruirá a la comunidad. Sembramos, con nuestro antifaz de cara saludable, nuestro color sonrosado, nuestro tenor muscular tenso, nuestro respirar pausado, nuestra ausencia de carraspera y nuestra temperatura corporal estable, la semilla que pronto brotará como muerte, como inevitable y segura muerte de aquel que se nos acerque. Somos delincuentes sanitarios. Terroristas de la salud dispuestos a atacar a toda hora y en cualquier lugar al desprevenido. Contrabandeantes de virus, traficamos la enfermedad propagándola en picaportes, vasos, libros que prestamos, compras en supermercados y “comercios de cercanía”. Entiendo entonces casi perfectamente que debo ser castigado, que debo estar encerrado, que debo ser denunciado si asomo mis dientes sin barbijo fuera de los límites sospechables de mi hogar. La salud, decía un viejo adagio decimonónico, es el silencio del cuerpo. El enfermo asintomático es un sano a la Cage: ha hecho del silencio del cuerpo el ruido imperceptible de una amenaza. El silencio como amenaza social. Me lleva esto al punto dos.
Dos: el silencio de un televisor
Cierro los ojos en mi cuarto y detengo todos los movimientos corporales voluntarios. Retengo mi respiración tanto cuanto mis pulmones asintomáticamente enfermos me lo permiten. Presto atención a todo lo que llega a través del exterior: a lo lejos un elevador baja, se abre una puerta. Nada. Las obviedades: los grillos que siempre estuvieron allí. Los pájaros nocturnos (no lo dije, pero es de noche) que siempre estuvieron allí. El zumbido imperturbable de las luces que iluminan, inútiles y caprichosas, las calles vacías abriendo brillo a la ancha y serena nada. Quisiera que haya silencio, pero mis oídos se llenan de ruidos. Me acuerdo entonces de El silenciero, la pequeña novela de Antonio di Benedetto. Recuerdo también estos versos que alguien escribió una vez: “nada hay más terrible que el silencio cuando se apaga el televisor”, lo que me lleva al punto tres.
Tres: no soy Sartre
Las cifras de muertes, contagiados, infectados, recuperados y (ambiguamente) los reinfectados, distribuidos por zonas geográficas, países, provincias, ciudades configuran un ruido estrafalario que me provoca nauseas. Amigos de diversas partes del mundo envían informaciones sobre la circulación del virus. No puedo dejar de pensar que lo único que se mueve, mientras estoy encerrado en mi casa, son las cifras y el virus. Y el capital, que no deja de subir y bajar en las bolsas, en el precio del dólar, en el barril del petróleo. Una sensación de nausea se apodera del mundo, diría si fuera Sartre (por suerte no soy porque sino ya no lo sería), lo que me lleva al punto cuatro.
Cuatro: Marco Aurelio
Sí, es inevitable. Finalmente vamos a morir. “Es una tradición que los hombres mueran”. Recuerdo mis confusas lecturas de Séneca y Marco Aurelio y quisiera poder ejercitarme para un buen morir. La deriva me lleva a la discusión que Foucault y Pierre Hadot sostenían en torno a cómo interpretar los textos de los antiguos, lo que me lleva al punto cinco.
Cinco: la densidad del tiempo cuando los relojes ya no sirven para nada
Las cifras se siguen acumulando, más muertos, más contagiados. La cuarentena, el encierro, el aislamiento nos hace atravesar una densidad del tiempo en el que los días se confunden: nadie sabe qué día es hoy; nuestras rutinas, esas que sirven para escandir el tiempo en fases más o menos iguales, se derrumban ante lo que dura sin pasar. O ante lo que pasa durando. Nuestra relación con el tiempo se ha dejado atravesar por el derrumbe general de las rutinas: el tiempo del reloj es una ruina que deberemos esforzarnos por recuperar cuando todo esto pase, lo que me lleva al punto seis.
Seis: el barbijo como bondad
Pero el punto seis es una coda del punto cuatro (o del tres, el lector podrá confirmarlo). Dado que otras pandemias asolaran este mundo (así lo proclama Bill Gates y no tengo motivos para no creerle), el “estado de salud” es una distopía sistémica. El mundo, en su totalidad, está ahora bajo la amenaza permanente de enfermedad. Mientras hago esta meditación, frente a mí un señor esconde su rostro tras un barbijo (estoy haciendo fila para comprar pan; es haciendo filas que medito): protección para él y para mí. Pienso que hace dos meses, esa misma mirada revelaría a un asesino, cuanto menos a un asaltante, parapetados sus rasgos identitarios con un “tapabocas” que lo hubiera convertido en evidente ladrón. Ahora, es el monumento mismo a la indulgencia, a la dulzura, a la virtud republicana: él se cuida y me cuida y nos cuida a todos. El bandido del barbijo es el nuevo héroe de los cuidados públicos. Miro a la empleada (también embarbijada) que en la panadería me vende el “básico alimento” y quisiera abrazarla (fuera del contexto de su rostro, los ojos brillan con una profundidad inusitada. Quisiera pensar que se emociona al verme). Pero no puedo. Ella impone, con una cinta amarilla entre nosotros, el “distanciamiento social” que impide que los cuerpos se rocen, que las caricias se produzcan y que los besos se intercambien, lo que me lleva al punto siete.
Siete: coronados de gloria, morid
Una política comienza por el modo en que los afectos son producidos, más o menos escribí alguna vez, creyendo ser Spinoza. No puedo imaginar lo que será un mundo en el que los cuerpos ya no se toquen, en que todo contacto este impedido por cintas, por regímenes de distancia social y donde se nos promete, al mismo tiempo, entrar en contacto inmediato a través de las pantallas. Pienso entonces en el regreso a una política del erotismo. Pienso en Bataille. Un amigo me pasa un link de un site que tiene por título Cineteca para raros. La primer película que me ofrece ese “lugar” es “Vivir su vida”. Suspendo todas mis divagaciones y me hundo en el blanco y negro de la pantalla de mi computador ante el perfil de Anna Karina. Mientras los grillos, la joven médica que calmó mi falsa sintomatología, yo, M.Z., mis hijas y otros cientos de fantasmas, se van hundiendo con el sueño que se apodera de mi cuerpo y me devuelve al momento en el que los virus, con sus coronas inextricables me aguardan para hacer de mi descanso una pesadilla que se prolongue por la noche sin prisa y sin pausa.
Ocho: un infectólogo borgeano
Nada me trajo aquí, pero pienso en el maravilloso oxímoron “curva plana”, digno de un infectólogo borgeano, que me resulta lo más semejante a una línea recta: indicación de un encefalograma que señala que el cerebro ha dejado, en lo que se sabe, de pensar.
Imagen de portada: obra de Felipe Cifuentes