Debo admitir que cuando llega a mis manos un libro que lleva la palabra “diario” en su título, los prejuicios vienen inmediatamente. Es que la tentación de dejar de lado el texto antes de leer por el solo hecho de anticipar que viene “un escrito más” que habla de una micro historia de corte minimalista es muy grande, una reacción que es evidentemente personal. Pero aquí, como en toda la literatura —si se me permite esta absolutización— no son tanto los temas, sino como ellos son contados, lo que puede interesarnos. Por lo tanto, una vez pasado el primer escollo, es posible comenzar a leer autoconvenciéndose de que no hay ningún prejuicio de por medio y que el nombre “diario” es un artificio para dar una ilusión de realidad a un texto ficcional.
Diario de la renuncia (Chancacazo, 2016), es la primera novela de Franco Pesce (1976), Doctor en Literatura Hispanoamericana y radicado en Inglaterra, datos no menores cuando en las primeras páginas se nos muestra a un protagonista/narrador que es candidato a doctor y que está luchando con la escritura de un abstract, lucha de la cual sale derrotado y que utiliza como excusa para comenzar el diario. La novela está llena de intercalaciones metarreflexivas —cosa común en diarios— que ayudan a entender el proceso del protagonista con la escritura y, por extensión, con su propia vida. Esta idea del diario y su reflexión en torno a él se vuelve más abierta cuando menciona el libro que Bioy Casares escribe sobre Borges, al fin y al cabo, un diario, dice el protagonista. Lo que más le llama la atención al joven es que parece que el texto tuviera mucha solvencia sobre Borges, “El trabajo de Bioy en la construcción de Borges es el gran secreto del libro” (93), opina, para luego reflexionar su propio diario diciendo que “El problema de este diario, entonces, soy yo. Escribo como si tuviera cuántos, no sé, ¿16 o 19 años? Escribo como si el mundo fuera a esperarme a que madure antes de exigirme una opinión o una decisión o un juicio, y además escribo pensando en el mundo se preocupa por mí y me exige cosas. Como no quiero quedar amarrado a una idea, no escojo ninguna…” (96) Su autocrítica viene del sentirse con la necesidad de responder a otro (¿al lector?) y de no sentir que tiene una escritura madura, argumentos que construye para dar cuenta de un problema mayor del diario, él mismo, lo que complejiza la arquitectura del género pues desestabiliza el núcleo de esta forma escritural y que a la vez da cuenta de un sujeto moderno en su descentramiento, uno que no está en consonancia consigo mismo). Pero la escritura no es el único medio por el cual el protagonista se busca a sí mismo, hay por lo menos dos símiles a ella en cuanto al autoconocimiento: el viaje y las lecturas.
A través de la intercalación de sus recuerdos, el narrador va configurando una topografía interna y externa que da cuenta de dos lugares, dos polos, dos pasados: uno lejano en su juventud en Chile, más específicamente en la zona sur del país, y uno como adulto joven en Inglaterra, Cambridge, pero también en Londres, Nueva York y París. Al parecer, la parte nacional y la europea-estadounidense tienen significados bien distintos, pues si en el primero hay una búsqueda a través del viaje, declarando que “…yo viajaba para cambiar.” (89), en el viejo continente llega a considerar la idea que “…no vale la pena viajar.” (77). Es en la primera parte en Chile donde comienza con la escritura intermitente de diarios o anotaciones, es en el viejo continente donde sistematiza, desde su fracaso intelectual con el abstract, esa escritura, una que se relaciona también fuertemente con la lectura, pues sus recuerdos y pensamientos constantemente dialogan con Onetti, Salinger, Conrad, Manuel Rojas, Bolaño, Matías Correa, entre otros. Pero es a Piglia a quien mayormente recurre en sus memorias, relación que nos permite recordar un diálogo específico que encontramos en el texto “En otro país”, del autor argentino, en el cual el personaje también está escribiendo su historia en un diario. Este dice que: “…no hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Uno se convierte automáticamente en un clown.” A pesar de lo anterior, insiste en su trabajo y termina aseverando que “…hablar de mí es hablar de ese Diario.” (Prisión perpetua, 14).
Lo anterior nos devuelve al problema del conocimiento propio a través de la autorepresentación y de formas que, en el pasado, han tenido preferencias en el imaginario artístico: la escritura, la lectura y el viaje. El sujeto del texto es el héroe fracasado que no es capaz de encontrar sentido en su pasado ni en su presente, fracaso que se reviste de una decisión: la renuncia. En este sentido, el hecho que el texto presente dos posibles fracasos: primero, el del doctorado que, según el mismo protagonista, cursaba para poder responder “ciertas preguntas” relacionadas con diversas lecturas, exigencia autoimpuesta por su yo intelectual; y, segundo, el de su relación con Luisa, su pareja, quien se entera de la deserción del doctorado del protagonista y quien está fuera de sus planes, cuestión que revela al final del texto.
Leo la novela de dos maneras: la primera se relaciona con un intelectual latinoamericano que busca en Inglaterra la posibilidad de encontrarse, de construirse, a través de un logro académico (tesis inconclusa, escritura truncada), meta que se ve frustrada por él mismo y que, para peor, convierte en un secreto que aparece en su cabeza en cada momento. Sus reuniones con su guía de tesis y con la encargada de sus estudios muestran el declive del protagonista, pues, luego de contestarle agresivamente a esta última, descubre que: “…había entrado en un ritmo de autonomía y autodestrucción que no parecía que fuera acabarse.” (81) La pregunta es, entonces, ¿por qué el hecho de decidir no terminar su doctorado causa tal calamidad en su vida? Esta interrogante permite entrar en una segunda lectura que relaciono con el estatuto nómade del personaje. Si bien el texto muestra un cierto desapego con Chile (desterritorialización y reterritoralización son acá palabras tentadoras), ya que hay pequeñas menciones específicas sobre el país cuando está en Inglaterra (un partido de fútbol entre las selecciones, una fiesta en Italia con exiliados, el recuerdo del Campus Oriente de la Universidad Católica) y no es sino por sus viajes al sur que lo recuerda y en alguna que otra anécdota pequeña, es posible leer la novela como síntoma de un mundo que ya no pareciera necesitar fronteras, pero que a la vez no ha permitido encontrar/se con un sentido mayor que al de sí mismo. Lo que dio una sensación de épica al joven latinoamericano de los años ochenta fue la recuperación de la autonomía a través de la lucha contra la dictadura. Ahora que ya no existe una gran gesta a la cual adherir, se vuelve a tratar de construir el yo sin la idea de comunidad. De ahí que, por ejemplo, las relaciones con sus amistades, con su hermano, con su pareja, carezcan de profundidad (solo cuando la visita de su hermano termina es capaz de contarle sobre su futura renuncia al doctorado, y su hermano tampoco le llama mucho la atención). No hay planes, como el narrador mismo dice, y esto es lo que hace que haya una sensación de vacío en el personaje.
Ni en su escritura—que es un autoconstruirse—ni en sus lecturas o viajes existe la posibilidad de encontrar sentido. Probablemente esta puede ser la renuncia a la que refiere el título del texto, pues no es “una” sino “la” renuncia. Pero hay una pequeña coda. Los proyectos (que son viajes), que el protagonista menciona al final del texto y que realizará solo, dejan abierta la posibilidad de encontrar algo, y quizás esta es la nueva meta, la posibilidad de encontrar nuevas metas o la posibilidad de encontrar, simplemente, posibilidades.