VVAA, Obra Completa, Ocho Libros Editores, Santiago, 2007. pp.115 -118.
Sé que algunos consideran Pintor como un estúpido una muestra olvidable, o al menos un momento extraño en la trayectoria de Carlos Altamirano, un gesto residual y, quizás, un poco torpe. Se dice que Altamirano paró de hacer arte el año ochenta y que no volvió por diez más. Que se había retirado porque ya no creía en esas cosas. También que ahora es un artista amateur, y que aunque está de vuelta en cualquier momento renunciará para siempre. Ese es el mito de Altamirano. A él mismo le gusta repetir algunas de esas cosas. Yo no le creo mucho. Especialmente cuando recuerdo aquella muestra, ahora legendaria, del año ochenta y cinco. El anonimato de los noventa ha contribuido a reforzar la imagen de que en Chile los ochenta fueron decisivos, tiempos de fuertes convicciones, hechos concretos y acciones irreversibles. Aunque esta impresión no es del todo cierta, sí creo que aquella muestra de Carlos Altamirano está en el límite de todas esas afirmaciones: un salto hacia un lugar indefinido que no admite vuelta atrás.
Nunca olvidaré la sensación que tuve al salir de la Galería de Enrico Bucci. Quedé consternada en plena calle Huérfanos convencida de que Carlos Altamirano era un verdadero artista. Eso no significa que me haya gustado la muestra, de hecho creo que la palabra gusto no sirve para hablar de la obra de Altamirano. Me puede gustar un trago, una buena comida, un vestido o un par de zapatos; el trabajo de Altamirano no tiene nada que ver con eso. Lo definitivo es que la exposición Pintor como un estúpido fue para mí un momento de no retorno. Se dice que el campo del arte chileno perdió algo para siempre en esa época. Algunos incluso sostienen, con algo de razón, que para entender aquellos tiempos es necesario haberlos vivido.
Altamirano decidió hacerlo a su manera. Ya fuera trabajando en la sección de electrónica de Almacenes París —la primera tienda de departamentos—, como vendedor puerta a puerta de enciclopedias, o haciendo de todo un poco para la revista deportiva Don Balón. Actividades de este tipo constituyen lo que han llamado su “retiro”. Como ese escritor irlandés que tanto le gusta, que terminó escribiendo en francés, no de siútico, sino porque de esa manera se le hacía más fácil escribir sin estilo. En los ochenta Altamirano pasa de ser un joven artista conceptual, a convertirse en un no tan joven pintor de paisajes, con el único objetivo de entorpecer una a una sus antiguas convicciones.
A pesar de todo esto y de lo que dice él mismo, en la muestra de la Galería Bucci era evidente que Altamirano sí creía muy seriamente en lo que hacía, aunque le diera una vergüenza atroz, y también un poco de risa. Es cierto que eran tiempos graves. Había pasado lo peor de la crisis y las protestas, pero se sentía cierta letanía. A pesar de la situación, en su obra se percibía un sarcasmo creciente a través del cual Altamirano se reía del fracaso inminente de todas las cosas. Como presagio de la desilusión, para la apertura de Pintor como un estúpido no llegó nadie, o casi nadie. Hay que admitir que tuvo mala suerte. El día de la inauguración renunció el general César Mendoza por el caso de los degollados. En la tele aparecía el hasta entonces General Director de Carabineros lanzando frases magníficas como «hoy comienza a desgranarse el choclo”. Muchos nos perdimos en esa coyuntura y nunca llegamos a la galería.
Sin embargo, hay que reconocer también que Altamirano, por un motivo u otro, frecuentemente se ve involucrado en coincidencias desafortunadas. Hace tiempo escuché a un amigo comentar maliciosamente que “el golpe lo pilló esquiando en Chillán”. Pocas cosas podrían considerarse peor, incluso el más inofensivo simpatizante de la izquierda chilena admitiría lo impresentable de la anécdota. Quizás ni siquiera es verdad, aunque en el caso de Carlos no me sorprendería, ya que la violenta ridiculez de las circunstancias es algo que cultiva como sello personal. Disfrutar cándidamente de los placeres de la nieve mientras el país completo se derrumba, es el tipo de casualidades que suele aprovechar en su trabajo.
Altamirano ha sido testigo ocasional de las conexiones arbitrarias y absurdas que componen aquellos acontecimientos históricos posteriormente señalados como fundamentales. Los detalles más insignificantes de su vida pasan a ser relevantes porque son utilizados en su construcción de una historia personal del arte (lo que no debe confundirse con una impronta acentuadamente biográfica, o con una obra excesivamente autorreferente). En el contexto de la dictadura, la historia canónica estaba vetada y, en cierta medida, era un blanco evidente. (Estudiar en la oficialidad de las instituciones universitarias intervenidas por la junta militar era algo incluso peor que perderse la noticia del golpe esquiando). Carlos fue un autodidacta por obligación, lo que es una verdad a medias ya que tuvo una escuela, a pesar de lo poco ortodoxa: a mediados de los setenta vivió en una pequeña cabaña construida en la parcela de la crítica Nelly Richard, con el dinero que él junto al artista Carlos Leppe obtuvieron en concursos de arte. Una microacademia con formato de casa compartida.
Hacer una historia personal del arte chileno fue la única alternativa, y en eso consistió la exposición del año ochenta y cinco. Para ingresar a la Galería Bucci, había que hacerlo sobre sábanas blancas que tapizaban el piso de la sala que daba a la calle, en las que se leían sobrescritos los nombres de conocidos artistas chilenos de la primera mitad del siglo veinte, impresos con alguna técnica de corto aliento. Como finalmente llegué a la muestra recién el último día antes del cierre, las sábanas estaban ya francamente asquerosas. Es plausible que el día de la inauguración el montaje haya sido impecable, pero lo que yo vi fueron nombres borrosos que apenas se leían sobre un género roído y arrugado, y me pregunté cómo Carlos había impedido al galerista retirar eso que ya era poco más que un trapo sucio. Este tapete de antesala constituía una versión algo obscena de La versión residual del arte chileno. Enterrando aquel gesto poético de inserción lacónica del canon del arte chileno en lugares cualquiera: detrás de una micro, debajo de un puente, a la sombra de un árbol… ahora destinado involuntariamente a alfombrilla de entrada a su versión personal.
En el muro lateral derecho colgaba un texto escrito a máquina con hermosas anotaciones a lápiz, sostenido en sus extremos con pequeños trozos de cinta adhesiva negra (ésa que usan los eléctricos). Parecía una verdadera obra de arte, su delicada presencia acentuada por la resignación del sudario del arte chileno en el suelo. El texto lucía con dignidad su calidad de original en proceso de alteración, dejando ver sus correcciones en rojo de último minuto. Francamente ahora no logro recordar lo que decía el escrito firmado por Nelly Richard, pero sí me acuerdo que encontré que se veía magnífico ahí pegado. El muro, perpendicular al ventanal que daba a la calle, el lateral izquierdo, permitía que el texto se viera desde afuera, lo que me pareció una decisión muy certera ya que era uno de los pocos objetos bellos de toda la exposición. Lo único que se podía vitrinear era el texto fetiche convertido en pieza exclusiva.
Una vez adentro había que bajar las escaleras. Para hacerse una imagen adecuada habría que advertir que a pesar de la elogiable voluntad de Bucci, el local subterráneo irremediablemente parecía un sótano oscuro y un poco a mal traer. Para peor, Carlos había instalado una ruma de escombros, probablemente un préstamo de una de las calles cercanas en permanentes faenas de arreglo, y había pintado con spray rojo un rayón diagonal apuntando hacia el techo, desde donde colgaba un objeto pegoteado. Sobre la ruma había un televisor blanco y negro, todo lo cual constituía un extraño conjunto que se volvía más incomprensible si uno se dedicaba a ver el video. Recuerdo perfectamente bien haber pasado un buen rato ahí esperando que sucediera algo en el video. Este consistía en una filmación de Altamirano en su lugar de trabajo —la megatienda quedaba a unas pocas cuadras de allí— generalmente sentado entre los electrodomésticos. Esporádicamente, desde un ángulo cerrado y arbitrario, se divisaba al artista atendiendo un cliente, mostrándole, por ejemplo, un último modelo de televisor a color y control remoto. Todo esto sin desgano ni entusiasmo. El video (sin concedernos edición o música incidental) era sencillamente monótono, aburrido e interminable. De una manera un poco preocupante me agradó.
Supongo que disfruté, con algo de masoquismo, la presencia de una miseria distinta a la que se veía y discutía a diario. El video captaba ese sopor que desde los setenta impregnó el centro de Santiago. Una modorra que dejó la dictadura y que la ciudad demoró décadas en sacudir, y que se percibía por ejemplo en los trajes de Altamirano el vendedor, cuyo color y materialidad siempre terminaría convertido en un viejo y almidonado gris por la anacronía la imagen blanco y negro. Digo los trajes, porque como me enteré después, Altamirano cambiaba la cinta todos los días, remplazándola por la más reciente, correspondiente a la jornada de trabajo del día anterior. La espera para que sucediera algo se extendía a la tienda de departamentos en que, finalmente, todos los días se repetían sin novedad. El espectador jamás podría darse cuenta de la diferencia entre uno y otro día; las grabaciones periódicas eran una redundancia absoluta. Los videos mostraban una y otra vez una situación idéntica a sí misma.
Al otro lado de la sala había otra tele, esta vez a color, colgando del techo sobre una batea con agua, casi tan sucia como la sábana del piso de arriba, en la cual flotaban una decena de ampolletas, y la silueta de un perro vago. (No la imagen de una silueta, sino la silueta misma. Aún no comprendo bien como, pero se había despegado de la foto y navegaba libremente entre las ampolletas). Eso también me causó simpatía. El perro retraído y el aburrimiento parecían formar parte de un mismo letargo que todos podíamos reconocer.
El segundo video, a pesar de la amable concesión del color, era incluso más enigmático que el anterior. Verlo era excesivamente incómodo, había que inclinarse hacia abajo, cuidando de no tropezar con la batea ubicada en un lugar totalmente inoportuno. Consistía en un paneo en 360 grados, con una cámara que daba pequeños saltos verticales. De lo que se alcanzaba a ver, que en realidad no era mucho, se lograban distinguir los siguientes elementos: sobre un suelo de baldosa roja había un recorte de Superman en cartón a tamaño natural; del techo colgaba una figura alargada del mismo material —que después supe era el lazo de la mujer maravilla—, y, de vez en cuando, aparecía en el encuadre Altamirano retratándose con dificultad, debido a que se encontraba en una posición absolutamente ilógica. Intermitentemente se miraba a un espejo demasiado angosto para ser útil, para verificar la precisión de su dibujo. El sonido era el chillido imposible del acople. Un verdadero video arte.
En la sala siguiente un montón de vidrios, espejos y fotocopias, constituían las referencias artísticas personales de Altamirano. La democracia de la reproductibilidad técnica, extraviada la escala y el color, parecía beneficiarnos: los internacionales —por ejemplo el pop americano— no fotocopia tan bien como el arte chileno. Leppe y sus prótesis bucales, los paisajes urbanos, especialmente las palmeras en los registros de las acciones del CADA, todo se veía fenomenal. La apariencia general, levemente esotérica, era una nueva antesala, ahora para el último espacio en que habían dos videos agrupados bajo el título “Panorama de Santiago”. Ambos constituían una versión ligeramente mejorada de una videoinstalación que Altamirano había presentado anteriormente. Carlos siempre ha sido muy eficiente para reciclar su propio trabajo. Es frecuente encontrar pedazos de obras anteriores refaccionadas para formar obras nuevas. También sucede que a veces un fragmento de la más reciente instalación, descubre el artista, funciona estupendamente como mesita de centro, cenicero, o prenda de vestir.
Como buen diletante de los nuevos medios, los videos de Altamirano se caracterizan por la utilización absolutamente antieconómica de los recursos audiovisuales. Su conocimiento técnico no era más que el de un vendedor de equipos domésticos. Una razón más para evitar cualquier tipo de edición. En el primer video aparecía la pintura de Juan Francisco González perteneciente a la colección permanente en el Museo Nacional de Bellas Artes que le da el nombre al teledíptico. El registro, a cámara fija, estaba cargado del mismo ánimo lacónico y aburrido que el autorretrato de Altamirano el vendedor. Se veía la gente pasar y, a veces, detenerse algunos segundos frente a la pintura y de espalda al espectador. La identificación del nombre de la pintura y su autor estaba pegado con Letraset directamente sobre la pantalla del televisor. El otro video, instalado detrás del anterior, mostraba un recorrido casi inidentificable —debido al movimiento frenético de la cámara— por el centro de Santiago. El sonido era un difuso jadeo que con algo de concentración permitía reconocer una voz repitiendo Altamirano-artista-chileno. Se trataba de una video-acción de Carlos Altamirano corriendo entre el Museo y la Biblioteca Nacional cargando una cámara bajo el brazo, en esa época bastante más pesada y aparatosa que las de hoy. En lugar de captar el movimiento acelerado, la torpeza del trote del artista por el centro de Santiago —de por sí un ejercicio complicado entre los tacos, los automovilistas encolerizados y el esmog—, el video aniquilaba cualquier paisaje. En el muro de la sala había un plano en que aparecía el trayecto señalado.
Pintor como un estúpido tenía que ver con el esfuerzo, quizás inútil, por comprender el archivo, la historia, y por encontrar un camino cualquiera para atravesar el canon. Lo absurdo del recorrido, del esfuerzo, y de la falta de rigor, pasaba a convertirse en una meticulosa metodología de la improvisación (alguien ha dicho que toda buena improvisación se hace con cuaderno de notas). Altamirano pinta con la pasión de un aficionado, sorprendiéndose de sus propias ocurrencias anacrónicas, como si olvidara constantemente como se hacen las cosas. Aquella exposición del ochenta y cinco fue una muestra contra sí misma, la primera retrospectiva de Altamirano, repitiéndose como chiste malo pero encantador. Puede ser que haya sido un gesto patético y anacrónico… pero nadie puede acusar que la fórmula de Altamirano es del todo ineficiente: “Inténtalo otra vez. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”.