Me acuerdo de cuando leí por primera vez Mala Onda de Alberto Fuguet. Aluciné. Yo era un adolescente y, como muchos, éramos hijos de la política del “en la medida de lo posible” y de Pinochet como Senador. Entonces mirarse en un espejo llamado Matías Vicuña era lo más parecido a la abulia de no saber ni querer nada más que andar por Santiago y recorrer la ciudad porque sí, porque no hay nada más que hacer.
Tiempo después me encontré con Las películas de mi vida o con Sobredosis y tuve esa misma sensación, quizá un poco más adulta, de estar frente a una literatura que me parecía fresca, distinta a lo que tenía que leer en el colegio, casi fundacional. La vida era leer a Fuguet y esperar los viernes la “Zona de Contacto”. Muchas cosas se resumían así.
Hace unos días llegó a mis manos la última novela del autor de Tránsitos, que fue lanzada hace dos semanas: No Ficción (Random House). La historia es simple: dos amigos se reencuentran después de años de separación y entablan un diálogo que se centra en el amor que Alex siempre le tuvo a Renzo –un amor de carácter homosexual- y de las confusiones, aciertos, discrepancias y peleas que aquello genera o generó en algún momento. A diferencia de otras novelas de Fuguet, No Ficción no tiene narrador y, si a alguien se le ocurriera ponerle algunas acotaciones, podría ser perfectamente adaptable al teatro. Por este mismo motivo, es una obra flexible, rápida, de lectura fluida, que juega también con la problemática de la realidad y de los metarrelatos: “-¿Cómo se va a llamar?” “-No ficción, creo”
Ahora bien, a pesar de que es una novela que transita por una temática que es importante en estos momentos para Chile como lo es la homosexualidad –Jorge Marchant acaba de publicar su cuarta novela- el tratamiento de ésta es demasiado básico. El autor propone una dicotomía que, si bien se va diluyendo en el transcurso de la novela, sigue siendo el mismo discurso repetido del homosexual que no quiere aceptar que lo es y que, por lo mismo, se comporta como un hombre homofóbico que trata de maricón a los demás; y del homosexual que quiere que el otro lo acepte y que puedan tener una relación más sexual para, al menos, “salir del empacho”. Y la novela se mueve siempre en esos cánones, con capítulos que pareciera que fueran lo mismo pero con distintas palabras, sin la profundidad que uno le exige a este tipo de textos luego de conocer a Puig, Lemebel, Marchant, entre otros.
No Ficción tiene el sello Fuguet. De eso no cabe duda. Los diálogos tienen esa característica de las imágenes, de las frases cortas, de las comparaciones con lo cotidiano. Y él lo sabe y lo da a conocer dentro de la novela: “¿Crees acaso que tú no vas a teñir y preñar todo con tu voz y tus putos tics que tantos desprecian…? ¿Usarás mucho diálogo, mucha frase corta, mucha palabra en inglés?”. El autor conoce su crítica y, alevosamente, sigue en la misma línea que sus detractores odian. Pero esto parece más pataleta que calidad. Porque Fuguet vive todavía en la época donde ir al McDonalds era de cuicos, donde había que arrendar películas en el Errol’s o donde, para algunos, bajar de Plaza Italia era revolucionario. Entonces los diálogos son anacrónicos, como si los protagonistas estuvieran en un 2015 pero sin darse cuenta de que pasaron 20 años. Quizá por eso la sensación de encierro de dos personas en un departamento caluroso de Santa Isabel. Es un nuevo Underground de Kusturica pero en Santiago. Es un lenguaje que se quedó en el ‘bro’, en el ‘cool’, en el ‘perro’, ‘zorrón’. Es la burbuja entre Beavis and Butthead y la Adolfo Ibáñez.
Entre Mala Onda y No Ficción han aparecido Zambra, Bisama, Zúñiga, Sanhueza, y muchos otros. Gente que ha alimentado la literatura chilena con diferentes imágenes, con otros lenguajes, con otros discursos, con temáticas similares pero diferentes niveles de profundidad.
La novela de Fuguet nació jubilada.