Acaba de ser publicada la primera traducción al castellano del libro «Mi vida en los noventa», de Lyn Hejinian (Editorial Bisturí 10). El título simple nos anuncia sus complejidades: autobiografía de una mujer en su tiempo; escritura de una voz temporal y cambiante; palabra lírica que busca descifrar el estado del mundo. A través de diez poemas, uno por cada año de la década anunciada en el título, el libro nos lleva hacia distintos espacios de reflexión. El lenguaje está ahí para reforzar los sentidos y pensar el abuso en sus grandes y pequeñas dimensiones, la economía, la calidad de vida, la conformidad, la educación como privilegio y la violencia. Agradecemos al poeta y académico Enrique Winter por compartir con nosotros el prólogo de esta importante aparición, más un fragmento de la traducción de Patricio Grinberg y Carla Chinski.
Lyn Hejinian escribió Mi vida en 1978. Tenía treinta y siete años y decidió armar un libro en prosa con treinta y siete poemas de treinta y siete oraciones cada uno. Cuando cumplió cuarenta y cinco lo reeditó sumándole ocho poemas y ocho oraciones por poema bajo los mismos supuestos. El proyecto completo de Mi vida cuestiona las convenciones tanto de la poesía como de la biografía esquivando la linealidad cronológica y el lenguaje sencillo y directo de la narración que asociamos, sin pensarlo, al tono confesional. Hejinian propone que a lo personal y cotidiano le urgen nuevas formas de expresión, más flexibles y porosas, y para ello retrata la memoria misma como una identidad en proceso y el proceso al fin está aquí, ante nuestros ojos: una identidad que se forma por una serie de combinatorias y repeticiones de anécdotas, opiniones, observaciones inconexas, conclusiones verdaderas y falsas, máximas, citas, imágenes e inquietudes lingüísticas. Somos lo que hemos recordado que somos y de la manera en que nos lo contaron y lo contamos. “El yo que se ‘expresa’, existe sólo en y en tanto que escritura”, dice Hejinian, y es Mi vida la que construye a la autora o a cualquier otro que mezcle como autobiografía lo que sabe o cree saber con lo que ha escuchado o vivido “no por narcicismo sino con la esperanza de que resulten un registro, indicador no solo de nuestra psiquis sino también del estado del mundo”. La estadounidense sigue así el sueño de Walt Whitman de que la propia existencia sea una única obra en formación. “En este sentido”, Hejinian añade que Mi vida “representa (o quiere representar) una faceta de práctica vanguardista como la entiendo: analítica, resistente, deliberadamente tensa, llena de conciencia histórica dedicada a ofrecer nuevas formas de pensamiento (y, espero, nuevas cosas en las cuales pensar)”.
Mi vida en los noventa es y no es la continuación de Mi vida, pese a que en inglés se los reedita juntos. Traducido por primera vez al castellano en esta necesaria edición bilingüe, presenta diez poemas contundentes, uno por cada año de la década anunciada en el título, cuyos efectos en el tejido social, la economía y el medioambiente dimensionamos recién ahora. Cada poema tiene sesenta oraciones representativas de los años de vida de la autora al momento de terminarlo, pero a pesar de esta similitud y de muchas otras con aquella obra seminal, Mi vida en los noventa es un libro que opera de forma independiente. Desde el primer texto emerge una diferencia clave con su predecesor, dada por el carácter etario del proyecto: aquí las frases se sumergen en la experiencia y la sabiduría acumulada. Esta Hejinian más descriptiva no busca enseñar, pero a los sesenta años enseña; da consejos para el futuro que llegó y el que aún no llega y, con el solo uso del tiempo pasado, produce una especie de nostalgia. Conmueve la manera en que se aferra a la calidez de la costumbre para sus indagaciones formales y políticas sin distraerse en altisonancias ni desatar sus emociones, exponiéndolas como si fueran datos tan estables como los de la ciencia a la cual recurre. El resultado es hipnótico, porque el libro no avanza ni merodea una trama, sino que, a partir del mecanismo simple en apariencia e igualmente original de no continuar en la mayoría de las frases lo que venía contando en la previa, dispara chispazos en cualquier dirección, comentando lo que pasa en el mundo y en el mismo libro mientras nos recuerda cuan consciente está ella misma de cada efecto al repetirnos que “la analogía obvia es con la música” o, más irónica, lo consciente que está también de nosotros, “los que amamos sorprendernos” y por eso leemos libros como este. Ambas citas de Mi vida en los noventa ya estaban en la entrega de 1978, en la cual profundizaba acerca de sus propios anacolutos anticipando una relación con sus demás publicaciones: “Las cosas que yo estaba diciendo siguieron lógicamente a las cosas que había dicho antes, aunque no tenían relación con lo que estaba pensando y sintiendo”. Es el caso de otros libros en verso y en primera persona como el narrativo y argumentativo The Fatalist, quizás aun más filosófico en su acercamiento a las dudas existenciales, de sus ensayos críticos reunidos en The Language of Inquiry o de varios de los proyectos en los que ha actuado como editora.
La primera persona de Mi vida en los noventa, en tanto, mareada entre las crecientes exigencias de la contemporaneidad, igualmente responde a la pregunta que solemos recibir los escritores acerca de si eso que contamos de verdad sucedió. Hejinian cuestiona la pretensión misma de veracidad en poemas más largos que antes y pretendidamente menos misteriosos. “Una frase desvinculada — coincide sólo consigo misma, sin generar excedente, sin fundamentos para significar algo” dice en otro de los poemas, aunque es inevitable nuestro intento por dar con esos significados más allá de la hoja. La realidad también exige nuevas formas que dialoguen mejor con el caos que buscamos ordenar, “Necesitamos al lenguaje para ayudar a los sentidos” se llama uno de los poemas traducidos, y estas formas no rechazan de antemano el lirismo. Quien busque poesía en Mi vida en los noventa la encontrará. Lo que sí rechaza Hejinian es la autoridad del poeta sobre el lector y, por analogía, la autoridad injustificada de algunos que se impone en toda jerarquía social. Por vía de mostrarlas en estos poemas denuncia las sutilezas del abuso de poder, sea lingüístico o de la imposición de una cultura de evitarnos los problemas y con ellos los cambios sociales necesarios. A la vez, exhibe la importancia casi nula del poder formal en nuestras respectivas vidas reiterando la pregunta sobre quién era el presidente a la fecha de tal o cual revisión familiar o literaria. Se suceden reflexiones sobre la economía, el fetiche del tiempo, la calidad de vida y la conformidad, sobre la educación como privilegio y la violencia. “Siempre estoy cambiando de escala”, admite. Cada poema ofrece así un relato breve, una anécdota que se desmembra en relación al conocimiento de los demás, uno limitado casi siempre en comparación al conocimiento del mundo interior. “El entomólogo, como dice él mismo, puede decirte todo lo que sepa sobre hormigas pero nada sobre lo que las hormigas saben de sí mismas” y este libro lleva ventajas en el pulso por hablar sobre el sujeto desde el propio sujeto cambiante.
Entonces “insistimos con el movimiento”, conocemos a las personas por lo que hacen, pero también por lo que les pasa y, en el último poema de este libro, por las cosas que las hacen cambiar, desestabilizando con Hejinian nuestra manera de entendernos en el mundo. Uso la primera persona plural a propósito, porque eso genera Mi vida en los noventa, sentir que somos nosotros quienes observamos críticamente la naturaleza cuando ella lo hace. Nos convence de que “Uno debe sostener el valor del mundo real — debe ser valorado — cuando se devalúa deja de exigir reconocimiento”. Hay un gesto atractivo hacia la retaguardia en esto, pues no sería el lenguaje el creador de la realidad, ni siquiera el que la altera necesariamente, sino una cosa, decíamos, “para ayudar a los sentidos” a revalorizar los detalles contradictorios de estar viviendo. Más que negar categorías, Hejinian las mezcla. Dota de subjetividad a la vanguardia, de lenguaje al lirismo, de imagen al pensamiento. Mi vida en los noventa acumula sus materiales, cada poema parece contener al anterior en un presente continuo y cada vez más inquietante. Hacia el final recuperamos la familiaridad ajena a este proyecto en cómo enumeramos el estado de nuestros seres cercanos y no necesariamente queridos cuando nos preguntan por ellos. Todos estas virtudes artísticas no son gratuitas y la lógica infranqueable de este libro dista de ser liviana. La mejor lectura que uno podría darle sería dejarlo en un rincón visible y abrirlo de a un poema semanal, rumiándolo. Hacer de cada oración un poema aparte. No se trata de entender sino de dejarnos llevar en la escucha, porque “aunque no puedas entender mi amor por vos, no es inútil que te lo diga”.
Mi vida en los noventa, Lyn Hejinian (selección)
El sentido razona acaso sentenciado
Desde el primer momento en que vi esto, quise escribirle encima. Y, por extraño que parezca, la historia resultante me interesa no porque siga hacia un final sino porque lo que sigue funciona al revés hacia un comienzo y comienza. Sigo siendo una existencialista. «La existencia precede a la esencia»: creamos nuestra apariencia y después nos definimos. Existir para no dejar de existir otra vez. Sabíamos que sería varón, y nos estremecimos por la expectativa, esperando que él se diera cuenta. Incluso siendo un chico, empolla valientemente. Escuchando el viento en los árboles, oigo sonidos que parecían haber tenido sus orígenes, si no en otra galaxia, al menos en la idea de otras galaxias cuya lejanía no era solo geofísica o astronómica sino emocional, y quería saber más de eso—levanté la cabeza de la almohada contra la que había estado tapada mi oreja y abrí los ojos. Augustine nota este momento y dice «me convertí en una pregunta para mí mismo». Es un transbordador lírico o una tetera de carpintero, y podemos hacerlo intercambiable. Lo real son los ingredientes activos de la metamorfosis. Acá tienen un pensamiento, que ya no es mío, y lo llamo amor fati. El político sujeta su pensamiento con los resultados; el poeta debe abandonar los resultados y seguir pensando. Pero el verdadero hacer referencia merece respeto. Solía ser ese que se refería a la «llamada language writing», pero es hora de omitir el «llamada» (o verla como una así llamada «llamada»). Los sentidos no son sino un flujo de contextos—nombres adornados con moños de colores. Pero los que prefieren las características materiales, contingentes o a posteriori del mundo, son, por lo general, etiquetados de empiristas. El mundo es eso de lo que estoy hecha, pero el mundo no está hecho de mí—ya estaba ahí, va a estar ahí después, qué es. Demasiadas preguntas. Quizás grabamos nuestros estados de ánimo («26 de junio: melancólica, irritable—como si estuviera de luto» o «5 de julio: excitada, inquieta—distraída por una potencial felicidad (¿pero quizás la felicidad y la potencialidad son lo mismo?)», no por narcicismo sino con la esperanza de que resulten un registro, indicador no solo de nuestra psiquis sino también del estado del mundo. Este momento existe en dos temporalidades, existe siempre y brevemente. Es al tiempo mismo, particularmente desde el desplazamiento de una economía industrial a una de servicios, al que se le está pidiendo que produzca mayores cantidades de riqueza. Muchas veces hubo una vez un pájaro que empolló una figura en una rama torcida e invitó a una araña para que lo ayudara a criarla. Llamaron a la gran roca Afrodita. Una sola flor africana apareció en la lápida de mi padre—inesperada pero no por azar. Un molino de viento no llega a un lugar de cualquier forma sino más bien un lugar surge a partir de un molino quizás de un puente. Pero qué del cazador adoptado por los pomo y apodado No Importa. El estar perdido. En el lugar del pasaje hacia la infinidad posmoderna llamado el borde me senté intransigente, riendo. Él solo necesitaba agua caliente, porque tenía su propio té. Si decidiera insertar en este libro—tanto una exhibición de reapariciones como una autobiografía, dado que el yo que se «expresa» existe solo en y en tanto que escritura y, con esa escritura quebrada en oraciones, cambia de lugar e incluso desaparece bajo lo familiar—fotografías, podrían impedir o incluso interrumpir los «desarrollos» de los cuales la significación (el reconocimiento de las reapariciones familiares) depende. Otros quieren bajar al sótano, pero eso no me parece razonable—por qué sería más seguro el sótano. Mientras caminábamos por la playa se nos unió un perro de pelo corto marrón moteado que parecía haberse encariñado con nosotros, mirando hacia atrás si se adelantaba para asegurarse de que lo estuviéramos siguiendo o corriendo para alcanzarnos si se había quedado atrás, y luego de pronto nos dejó. Como dice William James, «la idea de azar es, en el fondo, exactamente lo mismo que la idea de regalo… [un] nombre para cualquier cosa sobre la que no podemos exigir efectivamente nada». Las comas entre lo penúltimo y último de una serie, un signo de pregunta a media oración, sí, pero deja que el tono determine el énfasis, y deja que el tono determine la pregunta al final de la oración. Hay ironías entre los aforismos—rastros de sensibilidad. Estaba «hirviendo» de irritación, y la irritante era yo misma, o, mejor, la irritación, dado que lo que la había provocado (un desorden y el orden que lo eliminó, llevado a cabo en una especie de urgencia, incluso furor, sin tolerar interrupciones, sin pausa, como si tuviera que hacerse con un límite de tiempo) ya no estaba, y me pregunté qué había causado la sensación inicial de urgencia, ya que, aunque reconocí que limpiar el desorden (platos sin lavar, secciones del diario desparramadas sobre la mesa y el sillón, pétalos de un florero de delphinium marchitos en los estantes de la biblioteca, ropa por doblar y guardar, etc.) era toda una preparación, no me estaba preparando para ninguna inspección, la llegada de visitas, algún momento en el que tuviese algún compromiso, etc., me estaba preparando, en cambio, para la preparación misma—estar lista, que es, en verdad, un fin en sí mismo, porque da tanto placer. Mi padre volvió en un sueño en el que giraba hacia mí (yo pasaba por una tienda enorme, él estaba parado junto a la ventana, pasó como un fantasma por el panel de vidrio, le presenté a Larry). Hay continuidad en lo inacabado. Yo percibo, yo interfiero—con detalles repetidos y motivos dispersos. Bien despierta, sorbiendo cada tanto un café en una taza azul y blanca ahora medio terminada y medio fría junto a mí, pienso que escribir es refigurar, aunque la refiguración es también obra de los sueños. Para nosotros la noche nunca es neutral. La analogía obvia es con la música. Planeamos una salida para nuestra noche libre y decidimos quedarnos adentro. Siento la misma ambivalencia antigua, admito como antes y, como siempre, me apuro a casa, nada de esto es nuevo para mí. La realidad se extiende al ámbito de lo aparente, y debes considerarlo. Fue hace ocho años, en el período metafórico antes de la literal Tormenta del Desierto, cuando escuché por primera vez (de George Lakoff) el término «correo electrónico», pero no fue hasta cinco años después cuando, gracias a Jalal Toufic, me encontré con la noción de «la diferencia», que pude empezar a discernir el alcance del problema. Sin embargo, las latitudes no cambian su orden aunque giren los muchos pájaros que migran con sus soledades. Philip sigue siendo sarcástico pero está menos insatisfecho, Amanda ha pasado la menopausia pero tiene pocos consejos que darle a Kate, que, por su parte, sigue siendo despectiva con la continua y noble hipocresía de Julian, Gil salió de su encierro y está tocando el violín, Carol bajó de peso y Florence aumentó, Dmitri gruñe y ahora habla siete idiomas mientras que Ralph solo habla en idiolectos locales, y Petra habla muy fuerte y muy seguido de su hijo, pero de vez en cuando todos perdemos credibilidad por un rato. No estamos capacitados para escribir anécdotas triviales sobre amigos meramente casuales. Pero podemos sentir el efecto del control creciente del capitalismo a lo largo del tiempo, el proceso de la vida perdiéndose progresivamente. Estuvimos un par de horas por rutas interiores hasta que paramos en un estacionamiento de tierra afuera de un pequeño café donde unos lugareños en la barra discutían a los gritos de mamadas. Habíamos pasado por campos de ovejas y confesado, y después de meter las botas en el fregadero y pasar cuchillo y tenedor por las suelas, nos mostraron un pene de tiburón incautado, una cabeza de mandril disecada, una serie de pezuñas de ciervos y antílopes, y cinco latas de sopa de carne inglesa. El sueño no dice nada—se ha escapado. El perro se sumó y le arrancó la cara entera al hombre mientras el hombre, con los brazos encerrándolo, rompía cada hueso del cuerpo del perro, y ahí quedaron los dos, cerca de la muerte, cada uno sujetando lo que parecía su única posibilidad. Otras combinaciones también tienen sentido: la oración razona el sentido y el sentido sentencia la razón. «Las oraciones deben revolverse en un libro como hojas en un bosque», dijo Flaubert, «cada una distinta de la otra a pesar de su semejanza». Nuestros límites nos dan un escenario para la exageración. Nada y felizmente. Es la tarea del arte preservar la desaparición.