El tufo de dolor impregnado en el ambiente creado por Rulfo en Pedro Páramo no es fácil de repetir. Sin embargo, desde otras perspectivas, creo que está presente en ciertos paisajes mexicanos (y latinoamericanos) en tanto siga habiendo gente cuya historia no pueda entrar en la Historia, de ahí que sea objeto de muchas obras, ni comparables ni imitadoras de Pedro Páramo, simplemente distintas, salpicadas de melancolía y tristeza infinita, de ese mismo tufo de dolor.[1]
A cincuenta y nueve años de la obra de Rulfo, Eduardo Antonio Parra publica Ángeles, putas, santos y mártires (Era, 2014), compilación de cuatro relatos –el más antiguo data de 1999 y el más reciente de 2006– que da cuenta de un país, en apariencia, sin cambio de raíz. O por lo menos provoca al lector para comparar ese país, de una época a otra. Este conjunto remite, sin mayor problema, a los paisajes de Pedro Páramo, no en tanto copia vil sino en tanto ambiente generado sólo porque las historias que pululan son las mismas. Con probabilidad se relata así no por mímesis de la realidad, sino porque son los relatos que deben ser contados de ésa y no otra forma a partir de criterios, ante todo, estilísticos pues no se olvide que esto es literatura.
De esta forma, si la continuidad que en Pedro Páramo es dada por da la muerte, en Ángeles… es por la prostituta del pueblo, por la violencia –banal y contemporánea– o por la misma muerte.
El ambiente en cada relato dibuja cualquier país de Latinoamérica aunque, siendo mexicano, uno sabe que hay algo que lo particulariza, o quizá sea sólo ese afán de sentirse identificado con historias y circunstancias imposibles que pueden volverse realidad sólo en los lugares desolados, melancólicos y tristes que uno ha pisado. No deja de producirme curiosidad que si bien uno se detiene a pensar lo malo como parte de la identidad de un país, pocas veces se enorgullece y camina por el mundo propagándolo, hablando de ello como un atractivo cultural de su país. Siendo mexicano, o latinoamericano para acabar pronto, uno reconoce su lugar y su violencia, sus muertos. Y es imposible no reconocerse en ello.
Me parece claro que Parra remite, a través de los nombres de las ciudades y los pueblos, a lugares específicos, pero si el lector no está familiarizado con ellos o se atreve a cambiarlos, son lugares que podrían estar inscritos en el norte de Chile o en el sur de Perú, por ejemplo. Lejos de los nombres que Parra atribuye, existe una ambigüedad que se presta para que los acontecimientos sean recreados en cualquier lugar del continente americano o de países con características comunes. De alguna manera, en estos relatos las pasiones humanas carecen de tiempo y espacio. Y ello provoca, en ciertos casos, que el lector se identifique.
Así como en Pedro Páramo hay evidencia de tratos inhumanos a causa del caciquismo, aquí hay prácticas similares al descubierto, pese a la diferencia de años: unos cuantos dueños para algunos cientos de hectáreas, un pueblo que quita y coloca profesores a su antojo, un padre poderoso que evita enviar a su hijo homicida a la cárcel. No es fortuito que en “El cristo de San Buenaventura” exista un cordero de Dios llamado a purgar por los pecados de otros. Tampoco que en “Cuerpo presente” se señale, persiga, y castigue a quien ejerce la prostitución, incluso si existe una buena vuelta de tuerca que convierte al pueblo juzgador en pueblo agradecido a quien la practica.
Es este último relato el que abre la compilación, el más largo y el que más aliento requiere de Parra. Quizá el más completo en la creación del ambiente, del que más sabe el lector, el que más recrea la cotidianidad de un pueblo convertido en ciudad por la llegada de la tecnología, por la profesionalización de sus habitantes, por la diáspora de nuevas generaciones para avanzar en la vida, pero también por el regreso de éstas cuando se avejentan y pasan la estafeta a su estirpe, para repetir la historia de nunca acabar. Tal como en la Comala de Rulfo, Macorina, la prostituta del pueblo, de manera maravillosa ve desfilar en sus brazos a varias generaciones mientras conserva intacta su belleza y el encantamiento, casi embrujo, que mantiene a los hombres en su red: “No éramos posesivos y ella nos trataba del mismo modo, con pasión, con la camaradería cachonda de una amante de toda la vida. No obstante, comenzamos a espaciar las visitas luego de toparnos con las trocas de nuestros padres afuera del burdel”.
El grupo de amigos que protagoniza el relato queda estupefacto desde el momento en que es revelada la bruja-prostituta: “La cubría un vestido ligero cuya falda se entallaba a la altura de la cadera para de ahí caer amplio hasta las rodillas. Sus piernas sin medias brillaban a la luz de las lámparas y sus sandalias dejaban al descubierto las uñas de los pies sin rastro de pintura. El cabello negro, recogido en una cola de caballo, acentuaba su sencillez”. Y es esa sencillez la que sorprende. “Cuerpo presente” bien puede ser un Bildungsroman pero no sólo de los hombres sino del pueblo, ése que puede ser cualquiera, ése al que no le falta Ayuntamiento, iglesia ni puterío. Y como en todo pueblo mágico, un accidente maravilloso, que la deja manca, convierte al brazo en fetiche y a la prostituta en casi santa.
Algo similar sucede en “El cristo de San Buenaventura”, pues un accidente –catastrófico esta vez– logra destapar la maldad en donde en apariencia hubo bondad, y en lugar de fetiche el lector encuentra un cristo personal del pueblo, un eterno cordero que expiará sus pecados ad infinitum. Este relato no puede sino recordar algunos “pecados” de los pueblos latinoamericanos: por un lado, la marginación e ignorancia a la que es sometida su población, en un eterno paisaje de tristeza y desolación; y, por otro, a escenas cotidianas que por lo menos remiten a la realidad: “No pude venir al entierro. Dicen que el pueblo se veía tristísimo cuando pasaron los ataúdes blancos y chiquitos. Me refirieron la historia completa meses más tarde, en mi siguiente visita. San Buena estaba de luto aún. Usted no puede imaginarse cómo luce un pueblo al que le han matado tantos niños”. Usted, lector, no puede imaginar el peso que le cae a uno cuando pisa México, tal como dice el protagonista de “El cazador”, peso brutal desconcertante, sea por ese tufo a dolor, o sea por ese tufo a muerte.
La elegancia de Parra, no obstante, cohabita este territorio porque de alguna manera reivindica esa muerte dolorosa de su país hasta convertirla en belleza. “Nadie los vio salir” presenta una imagen de la flaca, la calaca, la parca, la huesuda, la tiesa, la pelona, la catrina, una imagen distinta a eso que es común a la humanidad: una pareja de seres hermosos y angelicales que convidan a gozar mientras actúa. Por momentos hace recordar a las mujeres desinhibidas de García Ponce, a ésas perfectamente bien hechas que gustan de ser disfrutadas con la mirada. Me parece que los relatos compilados forman una idea del país que hoy es el que acoge a Parra o al menos el que él necesita relatar, una especie de equilibrio gozo-dolor donde, pese a las dificultades, la elegancia sale avante gracias a la lengua que la hace existir. Lo que Parra hace es dibujar ángeles, putas, muertes y mártires hoy para después provocar al lector a pensar comparativamente esos ángeles, putas, muertes y mártires de un siglo a otro –desde Rulfo hasta él-, de una lengua a otra y de una literatura a otra.
***
Eduardo Antonio Parra, Ángeles, putas, santos y mártires, México, D.F., Era, 2014, 133p. Eduardo Antonio Parra (México, 1965) ha sido becario del Sistema Nacional de Creadores y de la Fundación John Simon Guggenheim. Es autor, también, de un par de novelas: Nostalgia de la sombra (2002) y Juárez. El rostro de piedra (2008). En 2000 ganó, en París, el Premio de Cuento Juan Rulfo que convoca Radio Francia Internacional. Sus cuentos han sido traducidos, entre otras lenguas, al inglés, al francés y al portugués. “Cuerpo presente” forma parte del volumen Parábolas del silencio (Era, 2006); “El cristo de San Buenaventura” se incluyó en Tierra de nadie (Era, 1999); “El cazador” apareció en Los límites de la noche (Era, 1996), y “Nadie los vio salir” se publicó como libro con el mismo título (Era, 2001).
[1] Un lector me objetó que el dolor no tiene olor, a lo que replicaría que lo que han provocado las 70 mil muertes a causa del narcotráfico en México es algo más dolor, es un tufo que rodea el ambiente, una especie de aromatizante que repele al que no pertenece porque, además de doler, hiede, hiede hasta producir una escalofriante repulsión. Eso está en el ambiente en los últimos años a causa de los delitos por (casi) todos conocidos. En la literatura, en el periodismo y en el pan de cada día, es innegable para la mayoría de los mexicanos –la violencia se vive distinto dentro y fuera del territorio nacional-. No puedo excluir esta realidad de mí ni de mis lecturas, cuantimás si se trata de una compilación de cuentos desarrollados en provincia. De ahí la relación de estos cuentos de Parra con el dolor que, creo, circunda Pedro Páramo y, si extiendo la idea, México y Latinoamérica. Mezclo, claro está, ficción y realidad, pero considero que vale la pena en tanto de eso está compuesta nuestra literatura (anteponiendo siempre el criterio estilístico). Aún más, me arriesgo a decir que la historia mexicana ha padecido violencia y muerte, año tras año, desde La Colonia y ello ha dejado impregnado algo en el ambiente, algo que torna natural esas muertes. ¡Y cómo no si la muerte (y los olores) es algo natural! ¡Cómo no si hemos aprendido a vivir con ella! Es en esta especie de dualidad en la que pienso cuando leo sobre la violencia y la muerte en México desde la literatura. El tufo del que hablo es inenarrable para mí, pero sí identificable en la cotidianeidad de los cuentos, las ficciones, la narrativa en general. El miedo y el dolor expelen un tufo que sólo pueden reconocer quienes han estado en esos lugares donde el gozo convive, como en cualquier lugar, con la muerte.