Hoy publicamos un fascinante ensayo de Claudio Gaete, sobre Poética de la relación, de Édouard Glissant. Poeta de las densidades psicohistóricas, narrador polifónico y oralizante, ensayista en el cruce de los análisis científicos, las intuiciones poéticas y las síntesis conceptuales, Édouard Glissant (Martinica, 1928 – París, 2011) es autor de una treintena de libros que trazan una de las obras más relevantes de la literatura contemporánea en lengua francesa. Las memorias de la esclavitud, la ardua configuración de las sociedades emergidas del sistema plantacionario, el archipiélago como metáfora de una concepción descentralizada de la relación entre las culturas y entre las personas, todas estas son problemáticas que vuelven a lo largo de su vida-obra. En su primera novela, El lagarto (1958), los jóvenes protagonistas se dirigen hasta la desembocadura del combate anticolonial, aunque sin encontrar una verdadera salida en medio de un orden social anestesiado por los subsidios de la metrópolis. La sangre atada (1961), País soñado, país real (1985), Los grandes caos (1994), los títulos de algunos de sus libros de poesía encarnan ya esa tensión y ese camino, desde la violencia fundacional y a través de todas las disociaciones de unas vidas o negadas o amenazadas. Todo-Mundo (1993), la sexta de las ocho novelas que escribió, señala el pasaje hacia una forma por así decirlo estallada de novela, de múltiples entradas, temporalidades y geografías, símbolo sin duda de una utopía, tan arcaica como venidera, la de que ninguna verdad autoritariamente escrita con mayúsculas suponga la supresión ni siquiera de la más pequeña de las diferencias del mundo. Sus ensayos componen un correlato de su poesía y su narrativa que permite asimismo leerlo en el contexto de la tradición poético-política de su isla natal –Frantz Fanon, Aimé Césaire, Paulette y Jeanne Nardal, Patrick Chamoiseau…– y en diálogo con el espacio cultural de las Américas: Derek Walcott, Kamau Brathwaite –suyos son los epígrafes con que Glissant abre su Poética de la Relación: “The sea is history”; “The unity is submarine”–, Alejo Carpentier –Los pasos perdidos era para Glissant la mayor novela hispanoamericana–, Gabriela Mistral y Pablo Neruda –de quienes incluyó traducciones en su Antología de la poesía del Todo-Mundo (2010)–. El año 2006 fundó el Instituto del Todo-Mundo (https://www.tout-monde.com/).
Nadie escucha dos hojas de coigüe rozándose
pero el mar que surge del bosque
está hecho de esas dos hojas
que apenas existen
Toda poética de la relación proviene de una política de la aniquilación. Su pregunta fundamental, creo, es una pregunta por la totalidad. Una especie de ‘no nos vamos a ir de aquí hasta que estemos todos’. Salvo que, en rigor, esta es una consciencia incomponible: es el horizonte que no debes olvidar, pero que nunca podrás cubrir. Es la memoria desgarrada que vive oculta en el presente, especialmente allí donde se oye decir que la violencia es cosa del pasado, y que fue para mejor. Son todos los abismos.
Esto último, los abismos, no sé si será lo propio de poéticas o éticas, o de ambas, me refiero a lo inalcanzable. Porque si toda poética de la relación responde a las violencias manifiestas u ocultas de una política de la exclusión, toda posibilidad de una relación a la vez humana y ecológica es una relación por venir, un conocimiento indestejible, unas voces que nos llegan del futuro, si ahora y aquí hacemos lo correcto. Son los medios los que justifican el fin, corregía Albert Camus.
Édouard Glissant entiende que la identidad es una forma de violencia, lo es la raíz intolerante pero también lo es la fuerza de refutación multipolar. ¿Quién, por lo demás, se quiere idéntico a sí mismo en el espacio y en el tiempo? El trabajo de des-com-par-ti-men-ta-li-za-ción consiste en rebasar el límite de la autodefinición como ‘lo opuesto a’. Sin confundir descolonización con una temática entre otras dentro del currículum académico, pues la descolonización es guerra, incluida la batalla psicológica y cultural.
Descoloniza, en sentido propio, aquel pueblo originario que reivindica una nueva relación en el mundo, una que reconozca los estragos del proceso colonial y, sobre todo, los de la colonización tardía, como dice Lorenzo Aillapán. Y es el corazón de esta acción crítica transformadora el que irriga también estratos en principio desemejantes, cada vez que un país crece a través de sus empresas y no sometido a ellas; cada vez que una vecina denuncia a su pareja ante el tribunal de familia por conductas amenazantes, o directamente lo deja; cada vez que una hija o un hijo toman consciencia del terror que sortearon durante la infancia, en el colegio, o a merced de sus propias familias; cada vez que en medio de la maraña de pasajes numerados, por las veredas de una de esas placitas de barrio que casi nadie conoce a no ser que vivas por allí, la junta de vecinos escribe con colores el nombre de los números, en español y mapudungún, y pinta cosas infantiles y hermosas: sol, nubes, animales, flores, luches, abecedario ciempiés, que descolocan a los matones (ex niños desconsolados) y que los viejos agradecen y los niños corren y recorren. La belleza del mundo reside en que no es binaria, no es informática, y nunca puede ser del todo conocida, lo que también es verdad para el sufrimiento del mundo, que no es conmensurable. Nos queda, aun así, o más bien, exactamente por eso, nos queda la respiración del asombro, la consciencia del amanecer que nos reúne. Que nos reunirá.
Cierto, el poder, como la literatura que es una pequeña gran forma de poder, posee centros. La poesía, en cambio, nos conduce, nos traduce de periferia en periferia, de umbral en umbral, donde a veces nos encontramos con otros individuos, no representantes nacionales ni intérpretes mesiánicos, simplemente individuos que también han cristalizado largamente en sí, en su dignidad y en su imaginario, su particular guion entre lo personal y lo colectivo. Sus frutos, las acciones que las palabras son, dichas, escritas, y que vuelven desde hace tanto tiempo, contemporáneas, pensaba Glissant, de los primeros braseros de la tierra, pues bien, esos frutos también son una forma no destejible de ciencia.
Las palabras relativismo o relativización interponen, sí, un problema evidente, y es que hoy en día su acepción es la de un ‘todo da lo mismo’, y en el límite, una justificación del crimen fundacional. Nada más alejado del modo en que se declina la palabra relación a lo largo de estos veinte ensayos, como vinculación y transmisión, como relevo o alternancia, como relatos en la esfera simultánea. La Relación que propone el poeta martiniqueño levanta puentes que comunican con el perspectivismo de Montaigne, con los efectos físicos y psicológicos de la teoría de Einstein, con la recuperación de la democracia en Chile, y por supuesto, con ese doble proceso de los soles de las independencias (Ahmadou Kourouma) y la world wide web que en ese momento –Poética de la Relación aparece en 1990– encendía el sentimiento del perspectivismo cultural. “Entonces –se lee en el ensayo que Michel de Montaigne escribió tras recibir noticias sobre la práctica de la antropofagia en América del Sur–, nosotros perfectamente los podemos llamar bárbaros, si nos fijamos en las reglas de la razón, pero no, si nos fijamos en nosotros mismos, que los superamos en todo tipo de barbarie.”
En El discurso antillano, obra publicada en 1997 que recoge múltiples trabajos realizados a lo largo de unos diez años, nos encontramos con un breve capítulo titulado “Chile”, que forma parte del segundo de los cuatro libros que componen El discurso. Este segundo libro se llama, nuevamente, Poética de la Relación y allí dice:
“He aquí que de pronto Chile nos grita. Todo lo que toca a esta tierra silabea otro sentido. (La Otra América nos agarra. Y así es como nos vemos obligados a conocer aquello de lo que durante tanto tiempo hemos estado cortados: la enorme maraña de muertos por donde camina la esperanza tenaz de los pueblos de los alrededores)”.
Más adelante enhebra preguntas que esbozan el único modo por el que accedemos a un retrato de nosotros mismos, esto es, ante los otros y en relación con los otros, como si a través de esa curvatura que es el presente potencial de las obras literarias, actualizado de un modo distinto cada vez que alguien las lee, nos tocara ahora a nosotros plantearnos estas preguntas de cara a las Antillas, las islas –de ahí su nombre– que están antes del continente americano:
“¿Qué es esa otra América para nosotros? ¿Qué somos nosotros para ella? Múltiple en su densidad, parece expulsarnos por evaporación. ¿Somos acaso las gotas multiplicadas de este inmenso río, en el preciso momento en que este se dispersa y apacigua? ¿O somos más bien la otra fuente, quiero decir, la pausa necesaria en el camino por el que ese río se constituye? En un sentido o en otro, las Antillas son la avanzada de América. Lo que escapa a la masa del continente y sin embargo participa de su peso”.
Al lado de donde dice poética de la relación, hay espacio para leer weltliteratur, y también littérature comparée; lo que la diferencia de estas es su crítica al modelo competitivo troncal, su mezcla de autocrítica y humildad (del humus que une lo humano a la tierra) a la hora de concebir caminos por donde se revela infinitamente mayor lo que desconocemos que lo que creemos saber. ‘¿Por qué, a causa de una injusta vergüenza, aferrarse a la ignorancia en lugar de aprender?’. Como en la poética de Horacio, de donde tomo esta pregunta, la idea de equilibrio vuelve, no así la de clasicismo, que es etnocéntrica y mainstream; el equilibro abogado por Glissant pasa por la acumulación sin fin, la densidad de muertes y vidas escribiendo el tiempo (Tarkovsky mediante).
Ahí está el siglo de las soledades y las luces del ancho mundo, la desposesión engendradora de aislamiento, la que vuelve ajeno hasta lo más cercano. Y allí también están los puentes que permiten a los humanos ser como los grandes ríos, imparables y calmos, y entrar al mar desde el primer paso.
Donde sea, contra quien o quienes sean, por las sinrazones que sean, a la escala que sea, una lucha emancipatoria contra las violaciones de los derechos humanos puede ser, retomando una idea de Adrienne Rich, un punto de partida hacia la libertad, si se sitúa junto a otros puntos de partida. No se trata, pienso, ni de una idealización paternalista ni de un sentimiento de superioridad moral, se trata lisa y llanamente del derecho a ser persona, y a que eventualmente yo no te entienda o tú no me entiendas, porque lo diverso es lobo, la opacidad es su derecho. Se trata de subvertir, como dice en Nacemos de mujer, la creencia, o lo que viene a ser lo mismo, la institución basada en la creencia de que “el derecho de la fuerza es superior al derecho de relación”.
Por el mundo segregado, a través del planeta indiviso, la errancia es la única semilla, pareciera decir Édouard Glissant (al menos para un oído formado en Gonzalo Rojas, claro). No medida en kilometraje sino como experiencia mental y afectiva en la que la lectura juega un papel incombustible, la errancia es la única semilla de la que puede brotar y desarrollarse una consciencia diversificada. El gran río de la diversidad, como lo llamaba Victor Segalen, no es un anuncio publicitario ni una vitrina comercial, pues aun siendo insospechadamente fructífero, lo diverso es al mismo tiempo esencialmente conflictivo. El verdadero encuentro exige el reconocimiento de estas distancias, estas separaciones determinantes. Lo que es tan cierto como decir que lo que algunas de estas separaciones determinantes denuncian no es otra cosa que la ilusión, o fragilidad terrible, de la posibilidad de consensos éticos.
Y qué decir en lo que toca al espacio literario mundial: inaprensible, ilimitado, en expansión, dilatado por impensables vastedades de materia oscura. ¿Qué tan representativo, por ejemplo, resulta un canon literario que se postula como ‘occidental’ sobre la base de una antología compuesta fundamentalmente por obras en lengua inglesa (49 de 56 autores)? Hablo de Poems and poets (2005) de Harold Bloom. Si lo contrastamos con Une anthologie de la poésie du Tout-Monde (2010), en esta encontramos textos procedentes de veintiocho lenguas. ¿Son aquel tipo de planteos los que Édouard Glissant consideraba formas del pensamiento-raíz? Y lo que es más, ¿qué puede significar todo esto a la luz de las alrededor de 7000 lenguas habladas hoy en el mundo?
El pensamiento vagabundo va escuchando a cada quien repetirse ‘believe in your pain’, y otro tanto el desfile de cuantificaciones truchas (5,6 de desarrollo humano; 7,2 de felicidad; 4,3 de desigualdad; 8,1 de malestar…), y a lo mejor va entendiendo que lo innombrable no es solo, no es tanto aquello que va a ser desvelado por alguien, aquello que debe ser dicho de una buena vez porque nadie parece atreverse a decirlo, sino que a lo innombrable se le toma el pulso especialmente allí donde el valor de la denuncia no llega, donde la agudeza de la ironía no alcanza, donde no basta con haber investigado a fondo, allí donde la inspiración espira. Quizás entonces el pensamiento vagabundo intuye que aquello que no alcanzamos a decir aunque lo intentemos, a la larga, y en particular a la redonda, ya lo hemos escuchado, hemos terminado por acogerlo en nosotros mismos.
No hay tribu que tenga una lengua pura, ni sociedad en la que se hable un solo lenguaje. La totalidad es innombrable pero no por ello sus partes, vivientes incomparables, están desconectadas, por el contrario, están enigmáticamente intrincadas, unas a otras afectándose, a distancia, balbuciendo un no sé qué. El mundo es caos y está cada vez en mayor peligro. La literatura es múltiple y está cada vez más pulverizada y sorda. La poesía entraña una ética, pero a nadie corresponde gobernarla, es, como la vida y su consciencia, un fenómeno que emerge de la totalidad de sus constituyentes, en relación entre sí, consigo mismos y con su entorno. Tal como la vida depende de la diversidad, la poesía pende de lo imprevisible, de lo innombrable.