En su “Discurso Inaugural”, Lastarria enuncia una oración que expresa en su totalidad los deberes a los cuales está conminado el maestro, el escritor y el político que a él le recayó ser en la coyuntura histórica en la que vivió su juventud y luego su madurez: “A nosotros toca volver atrás para llenar el vacío que dejaron nuestros padres y hacer más consistente su obra, para no dejar enemigos por vencer, y seguir con planta firme la senda que nos traza el siglo”.
Volver atrás es avanzar, con ánimo insatisfecho, en la conquista de la libertad individual y la república. Como fruto marginal de la revolución francesa, Lastarria deseaba impulsar a los jóvenes a ser dueños del futuro, pues “los grandes bienes sociales no se consiguen sino a fuerza de ensayos”, lo que subraya el carácter insurgente del moderno profesor Lastarria y su modo de concebir la escritura, no como algo dado sino como ensayo, es decir, como proyección hacia el futuro.
El propósito didáctico es lo que está en la base de lo que Renato Cristi,[1] en su artículo “El gesto filosófico de Lastarria”, denominó el “carácter propiamente ideológico” (10) del Discurso Inaugural de la Sociedad Literaria de Santiago, leído el 3 de mayo de 1842. Este carácter ideológico muestra la voluntad de Lastarria de hacer de dicho acto destinado a la juventud santiaguina, una apelación al manifiesto protagonismo político y emancipador de la literatura.
Años más tarde, en el prólogo a la ediciones de su Miscelánea histórica i literaria (1868)[2], Lastarria explicaría que el pensamiento que rigió sus actos, y su escritura, fue el “de combatir los elementos viejos de nuestra civilización del siglo XVI, para abrir campo a los de la regeneración social y política que debe conducirnos al gran fin de la revolución Americana –la emancipación del espíritu, y con ella la posesión completa de la libertad, es decir, del derecho.” Y agregaba: “La revolución literaria iniciada en Francia en 1830, esa revolución proclamada por Victor Hugo con la fórmula de la libertad en el arte, apenas era aquí conocida por unos cuantos; y había dado ocasión en 1842 a polémicas ardientes con los escritores argentinos, que la comprendían mejor que nosotros”.
La que podríamos llamar la función doctrinal del escritor decimonónico burgués, en las periferias de la emancipación, es la tendencia dominante de la actividad publicista del abogado rancagüino, una profunda vocación por influir en los lectores de manera efectiva. La relación que media entre el autor y sus lectores se funda en la relación que existe entre el maestro y sus alumnos en el aula. Estos discípulos, aprendices, son los neófitos letrados de una república que no conoce ni la plenitud de la democracia (donde la hubiere) ni de la libertad (menos utópica de lo que hoy nos podríamos imaginar). El saber y la libertad eran los raseros con los que se medía la consistencia de una nación que dejaba de estar en la infancia; es esa condición de inferioridad a la que Kant designaba como minoría de edad, aquello que la nación está llamada a superar de manera previsible con la mediación de la literatura. Ante la sugerencia horaciana de docere et delectare, Lastarria muestra su visión platónica: docere, instruir, formar los espíritus de la nación de la cual él y sus más cercanos discípulos se han hecho cargo. De allí que las expectativas de encontrar una manifestación del lirismo romántico sea un equívoco al leer los textos literarios de Lastarria.
Su obra, denominad por él mismo literatura, no es lo que hoy podemos entender por dicha actividad. Influido por Victor Hugo y Madame de Staël, Lastarria afirmaba en su Discurso Inaugural: “Se dice que la literatura es la expresión de la sociedad, porque en efecto es el resorte que revela de una manera la más explícita las necesidades morales e intelectuales de los pueblos, es el cuadro en que están consignadas las ideas y pasiones, los gustos y opiniones, la religión y las preocupaciones de toda una generación. Forman el teatro en que la literatura despliega sus brillantes galas, la cátedra desde donde anuncia el ministro sagrado las verdades civilizadoras de nuestra divina religión y las conminaciones y promesas del Omnipotente; la tribuna en que defiende el sacerdote del pueblo los fueros de la libertad y los dictados de la utilidad general; el asiento augusto del defensor de cuanto hay de estimable en la vida, el honor, la persona, las propiedades y la condición del ciudadano; la prensa periódica que ha llegado a hacerse el agente más activo del movimiento de la inteligencia, la salvaguardia de los derechos sociales, el azote poderoso que arrolla a los tiranos y los confunde en su ignorancia. La literatura, en fin, comprende entre sus cuantiosos materiales, las concepciones elevadas del filósofo y del jurista, las verdades irrecusables del matemático y del historiador, los desahogos de la correspondencia familiar, y los raptos, los éxtasis deliciosos del poeta. (97)
En 1849, en su Proyecto de Ley sobre Libertad de Imprenta[3] escribía Lastarria: “Las jeneraciones venideras se reirán de los esfuerzos que los gobiernos de estos tiempo han hecho para restrinjir la libertad de la prensa, así como nos reimos nosotros ahora de las leyes que los monarcas españoles daban con el fin de impedir a los catalanes que abusasen del cuchillo”. El interés de Lastarria por desatar las amarras de la prensa está en directa relación con la censura de la que él fue y de la que sería víctima pocos años más tarde. Pero sobre todo, me parece, muestra que el escritor vivía en función de procurar la libertad de prensa con el fin de poder luchar contra sus enemigos de manera más desembozada y abierta aún, para finalmente, poder ejercer desde ella sin ambages la ilustración de las ideas republicanas.
Pero esta doctrina, por así llamarla, no es novedad en la época a la que nos estamos refiriendo, pues, como sabemos, en su “Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile”, 1843, Andrés Bello habría de identificar a las letras como un elemento de “propagación del saber”, pues sin ese saber ilustrado las letras “no harían más que ofrecer unos puntos luminosos en medio de las densas tinieblas”.
Todo esto que he expuesto apunta a la idea de que Lastarria era sobre todo un publicista, un diarista, un cronista, un difusor de la Ilustración, por sobre todos los otros rótulos, como el de novelista o cuentista, romántico o liberal, el de publicista burgués ilustrado sería con más claridad la definición más inclusiva. En definitiva, todo su quehacer escrito estaba directamente vinculado con sus obligaciones políticas e ideológicas, con aquello que él había concebido como los deberes republicanos que terminarían con los resabios coloniales y con la imposición de las ideas burguesas.
Será Rubén Darío quien, personificando la renovación modernista, traerá una novedad más campante al campo de las letras en Chile. Sólo allí la función de la letra, de los intelectuales y de la poesía cambiará de manera más visible. Lastarria, que había promovido el Certamen Varela, 1887, donde triunfara Darío con su libro Azul… (1888), estuvo disponible para impulsar la expansión del modernismo, sin embargo, ese mismo año, mientras tenía como tarea escribir el prólogo del libro de Darío, lo encontró la muerte. Con él se cerraba un capítulo de la historia de Chile, escrito por su pluma beligerante, irónica, crítica, sin dejar de ser, de tanto en tanto a la vez que mordaz, un patriota que veló tanto más por una nación desarrollada que por sus propios beneficios.
N. del E. El presente texto fue leído como presentación del libro de José Victorino Lastarria Obra narrativa (edición crítica de Hugo Bello. Santiago: Editorial Alberto Hurtado, 2014), en la Feria Internacional del Libro de Santiago, el 6 nov 2014.
[1] Cristi, Renato, “El gesto filosófico de Lastarria”. Teoría 5-6 (1974): 3-14.
[2] Nos referimos en primer lugar a Miscelánea histórica i literaria. Tomo I. Valparaíso, Imprenta de La Patria, 1868 y finalmente a Obras Completas de Don J. V. Lastarria, Estudios Históricos, vol. VII, Santiago de Chile, Imprenta y encuadernación Barcelona, 1909. Reproducido en sus Obras Completas, tomo VII.
[3] Santiago de Chile, Imprenta del Progreso, 1849. Pág. 4.