Hay escritores que en un campo literario determinado son fundamentales para explorar nuevos territorios: traen noticia de lo que se está fraguando en otros rincones del mundo, traducen lo fundamental de tendencias y autores aún no conocidos y ejercen un magisterio desde la escritura para forjar una opinión informada y veraz a través de la columna de opinión, el artículo, la reseña o el ensayo.
En este sentido, al interior de la denominada Generación del 50, Martín Cerda fue uno de los más relevantes escritores que con dedicación, celo y entusiasmo leyó, parafraseo, divulgó y explicó una serie de nombres que el mundillo literario chileno de la época no conocía o mal había oído. Sólo un dato ejemplificador que muestra la asimetría desquiciante: cuando hacia 1950 aún ardía la trasnochada valorización de un concepto de literatura arraigada en la experiencia rural y la evaluación de sus tipologías (el peón, el inquilino, la china, el hacendado, el afuerino) quedando nominada en nuestros manuales al uso como criollismo -y que aglutinaba a escritores como Mariano Latorre, Eduardo Barrios y a críticos como Raúl Silva Castro- , Martín Cerda veía la necesidad quijotesca de traducir al castellano El grado cero de la escritura de Roland Barthes o El dios cautivo de Lucien Goldmann.
Pero no se trata de constatar el interés de Cerda por esos autores como por otros de su predilección como Lukács, Axelos y Solyenitsin como manifestación de un snobismo intelectual, teñido de cierta ingenuidad provinciana, sino más bien de apreciar en aquel interés, una necesidad vital por buscar respuestas a las lacerantes preguntas que cualquier escritor que se precie se plantea acerca de sí mismo y su labor: ¿por qué escribir?, ¿para quién escribir?, ¿con qué sentido escribir? Preguntas sin respuesta inmediata y que, ciertamente, el joven Cerda intentó responder viajando muy temprano a Europa a fines de los años 40 y con la idea de dar oportunidad, no sólo a su natural curiosidad intelectual, sino a su exigencia íntima de escritor en ciernes.
Un puñado de años entre Berlín y París hasta su regreso a Chile a mediados de la década del 50, marcaron decididamente a Cerda: la peregrinación al primer mundo, tan necesaria para nuestros escritores y que venía inscrita en la tradición inaugurada por los poetas modernistas de principios de siglo, fue para el joven autor un aliciente no menor que lo marcaría de por vida. Porque no sólo se trataba de lecturas, datos eruditos o experiencias de viaje, se trataba de concientizar un rigor, una intensidad, una actitud hacia la escritura lo suficientemente decidida para comprometerse con ella a sabiendas de la indiferencia social y la chatura de la época, un verdadero desafío para aprender a pensar.
Múltiples son las puertas entreabiertas por las lecturas de Cerda, no todas valoradas en su justa medida en su oportunidad, tal como puede verse en su temprana recepción de Barthes. Pero quizás las puertas más extrañas o curiosas tienen relación con una peculiar obsesión suya por aquella raza maldita de autores que transaron conscientemente con lo siniestro y que Cerda se regodea admirativamente en citar y parafrasear, queriendo comprender la radicalidad de sus gestos. De esta forma, en diversos artículos y ensayos, van apareciendo como fantasmas los nombres de Ernst Jünger, Pierre Drieu La Rochelle, Ernst von Salomon, Louis Ferdinand Céline, Oswald Spengler, Charles Maurras, Ernst Niekisch: una verdadera galería de escritores notables y talentosos, sin duda, unidos por el sino trágico de sus opciones existenciales y políticas y que no se amilanaron al renunciar a la promesa de felicidad que toda literatura, a pesar suyo, trae a sabiendas, como si de un regalo secreto se tratase y que puede ser obtenido al final de los finales. Para estos escritores no hubo tal, no existió la promesa y si llegaron a sospecharla fue en la decisión histórica más aberrante que testimonia el siglo XX al haber oído muy de cerca las tentaciones de Mefistófeles. Uno se pregunta, ¿cómo Cerda, simpatizante de izquierda, escéptico y crítico con tantos discursos de redentorismo barato, puede dedicar páginas y páginas, plagadas de admiración y hasta de reverencia, a estos autores?, ¿acaso hay ahí una mera tolerancia bien pensante de cuño ilustrado?
No es fácil responder a esto y no creo tampoco poseer la capacidad para esclarecer el asunto. Simplemente deseo esbozar un par de ideas que me permitan, para mí al menos, entender esas obsesiones de lectura por parte de Cerda. En primer lugar hay que tener en cuenta que detrás de esos nombres y sus obras es posible hallar, entre otras, a un par de figuras tutelares y de la mayor importancia en el universo de significaciones del ensayista chileno que, me da la impresión, posibilitaban la articulación por parte de éste de un eventual filtro de recepción que permitía aclimatar, entender y valorar sus lecturas, como también calibrar sus eventuales sentidos y servir como punto de referencia para establecer sus coordenadas críticas. Esas figuras a las que me estoy refiriendo son Georges Sorel y José Ortega y Gasset. Respecto de este último, son abundantes y certeras sus menciones en la escritura de Cerda: paráfrasis, citas, evocaciones, alusiones. En esto puede verse la verdadera influencia que ejerció en su formación intelectual el autor de España invertebrada, influencia para nada privativa para con nuestro ensayista y que también es rastreable, entre otros, en Luis Oyarzún y Jorge Millas. Las referencias a Sorel, en cambio, se muestran más espaciadas en su escritura, menos evidentes, felinamente dispersas, pero con no menor incidencia para lograr comprender la hondura de su talante analítico.
Efectivamente: Sorel y Ortega creo que le entregan a Cerda la base teórica de sus disquisiciones, su tabla de valorización y sobre todo, el fundamento –y digamos también: el pretexto- que le permite desplegar su reflexión en torno a dos temas capitales que pueden ser rastreados en buena parte de su obra: la violencia nacida de la crisis ideológica en los albores del siglo XX y el consecuente emerger de los movimientos de masas y la consabida decadencia de la cultura ilustrada de raigambre burguesa. En esto Cerda por supuesto que no se halla solo: es casi un lugar común de la intelectualidad chilena entre las décadas del 40 y el 50 y hasta bien entrados los años 60 el volver una y otra vez en torno a estas preocupaciones como son el vaciamiento de sentido de una cultura ilustrada que cede paso a los anónimos movimientos de masas, poniendo en crisis las búsquedas de identidad social y cultural de los decenios precedentes, como asimismo la sospecha ante esas mismas masas demasiado sensibles ante discursos demagógicos como los de Ibáñez o Alessandri. En una compleja y densa red de concomitancias, influencias y lecturas comunes, es posible hallar algunas coincidencias asombrosas entre intelectuales y escritores disímiles y hasta opuestos cuando abordan críticamente estos temas: Mario Góngora, Luis Oyarzún, Jorge Millas, Alfredo Lefevbre y Clarence Finlayson -por mencionar un puñado de nombres- viven y escriben obsesionados por estas problemáticas, ilustrando del mejor modo la conciencia epocal de un proceso de modernización salvaje que es antesala a nuestros actuales estados de globalización.
Lo que a Cerda le llama la atención y es motivo de sus observaciones y comentarios es, en este nuevo escenario de la realidad chilena y universal, la reconfiguración del espacio público y el rol del escritor al interior de éste. Y me parece que en ese sentido tomar decisiones radicales por parte del escritor como sujeto inscrito en un instante fáustico –por lo que implica la invitación a la acción para enfrentar tamaño desafío-, representa a los ojos de Cerda una atracción y un peligro: atracción por la necesidad de aventurar posiciones en un espacio movedizo y fulgurante, peligro por lo que implica tomar partido en un juego que cobra su venganza desde los hechos mismos y sin posibilidad de arrepentimiento. En esa sutil y cruel dialéctica es desde donde creo que puede entenderse la admiración y el arrobamiento estremecedor que provocan a Cerda escritores como Céline, Spengler, Jünger y von Solomon: el riesgo suicida que subyace en pasar de la idea a la acción sin medir consecuencias racionalmente aceptadas y desde donde es explicable, pero no aceptable, el desastre que significan estos escritores al querer responder ante los requerimientos de la época.
Al final, el fracaso de la escritura en una época planetaria conlleva la imposibilidad de conformar una opinión ilustrada. Y en ese atolladero, Cerda ha escogido ser testigo y relator de hechos, analista de la sinrazón y atento vigía del sentido. Por lo tanto ¿no nos atrae con pasión casi amorosa –es decir con desiertos y destructivamente- aquello que no somos, aquello que nunca podremos ser? Como el reverso de nuestro yo, el lado oscuro de la tentación mefistofélica entona una melodía que haría palidecer a las sirenas de Kafka.