Hoy, Héctor Rojas, profesor adjunto de la Escuela de Educación de la Universidad de O´Higgins, reseña «Matate, amor», novela que se incorpora a las filas de la creciente literatura que problematiza la maternidad.
Matate, amor fue la primera novela de la escritora argentina Ariana Harwicz en el año 2012. Luego la siguieron La débil mental (2014), Precoz (2015) y Degenerado (2019). A pesar de la sostenida producción y – leo en diversas notas de prensa – interés de la crítica, fue un nombre que me fue esquivo hasta ahora. Matate, amor tiene una nueva edición de 2018 en MARDULCE, que es la primera novela de Harwicz que leo, la única por el momento.
La novela está escrita principalmente desde el relato interior de su protagonista, salvo un par de momentos en los que cede la voz a otros personajes. Se trata de una mujer que narra una vida que le pasa por encima. La crítica ha hecho énfasis en la reflexión sobre una maternidad no deseada que permite la obra, especialmente en un momento en que en Latinoamérica la última ola feminista ha impulsado la discusión sobre el aborto y la obligatoriedad de la maternidad. La asimilación sobre su vida de madre no es desde una consigna crítica a la maternidad. Es su maternidad, no la de otras mujeres, la que no le hace sentido porque no fue elegida: “Si no hubiera habido ese gesto de darme vuelta, si yo hubiera cerrado las piernas, si le hubiera agarrado la pija, no tendría que ir a la panadería a comprar la torta de crema o chocolate y las velitas, medio año ya” (9). La paternidad es todavía más insustancial porque además de no ser elegida es apenas mínimamente responsable.
Otra idea incómoda que trabaja Ariana Harwicz es la latencia de la muerte. Hay deseos novelados de asesinar y de morir, que no llegan a constituir planes reales y se esfuman en la divagación de la narración. Hay vecinos suicidas, familias completas que se han matado. Hay suicidas que ante la presión de su entorno se quitan la vida, una suerte de entorno de muerte. También está ella, no suicida pero atrapada y ante la presión social la muerte se viste de libertad, como el título de la novela insinúa. Es una libertad superficial y falsa, por eso descartada.
También hay una vida de pareja ridícula. No hay amor, ni siquiera hay dudas sobre el amor. La vida de pareja viene y sucede. Tampoco hay comunicación que permita resolver algo. Entre tanto silencio entre personajes, como lectores nos vamos volviendo cómplices de una crisis de la que nos enteramos por todo lo que narra la novela y que no es dicho en la voz de sus protagonistas. El silencio teje un resentimiento por el otro que con su propia reserva de sentimientos se muestra hostil y carente de empatía: “Es preferible callar, es lo que hago, hacerme la sota” (95). El silencio es en la novela un acuerdo implícito y el medio a través del cual se vuelven desconocidos.
Es una novela repleta de experiencias sensoriales y de ideas, muy íntima, aunque no tanto como para generar identificación con la protagonista, afortunadamente. Su historia en cambio se deja ver poco a poco, muestra lo que piensa y esconde lo que pasa. Precisamente en esa desproporción es que Ariana Harwicz encuentra un lugar en lo literario en un hábil gesto en el que el interior funciona como una cortina de humo de la historia. No solo hay un tema contingente y aunque sí lo hay, no es un emblema que ensombrezca la novela. Hay bastante humor negro e incluso momentos estéticamente hermosos, a pesar de la falta de trascendencia. Se trata de una mirada crítica, aunque sin la presión de ser correcta, lo que resulta en una obra que merece ser leída con atención.