Pablo Salgado, estudiante de bibliotecología de la Universidad Alberto Hurtado, nos deleita hoy con esta preciosa crónica que capta las contradicciones de la muerte y el funeral de un narco de su barrio: “Yo, personalmente, tengo sentimientos encontrados con la muerte del Galo. Es difícil que me oigan gritar a todo pulmón “narco muerto, abono pa´ mi huerto” y tampoco se me saldrá de la boca una elegía sincera a su persona. Pero no soy muy adepto a la idea de corchetear forzosamente alas de ángeles a las personas solo por el hecho de que fueron populares en vida”.
Es cultura general saber que los velorios tienden a realizarse bajo un respetuoso silencio. A lo más se escucha alguna que otra conversación entre los presentes, pequeñas risas de algunos niños que aprovechan de jugar un rato cerca, o el infaltable llanto devastado de alguien cercano al finado. Pero jamás se llega al punto en que de golpe se arma todo un escándalo y a la mala se tiene que callar a los asistentes para no despertar al cadáver de su eterno sueño. Se puede estar de acuerdo en que los velorios no difieren mucho entre sí, generalmente son bastantes tranquilos sin importar quién es o en dónde vivía el muerto. Sin embargo, cuando fallece un narco llega a ser curiosamente distinto.
La muerte del Galo fue algo que todos en el barrio sabíamos que llegaría tarde o temprano. Él era el narcotraficante estrella de Reina de Chile, algo así como nuestra humilde versión de Pablo Escobar o el Chapo Guzmán. Conociendo su ocupación, no sería sorpresa que su vida terminara de forma repentina, o por lo menos de manera violenta. Como mi casa queda directamente al frente de la suya, mi familia y yo fuimos muchas veces testigos de las mexicanas que le hacían al Galo, de los lujosos autos que se estacionaban cerca para ir a comprarle, etc. No cabía duda de que, dentro del mundo de los traficantes, la popular presencia del Galo daba pie a peligrosas rivalidades pero también a considerables transacciones.
Deben haber sido las tres de la mañana cuando desde la casa del Galo salió desesperada la Paty, su polola de diecinueve años, pidiendo a gritos una ambulancia. Era la madrugada del primero de enero, la calle se encontraba en absoluto silencio. Solo la desesperación de la Paty implorando para que alguien la socorriera rompía la serenidad. En poco menos de una hora un furgón del Hospital San José se llevó rápidamente al Galo a un viaje sin retorno. Durante todo ese tiempo, ningún vecino tuvo que asomar la cabeza para sapear porque se alcanzaba oír lo que ocurría desde la comodidad de sus casas. La sirena de la ambulancia se hizo cada vez más tenue al marcharse con urgencia de vuelta al hospital y Reina de Chile quedó de nuevo en un sepulcral silencio.
Curiosamente, y aún sin haber recibido información oficial hasta entonces, al día siguiente los cahuines entre los vecinos sobre la posible muerte del Galo no se hicieron esperar. Decían que había sido baleado por una banda rival a pesar de que no se oyeron disparos esa noche; decían que lo agarraron a apuñaladas en la propia entrada de su casa; que su salud estaba en la caca por estar todos estos años jalando cocaína y que una caída accidental del techo había determinado su fin. Muchos también apuntaban a la Paty como la principal responsable.
Sonaba poco probable que el Galo muriera por consumir falopa. Siendo alguien que jalaba a menudo, sorpresivamente era capaz de actuar de manera calmada entre los vecinos cuando andaba drogado. Como era difícil saber cuándo el Galo había inhalado (a menos que se le escapara alguna mueca rara), uno podía suponer que se había vuelto hábil en controlar sus efectos secundarios. Así, días previos al velorio, se confirmó por parte de uno de sus cercanos que los últimos cahuínes mencionados algo de verdad tenían. A modo de resumen, el fallecimiento del Galo ocurrió de la siguiente manera:
En vísperas de Año Nuevo, él junto a la Paty y unos amigos estuvieron haciendo lo de siempre: consumir falopa. Dicen que estuvieron jalando más que de costumbre. Pero para esta ocasión, la Paty trajo consigo cocaína de otro barrio. Como el Galo siempre fue “precavido” en torno a lo que él mismo consume, se negó inicialmente a inhalarlo. Sin embargo, ante la insistencia de su polola, terminó haciéndolo igual. Ahí fue cuando todo se fue a la cresta. El Galo comenzó a actuar de manera alterada y errónea. Se subió al techo sin razón, para terminar cayéndose violentamente de cabeza al suelo. El efecto de la droga amortiguó de alguna manera el fuerte impacto. Se levantó para salir pocos minutos después a guata pelada a la calle y arrancar hacia Antonia Silva. La señora Marta y su marido, el Pinocho, se dieron cuenta de que algo pasaba con el Galo y lo persiguieron para calmarlo. Junto a dos vecinos más lo agarraron y lo llevaron como pudieron a su casa mientras intentaban hacerlo entrar en razón. El Galo solo atinaba a tirar patadas y a agarrarlos a chuchadas. A pesar de haber vuelto, el Galo continuó con su actitud violenta durante el resto de la tarde.
El llamado de auxilio de la Paty a las tres de la mañana ocurrió porque el efecto de la cocaína ya había terminado y su temerario piquero desde el techo le estaba cobrando más de la cuenta. Su organismo no podía aguantar más. Nunca detallaron si fue específicamente por las fracturas en el cráneo o por otra causa, pero lo que es seguro es que el Galo cerró sus ojos para siempre breves momentos después de que lo ingresaran a Urgencia. No se pudo hacer mucho para poder traerlo de vuelta. Así, de manera irónica, la muerte del Galo a sus cuarenta y dos años fue producida por lo que él mismo vendió y consumió todo este tiempo. Uno puede decir que cayó por su propio peso, literal y simbólicamente. A la semana después de su entierro se empezó a difundir por la población un par de videos donde se veía en absoluta crudeza cómo intentaban controlar al Galo en Antonia Silva.
La figura del Galo en el barrio Las Torres daba para mucho de qué hablar, y su velorio no fue distinto. La noche del cuatro de enero, varios vecinos de Reina de Chile se reunieron para darle un último adiós a eso de las nueve de la noche. En su casa se abrieron las rejas para llevar a cabo una despedida abierta a todo público. Sin embargo, la jornada no fue para lamentar su ida, sino para celebrar su figura, enaltecerla, y hacer una especie de canonización popular. La verdad es que la «Fiesta de San Galo» pudo haber sido un buen epíteto para este evento. Las que supuestamente serían horas de silencio por respeto al finado, se convirtieron en cambio en horas de fiesta y carrete. Sonidos de petardos saltaban entre populares canciones de reggaetón que sonaban a todo volumen. Ya que mi casa queda frente a la casa del Galo sentíamos el carrete de manera directa. Frente al sonido de los petardos, mis mascotas estaban alteradas y mi abuelo se paseaba asustado porque creía que estaban disparando cerca.
Ya que nunca antes había tenido la oportunidad de asistir a un velorio narco, tomé los pocos cigarrillos que me quedaban y salí a la calle para ver de qué trataba todo este asunto. El Víctor notó mi llegada y se acercó a ofrecerme una chela. Se la negué contestándole que con los cigarros me bastaba por ahora y le convidé uno. Estuvimos un rato conversando sobre lo sucedido y aprovechó de ponerme al tanto sobre el paradero actual de la Paty, quien no estuvo presente en el velorio. En palabras cortas, muchos le echan la culpa y prácticamente quieren verla muerta. Así que esa misma mañana ella atinó a arrancar de la casa junto a su mamá a quién sabe dónde…
Básicamente estaban velando al Galo a mitad de la calle. No era difícil confundirlo con un carrete masivo si no fuera porque la tumba estaba a vista de todos. Había muchos autos estacionados a lo largo de la avenida por lo que la 101 y la 712 tenían problemas para realizar parte de su recorrido y prácticamente tenían que pedir permiso a través de tímidos bocinazos para pasar. A pesar de que había un alboroto enorme, los pacos no hicieron ningún acto de presencia durante toda la jornada. En parte por su característica cobardía y carencia extrema de neuronas, en parte porque se sabía que había pacos que iban a menudo (con patrulla y todo) a comprarle merca al Galo y era muy probable que algunos oficiales de civil estuvieran en el velorio para rendirle tributo al caído dealer. En las afueras de la casa del Galo estaba tendido un lienzo con muchas fotos del Galo en ella, más las típicas frases “Descansa en paz”, “Te extrañaremos”, “Nos veremos en el cielo”, etc. Lo mismo ocurría con varios autos estacionados que tenían pintados en sus ventanas mensajes tales como “Hasta siempre, Galo”.
El velorio estuvo marcado por gritos contra los pacos, algún que otro discurso improvisado hacia el Galo, mucho copete y petardos, y la insistencia de los vecinos a que perrearas hasta el piso algún tema de Don Omar, Wisin y Yandel o Tito el Bambino. Un rato después de que me fumara el último cigarrillo, me despedí del Víctor y me entré a la casa. Clásicos del reggaetón continuaron sonando a todo volumen junto a los estallidos de los petardos. A eso de la dos de la mañana ya todos los asistentes del velorio se habían ido. Pese a que literalmente fue más un carrete que un velorio como tal, sorpresivamente la calle quedó limpia y libre de latas de cervezas y cajas de vino tinto.
Ahora se venía algo que algunos temíamos. Ya que fue primero el velorio narco, lo que correspondía a continuación era el entierro narco. O sea, los disparos al cielo y las balas locas. Al menos todos los vecinos de Reina de Chile tenían claro que al Galo lo enterrarían al día siguiente a eso de las una y media de la tarde. En comparación con el velorio, menos personas se presentaron donde el Galo ese cinco de enero. Muchos estábamos en nuestras casas, esperando a que no dispararan o que al menos no nos tocara a algunos de nosotros cabecear algunas de esas balas si llegaban a sacar las pistolas. Sin embargo, la salida de la carroza fúnebre desde la casa del Galo fue silenciosa. No hubo disparos ni tampoco gritos, ni mucho menos petardos. Solo se sentía el ruido de los autos que se acercaban a la marcha fúnebre. Fue algo totalmente opuesto a lo que teníamos esperado para el entierro de un narcotraficante como él. Apenas la carroza abandonó su casa y avenida Reina de Chile, el barrio volvió a la calma y normalidad dando un mudo final a todo este asunto funerario sobre el Galo.
Muchos vecinos lamentaron la muerte del Galo y estaban al mismo tiempo agradecidos de que haya formado parte de sus vidas. Por ejemplo, el Yiyo cuenta que está en eterna deuda con él porque en un momento en que la situación económica de su familia era muy mala, el Galo le dio un par de guatonas con moño para que las vendiera en el barrio mientras buscaba una nueva pega, o la tía Sonia recuerda la compañía del Galo y las conversaciones que tenía con él cuando iba a su almacén a comprarle cigarros sueltos. Incluso mi mamá, que nunca fue directamente cercana a él, cuenta que el Galo siempre cooperaba harto para todas las fiestas de Navidad y Fiestas Patrias que se realizaban en la avenida.
Yo, personalmente, tengo sentimientos encontrados con la muerte del Galo. Es difícil que me oigan gritar a todo pulmón “narco muerto, abono pa´ mi huerto” y tampoco se me saldrá de la boca una elegía sincera a su persona. Pero no soy muy adepto a la idea de corchetear forzosamente alas de ángeles a las personas solo por el hecho de que fueron populares en vida.
Hay que decir las cosas como son. El Galo fue un narcotraficante. Uno que tuvo contactos con los pacos y que no sorprendería descubrir después de todo este tiempo que también los tuvo con los milicos del regimiento Buin. ¿Cómo se puede estar conmovido con la muerte de alguien así? Quizás haya sido simpático, quizás haya sido generoso, etc., pero no quita el hecho de haya sido un traficante al fin y al cabo. Al mismo tiempo, los negocios turbios del Galo nunca intervinieron directamente con la vida de los vecinos de la población. Si bien fuimos testigos de mexicanas y balaceras, de manera extraña nunca tuvimos que contar que un vecino recibió un balazo por culpa de él. Y la verdad, tampoco nos puso una pistola en la espalda para que consumiéramos lo que él vendía, por ejemplo. El Galo solo abría los brazos a quien quisiera entrar al podrido mundo en el que él ya era habitante desde hace muchos años. Y es eso último lo que me retiene de celebrar que al fin haya muerto. Llama la atención que la peligrosidad que rodeaba su vida jamás fuera una amenaza social que necesitara de una intervención urgente en el barrio.
Teniendo en cuenta todo lo que ha ocasionado la droga en nuestra sociedad y en barrios bajos para ser específicos, alabar a alguien como el Galo se siente como elogiar a un violador o a un asesino. Pero tampoco siento un profundo odio hacia su persona. A pesar de ello, en Reina de Chile se volvió casi un sacrilegio hablar mal del Galo desde que falleció. Si alguien hubiera hablado mal de él abiertamente durante su velorio, era muy posible que hubiera vuelto a su casa con varias patadas en la mente o con una coqueta sonrisa en la guata ¿Qué hace uno entonces? Regurgitas algunas dedicatorias o aprendes a disimular simpatía si es que de verdad eres de la población. Así de simple.
Si llegaran en algún momento a preguntarme mi opinión sobre el Galo, solo daría las respectivas condolencias y cambiaría el tema. Como tuve pocas interacciones con él, a lo más llegando a ser “conocidos”, no me nacen las ganas de aplaudir como fanático religioso y tirarle flores cada vez que se le mencione con el único pretexto de que era popular y todos lo conocían. Pero tampoco me provoca gastar demasiada saliva para seguir profanando su sagrado nombre. El Galo mantiene su eterno descanso hasta el día de hoy y solo hay que dejar que siga durmiendo en paz.
Es curiosa la figura y presencia del narcotraficante en una población. Para alguien que se convierte de forma física en un aspecto negro del ser humano y de la sociedad en sí, tiende a recibir bastante cariño y aprecio de la gente con la que convive porque al mismo tiempo forma parte y conoce lo que es pertenecer a un barrio en conjunto con las necesidades que la rodean. Así, la imagen del narcotraficante se vuelve un importante componente, característico de un barrio popular, estando casi al mismo nivel que el dueño de una botillería, la dueña de un almacén, la vecina que hace costuras o el borrachito simpático. ¿Debiera entonces ser ese un motivo lo suficientemente potente para perdonar a un traficante de todos sus pecados? A partir de mi experiencia asistiendo a un velorio narco, al parecer lo es.