“Estamos en un momento en que mucho depende de nuestra capacidad como país de conversar, escuchar, aprender de opiniones ajenas y modificar las propias. La crítica literaria podría ser un campo en el que ensayar una cultura del respeto, la apertura mental, sin perder la capacidad de tomar partido o proponer juicios de valor”, nos dice Fernando Pérez en esta crónica sobre la crítica en el Chile actual, y las posibles formas de ponerla en práctica.
Desde mi adolescencia hasta mi juventud leía semanalmente la crítica de Ignacio Valente en la Revista de libros de El Mercurio. Pese a todas las razones de peso que hay para distanciarse de ese personaje, seudónimo del sacerdote Opus Dei José Miguel Ibáñez Langlois, considero que durante esos años aprendí mucho de sus reseñas siempre rigurosas. Varias de ellas estaban claramente sesgadas por sus prejuicios religiosos o estéticos, pero al mismo tiempo las distinguía su ejercicio cuidadoso y razonado del juicio literario. Recuerdo haber compartido el entusiasmo de Valente por algunos autores como Parra, Zurita, o Hahn y su rechazo hacia otros (como Fuguet, que en esa época purista me parecía imperdonablemente comercial). Recuerdo también haber sentido que en su alabanza de algunos y su antipatía o desinterés por otros había no poca arbitrariedad. Como debiera sucederle a cualquier lector, empecé de a poco a formular juicios que no coincidían con la autoridad del crítico.
Aunque con los años me fui distanciando cada vez más de su canon y aprendiendo a desconfiar de la estrechez de su mirada y de su tono tajante, siempre conservé cierto respeto por su voz, y cuando dejó de ejercer la crítica por algún tiempo la eché de menos, como se echa de menos a un viejo conocido cascarrabias con cuyas opiniones no concordamos pero a quien nos gusta escuchar. Es cierto que otros críticos siguieron cultivando el género de la opinión severa (como Patricia Espinosa), pero me parece que con el retiro de Valente perdió vigencia esa figura de un crítico como árbitro de la calidad literaria, y creo que fue para bien: hace poco se reeditó una selección de sus críticas, y aunque no he tenido ánimo de releerlas, intuyo que no hay mucho ahí que nos haga falta hoy. El crítico ceñudo y riguroso que define a partir de su propio criterio infalible el valor de un libro se ha convertido en una caricatura algo ridícula con el paso de los años, retratado inmejorablemente por el personaje Anton Ego, en Ratatouille.
Cuando yo mismo comencé a ejercer la crítica hice también juicios tajantes, intenté discriminar lo bueno de lo regular, o distinguir al interior de una misma obra los gestos más y menos logrados, a veces con una dosis no menor de petulancia. Pero con el tiempo comencé a desconfiar no solo de los juicios de Valente o de cualquier otro crítico, sino de los míos propios. Me di cuenta de que se modificaban con el tiempo: en algún momento Whitman, Ashbery y Millán me parecieron poetas extremadamente aburridos, medidos con el criterio de la poesía como intensidad reconcentrada de lenguaje y de iluminación. Ahora me parecen fascinantes, mientras que otros autores que me deslumbraban se me han vuelto insoportables. Mis rechazos y animadversiones se fueron volviendo algo más vacilantes a medida que me daba cuenta de que me había dejado de interesar la crítica como calificación y de que me interesaba mucho más su potencial de construir conversaciones.
Sigo pensando que una de las funciones de la crítica tiene que ver con la autoridad de un sujeto experto que opina con fundamento, no tanto para orientar al público como para fomentar la discusión, reaccionar al trabajo literario o artístico, reconocer el valor de lo bien hecho y mostrar lo defectuoso en un oficio. No creo que ese registro deba desaparecer ni censurarse, pero en lo personal no me interesa demasiado. Mientras más he ido aprendiendo de literatura, como lector y escritor, más tiendo a plantear juicios parciales y perplejos, tentativos. No dejo de juzgar, pero no me interesa mucho zanjar la discusión. Es verdad que la crítica desde un lugar de autoridad puede tener la función de estimular el debate, pero me pregunto si es debate o diálogo lo que necesitamos ahora en el campo literario.
En una discusión los interlocutores son adversarios, y cada uno pretende derrotar al otro. Se suele descalificar al contrincante, levantar el tono de la voz, encontrar estrategias para hacerlo tropezar. En una conversación, por el contrario, no hay vencedores ni vencidos, hay un intercambio de puntos de vista, que se conciben en principio como compatibles o complementarios, o que se aceptan como irreconciliables sin que eso impida continuar el diálogo. Puede haber opiniones marcadas y posturas definidas, pero siempre está la posibilidad de que el intercambio las matice o modifique. Pensada como una conversación, el valor de una crítica no proviene exclusivamente de la competencia de quien la emita, sino también de su capacidad de contribuir a una lectura en común en que nadie tiene la última palabra, en que la capacidad de escuchar importa más que la capacidad de hablar fuerte, en que los juicios son esfuerzos por comprender antes que aprobaciones o condenas sin apelación.
Existen varios peligros para este registro de escritura: por una parte, es fácil que caiga en la complacencia y el elogio vacío. Por otra parte, la dispersión del campo literario tiende a hacernos conversar solo con quienes opinan parecido e ignorar al resto, como sucede con frecuencia en los intercambios de redes sociales. Con todo, creo que a fin de cuentas esta crítica le puede resultar más útil a los lectores y escritores, y ser un ejercicio productivo para quienes la intentemos. Estamos en un momento en que mucho depende de nuestra capacidad como país de conversar, escuchar, aprender de opiniones ajenas y modificar las propias. La crítica literaria podría ser un campo en el que ensayar una cultura del respeto, la apertura mental, sin perder la capacidad de tomar partido o proponer juicios de valor.
¿Cómo lograr que la escritura crítica no sea un mero monólogo? ¿Cómo hacer del comentario de textos literarios un aporte a un debate más amplio? ¿Cómo vincular las discusiones del campo literario con cuestiones sociales urgentes sin perder de vista su especificidad? ¿Cómo reconciliar un registro de escritura amable con una postura crítica, lúcida, capaz de señalar problemas y formular contradicciones? ¿Cómo combatir la tendencia del medio a encasillarnos en grupos relativamente homogéneos y aislarnos de opiniones divergentes a la nuestra? Son algunas de las preguntas que me quedan rondando respecto a esta propuesta de crítica y que me gustaría dejar en el aire, flotando, por si encuentran alguien que se anime a recogerlas.