En cierta medida, no hay nadie por estos días que no sea artista. Me refiero no a una potencialidad o condición latente, como por años solió interpretarse la célebre máxima del artista alemán Joseph Beuys «todo hombre es un artista». Hablo más bien del oficio primario de un artista: producir imágenes, incluyendo la imagen de sí mismo.
Lo anterior es una de las conjeturas que surgiría al visitar la exposición Colección vecinal en el Centro Cultural Matucana 100, Santiago, abierta desde el 6 de agosto hasta el 25 de octubre de 2013. Sin embargo, habría una conjetura anterior: el privilegio de la curaduría de arte (angilicismo de curatorship) puede dejar de ser tal; todos, de alguna manera, seríamos curadores, como se aspira a que efectivamente ocurra con los vecinos convocados a prestar temporalmente un objeto para la exhibición.
Por otra parte, aunque no sea intencional, Colección vecinal agita las aguas respecto de la inquietante relación entre práctica artística y curaduría. ¿Cuán separadas están, cuán diferentes realmente son? Un mérito innegable de la exposición es la cantidad de preguntas que provoca, algunas, creo, a su pesar.
Ideada y gestada por Gonzalo Pedraza (1982-), curador chileno del área de artes visuales de Matucana 100, Colección vecinal ha sido anteriormente montada dos veces y viene cambiando según la ubicación del recinto de exhibición. La primera ocasión fue el año 2008 en Galería Metropolitana, Santiago, y la segunda en la VII Bienal de Mercosur, Porto Alegre. Hoy se pueden apreciar cerca de 1500 objetos, los cuales fueron solicitados a vecinos de Matucana 100 bajo la pregunta «¿nos presta su obra de arte?», considerando colegios, museos y locales comerciales. Cabe mencionar proyectos relacionados, emprendidos también por Pedraza como Colección de imágenes y Colección televisiva, iniciados en 2012 y 2011 correspondientemente.
Pese a haber objetos volumétricos, su montaje tiende a aplanarlos. Las paredes, pintadas de un azul violáceo («azul paquete de vela») que ayuda a cohesionar el total, recordando, a su vez, el color de casas coloniales de Chile, concentran y soportan esta colección temporal. La idea motriz del proyecto, según confiesa el curador, surgió de los cuadros que representan gabinetes o colecciones; se trata de un subgénero de la naturaleza muerta, algo habitual en Europa del norte por el siglo XVII.
El escritor francés Georges Perec (1936-1982), también seducido por tales pinturas, escribió en 1979 su última novela El gabinete de un aficionado. Historia de un cuadro, que incluye un esquema y listado de pinturas insertas en una pintura de gabinete, protagonista de la narración. Es probable que esta referencia haya jugado un papel en la gestación del proyecto de Pedraza, tal cual ha sucedido en propuestas de otros curadores nacionales como Alberto Madrid. Emerge asimismo, y quizás con mayor fuerza, otro antecedente: la taquillera «estética relacional» del francés Nicolas Bourriaud, esto es, el intento por superar el fetichismo del objeto, poniendo el hincapié en las relaciones inter-personales que provocaría una obra. En efecto, el comúnmente llamado «arte relacional» es lúdico y enfáticamente participativo.
Si bien existe la posibilidad de que las pretensiones del curador sean más sociales que doctas, ambas citas son inevitables en una mirada atenta a su trabajo. El proyecto quiere hacer participar a personas relativamente desligadas al arte, en su mayoría trabajadores de clase media que no tienen tiempo para practicarlo ni dinero para coleccionarlo o incluso para frecuentar museos o galerías. De mayor a menor grado, se saldría de este esquema el alumnado de liceos y el personal de otras instituciones participantes, como el Museo de la Educación, el Museo de Historia Natural, el MMDDHH, el Museo de Trenes, la Biblioteca de Santiago y el Planetario de la USACH.
Las palabras «propiedad» (que refiere a lo mío) y «autoría» (cercana a «autoridad») convergen en el poder. En Colección vecinal cada objeto fue más o menos alterado respecto del “uso” que le daba su propietario, quien a veces es también su autor: trasladado de su entorno previo, cambiando de estatus pero viéndose fuertemente minimizado por un mar de objetos. Hay algunos tapando, sin más, a otros. Entre bicicletas, dibujos, cuadros, maquetas, barcos en miniatura, muchas reproducciones de pinturas famosas, un auto y tanto más, vemos algunos ejemplares firmados. De mano en mano, del propietario al curador, salvo casos aislados referidos en internet, ninguna cédula aclara procedencias más allá de quienes son los «coleccionistas», como les llama un texto informativo en la sala. La historia de los objetos se deslava.
Colección vecinal impresiona, fundamentalmente por su escala: por el número de obras, por el involucramiento de cientos de personas, por la esforzada gestión (Fundación Luksic y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, por ejemplo, apoyan el proyecto). Se apropia del vasto espacio de Matucana 100 con rotundidad, asemejando un gran almacén o feria. O bien, es un gran assemblage de obras; Allan McCollum o Arman se vienen a la mente. Es más, el proyecto muestra todos los rasgos de una “obra de arte”, salvo el definirse como tal.
La mayor parte de los objetos construyen un estereotipo estridente pero fascinante de lo que sería el arte para un chileno alejado de la historia de las artes visuales y de su alta cultura. Otras veces no, vemos rarezas o -tras un escaparate- asombrosas figuras de Pokémon, de Mario Bros, de Tim Burton, entre otras, confeccionadas en papel por un escolar, Nicolás Ruiz Troncoso. Aquí es cuando más se notaría que el curador fue el último en elegir.
La mera elección, instituida por Marcel Duchamp como legítimamente artística, tomó nueva fuerza en manos de curadores ya en la década de 1960, posiblemente con Harald Szeemann como precursor involuntario del hoy llamado “curador estrella”. Así, una selección de obras hecha por un tercero y en relación con una construcción teórica variablemente consistente denominada «discurso», se convirtió en algo decisivo en el mundo del arte, compitiendo, de paso, con la figuración del artista; superándola en muchos casos. La actual ausencia de un ensayo curatorial en Colección vecinal, al menos como se acostumbra, puede sorprender y/o ser una declaración de un objetivo principal: la exposición.
Promovido como autor por decreto, el «curador estrella» parece una ironía para Chile; lo más cercano que hemos experimentado a esta figura global y postmoderna ha sido, quizás, el cubano Gerardo Mosquera, invitado a liderar distintos proyectos nacionales. Colección vecinal toma sus resguardos para no ser una mera exhibición de un curador con aires de grandeza, pero deja en claro que representa una curaduría fuerte, marcadamente autoral.
El rechazo que puede provocar cierta omnipotencia o franca prepotencia de algunas «curadurías autorales» es justificado si, en efecto, la facultad de validación de obras y artistas por parte de curadores (del estrellato, más aún) es soberana en el arte contemporáneo. Y suele citarse aquí una mera confrontación de artistas versus curadores (no me extrañaría que este texto se interpretara en la misma clave) pero sucede que abundan los artistas-curadores y, aunque resulta obvio decirlo, se olvida que lo importante no son ellos ni alguien en específico, sino las obras, o sea, el arte.
Es, de hecho, tal convicción la que se echa de menos en Colección vecinal: la aglomeración, la curaduría y el curador compiten con las obras mismas. ¿Por qué mostrar los objetos aplacando sus respectivas particularidades? Lo que quizás queda es el opuesto de un afán inclusivo del otro (quien aparentemente estaría fuera del círculo artístico) y de lo otro (lo que aparentemente tiene escaso valor artístico), remarcando la distinción del curador y de su “obra final” (una excepción sería cómo son expuestas las esculturas de aquel escolar de solo 14 años, que él llama bajo la técnica papercraft ). Más que la exposición de un curador-autor, lo que encontramos en Matucana 100 parece una muestra no declarada de un curador-artista. Ciertamente, no deja de ser interesante este orden de los factores: curador de profesión, artista de afición.
Históricamente, el curador surgió en posible nexo con los mismos gabinetes y colecciones que sirvieron de leitmotiv a Colección vecinal. En rigor, surgió en la Europa del siglo XVIII como un cuidador de patrimonios no solo artísticos. Su rol más público lo adoptó posteriormente con la consolidación de la exposición como formato de socialización de tales patrimonios. ¿Es entonces una deformación de su oficio el promover colecciones sobrevalorando su firma o comprende una consecuencia difícil de evitar en estos «tiempos de espectáculo»?
Si el siglo XX bombardeó con innumerables exposiciones, actualmente vivimos una implacable y casi intolerable difusión de obras. La exhibición es el valor supremo, olvidando la producción misma, el producto, el qué y cómo se hace. Ligado a ello es que todos, no sólo los que nos autodenominamos artistas, somos autores visuales. De partida, hacemos de fotógrafos, con nuestros celulares, de expositores por Facebook, Instagram, WhatsApp y en blogs. Algo de esto lo capta y metaforiza Colección vecinal a través de una versión casi totalmente análoga de lo visual, quizás por una nostalgia anticipada frente a una posible hegemonía de la imagen digital.
Coleccionamos y editamos, elegimos y manipulamos, entre curadores y artistas, somos simultáneamente nuestro público, uno bastante impaciente, como si ya nadie quisiese hacer de espectador. La curaduría de Colección vecinal hace de la apropiación una autoría y de la firma un icono. Tengo la impresión que esto ya no basta, porque describe el uso social de las imágenes que impera hoy. Pero es la pequeña escala, lo particular de unas esculturas como las de Nicolás Ruiz Troncoso lo que haría realmente especial al proyecto, además de darnos esperanza, ni más ni menos, de que el arte importaría antes que cualquier autoría.
Esta nota forma parte de una serie de artículos co-editados con Taller BLOC.