Hoy Karen Pesenti, alumna del Magíster en Literatura Latinoamericana de la UAH, nos habla de literatura, infancia y dictadura, a partir del texto Hienas, del coquimbano Eduardo Plaza.
La literatura chilena actual se empapa de voces que tienen algo que contar. Infancias vividas durante la dictadura, entre la censura reinante de los ´80, donde niños (ahora autores) se ubican como personajes principales de la nueva narrativa. Ellos nos hablan y cuentan sus experiencias; nos hacen identificarnos con sus vivencias y acompañarlos en su recorrido. En conjunto han ido llenando las librerías y sus estantes con relatos que son personales, pero también, y al mismo tiempo, colectivos.
Entre los anaqueles de estos libros nos encontramos con uno que pasó casi desapercibido por la academia, aunque no así por otros espacios literarios. Me refiero a Hienas (Ed. Libros de mentira, 2016), de Eduardo Plaza, escritor coquimbano, que ha sido premiado en varias ocasiones: el 2013 obtuvo el tercer lugar del concurso Stella Corbalán, el 2014 fue finalista del concurso de cuentos Revista Paula y el 2015 recibió una mención honrosa en el Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral. El libro se conforma de siete cuentos en primera persona, en los que – como un intento fallido de disfrazarse o cambiar de piel – el personaje principal cambia de nombre sin lograr, sin embargo, cambiar él mismo.
“Federeci cree ser emperador” es uno de los cuentos incluidos en Hienas y consiste en la narración de una infancia precaria. Allí se representa a un niño que, al ser capaz de destruir su inocencia para devolver el dolor a quien lo agrede, se transforma en un monstruo. La acción comienza con un chico en edad preescolar que lee o aprende a leer junto a su madre a través del diario. De vez en cuando, un tío los visita, evidenciando con estas apariciones el abuso y la pobreza en la que están inmersos. Este tío es la representación del peligroso conflicto que existe entre el niño y lo real, y simboliza tanto el miedo del pequeño frente a este ser amenazante, como el terror de una sociedad que se silencia frente a entes censuradores, contra los cuales solo se puede ser astuto, ante la imposibilidad de luchar: “repasaba los titulares rozando el papel con mis dedos, ya sin mirarlo, como leyendo en braille. Sabía que eso lo irritaría” (Plaza 24).
De este modo, el cuento escenifica el enfrentamiento entre este tío y el niño a quien pretende dominar. Aun cuando el adulto despliegue su poder, no puede someter al pequeño que lo provoca. Contrariamente, el protagonista se levanta para hacer uso de su miedo, como aquello que crece en medio de una suerte extraordinaria por el solo hecho de salir vivo:
«Con poca suerte intentaba zafar. Cuando no pudo seguir sujetándome desde una oreja, me agarro del cabello, tironeándome con fuerza y frotándome contra el periódico. Arrodillado, yo golpeaba sus zapatos e intentaba gritar. Pisó una de mis manos. Dolía más que la cresta. El rostro mojado y lleno de tinta. El papel deshaciéndose a jirones, las manos grandes del tío. Las migas de pan en la mesa. El agujero hacia el terreno de los Collao. Mi mano» (Plaza 25).
El niño finalmente logra liberarse y ganar esta confrontación, volviéndose poderoso y mostrándole al tío su superioridad. Una vez adulto el personaje principal dignifica su historia al reconocer que supo cuestionar la fuerza del otro, escabulléndose por los rincones de su casa, para afirmarse como un ser humano libre. Ve también que defendió su dignidad a pesar de las desigualdades patentes entre los cuerpos en conflicto. Y, de todo esto, el gran cimiento fue la habilidad del niño para leer, apelando así, no tanto a la superioridad, como a la secreta predestinación de unos pocos.
Paralelamente, la casa se va convirtiendo en un campo de concentración, descrito como un espacio inacabado, carente como los personajes, y fuente de constantes culpas en el narrador, pues siente que en ella “alguien ha muerto en su lugar”. Esta casa siempre incompleta hace referencia al cuerpo de los personajes, quienes exponen el modo en que la sociedad alberga a monstruos de toda especie y jerarquiza a unos pocos por sobre otros. Esto hace de la casa de infancia un lugar misterioso y al vez peligroso.
Con el avanzar del relato, el narrador cuenta el momento en el que se mudan desde esta casa de infancia al Edificio Ossandon 60, cuyo slogan es “vive como tú y tu familia merecen” (Plaza 25). La propaganda es claramente irónica, pues hace referencia a un lugar tranquilo y cómodo para las familias, mientras los antiguos habitantes de la casa ubicada Ossandon 60 vivían casi en la miseria. De este modo se expone un paralelo entre el crecimiento del niño y el cambio a esta vivienda irreconocible y misteriosa, que lo expone a lo incierto, llamándolo a manifestarse, ahora hombre, como una fuerza oculta y oscura.
En suma, “Federeci cree ser emperador” dispara diferentes interpretaciones: desde la formación del niño-monstruo, hasta la metáfora de una sociedad dominada por poderes hegemónicos. Ambas interpretaciones parecen opuestas pero en realidad son similares para quien relata los conflictos de su infancia que no fue capaz de resolver en su momento. La pugna finalmente se normaliza y nos llega como un código cifrado a través de personajes que, como cuerpos, justifican su posición social y la jerarquía en la que reposan.