Francisco Alvim nació en 1938 en Araxá, una pequeña ciudad de Minas Gerais. En 1953 completó su educación secundaria en Rio de Janeiro e ingresó a la escuela de leyes, que abandonaría luego para seguir la carrera diplomática. Se graduó en 1964 del Instituto Rio Branco, la escuela del gobierno para formación diplomática, el mismo año en que los militares sacaron al presidente João Goulart del poder y abolieron las elecciones por los próximos 20 años. A partir de 1979, Alvim alternó la residencia en Brasilia con prolongados períodos en el extranjero (Francia, España, Holanda y Costa Rica). La potencia duradera de la obra de Alvim probablemente provenga de su nostalgia por pertenecer a algún lugar mientras reside en sitios diversos. En su primer libro, Sol dos cegos (Sol de los ciegos, 1968), el poeta divide su atención entre la placidez de Minas y el frenético ritmo de Rio. Observaciones crípticas sobre el poder, la autoridad y el lugar de trabajo comienzan a aparecer en dos de sus libros siguientes, Passatempo (Pasatiempo, 1974) y Dia sim, dia não (Un día sí y otro no, 1978), amenazando oscurecer el tono puramente lírico de su obra temprana. Lago, montanha (Lago, montaña, 1981) consigue un equilibrio entre estos dos aspectos, en que lo anecdótico se funde con lo lírico para producir una poesía en que el paisaje urbano es capturado, no sin cierto ennui, a través del filtro de la sensibilidad de un “outsider”. Los dos libros siguientes, O corpo fora (El cuerpo fuera, 1988) y Elefante (2000) despliegan la maestría de Alvim en este registro a través de una serie de poemas de fraseo cuidadoso que alían el habla vernácula de los lugares donde ha vivido el autor con una rica tradición de la literatura brasileña que incluye a Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade y João Cabral de Melo Neto. El 2004, apareció un volumen con el título Poemas, que recoge la totalidad de la producción de Alvim.
[N. del T. Esta entrevista fue publicada originalmente en la revista Bomb 102, Winter 2008, en inglés, en el contexto de un número especial dedicado a Brasil. La traducción al castellano fue hecha a partir de la transcripción inédita de la conversación original en portugués. La introducción a la entrevista aparece aquí en una versión abreviada.]
Antonio Sergio Bessa: Chico, tú comezaste tu carrera como poeta y diplomático en un momento de grandes transformaciones políticas y culturales en Brasil y en el exterior. ¿Por qué no me cuentas un poco de cómo se desarrolló ese período que te trajo de Minas para Rio, y luego para Brasilia y al extranjero?
Francisco Alvim: Es verdad, eran tiempos agitados. Eso no quiere decir que mi vida de entonces haya estado marcada por episodios extraordinarios. En Rio, en esa segunda fase en que viví ahí (viví en Rio de los 2 a los 9 años, cuando mi familia se mudó a Belo Horizonte), a partir de 1953 (tenía como 13 o 14 años), terminé el colegio, entré a la facultad de derecho, disciplina que cursé hasta el tercer año, cuando la dejé al ingresar, por concurso público, a la academia diplomática, el Instituto Rio Branco, en 1963, un año antes del golpe de estado militar. Mi generación del Rio Branco se graduó ya en 1964, durante la dictadura, en su fase soft. Recibimos nuestros diplomas un año más tarde, por correo. No tuvimos la acostumbrada ceremonia de graduación solemne, porque no aprobaron al padrino de graduación que escogimos, Tristão de Athayde, una figura histórica de la intelectualidad brasileña en torno a quien (como a otros intelectuales y artistas prominentes) ya se comenzaban a organizar las primeras manifestaciones de resistencia al golpe.
Sufrí el impacto de las realidades políticas del período, por cierto dentro de los límites que me imponía mi adolescencia: las tonalidades sombrías y trágicas del gobierno de Vargas, que terminó con el suicidio del presidente, el Brasil optimista y festivo de Juscelino Kubitschek, la ópera bufa de Jânio Quadros, la debacle de João Goulart y finalmente, el gran estuario de la dictadura. Todo eso en el sistema solar de la guerra fría, con Dien Bien Phu, la guerra de Corea, seguida de Vietnam, y, principalmente, Cuba. En el plano personal, los primeros contactos con la poesía del período fueron por influencia de mi hermana Maria Ângela Alvim, gran poeta, que falleció muy joven, con apenas 33 años. También las primeras amistades intelectuales, el clima de gran excitación cultural de los 60: la nouvelle vague, el pop (plástico y musical), las vanguardas tardías, el “cinema novo” con Joaquim Pedro de Andrade y Glauber Rocha, la profundización en la literatura brasileña, sobre todo de los modernistas, poetas y narradores (Oswald, Bopp, Mário y Jorge de Lima, y luego Bandeira, Drummond) y de la generación siguiente: Cabral, Guimarães Rosa, Clarice Lispector, Dalton Trevisan. Los primeros contactos con Charles Baudelaire, T.S. Eliot, Ezra Pound, Marcel Proust y James Joyce. Y las fiestas, muchas fiestas del período. Junto con mucha angustia y depresión, había una energía enorme, una gran alegría. Eros era un dios fuerte. A los 30 años, en 1968, ya casado y con cuatro años de carrera diplomática, parto para mi primer puesto en el exterior como tercer secretario de la Delegación Permanente de Brasil en la UNESCO.
ASB—¿Y cómo se dio tu encuentro con la poesía conocida como “marginal”?
FA—Cuando volví a Brasil en 1971, luego de una temporada de trabajo en París, me encontré, por casualidad, en un quiosco, con un curioso librito, que compré y devoré de inmediato. Fue mi primer contacto con los escritos de Waly Salomão, que acababa de sacar su primer libro, Me segura qu’eu vou dar um troço (Agárrame que voy a tener un ataque). El libro me encantó por muchas razones, entre otras la fuerza vital extraordinaria que contenía, la confianza y la alegría respecto a la propia experiencia de vida, el pacto con la autenticidad, el contraste de su sensibilidad fuerte y atrevida pero de una gran delicadeza, la ausencia de arrogancia y de satisfacción idiota consigo mismo, la continuidad diferenciada que creaba con respecto al modernismo, del que ya hablamos. Era un texto poderoso, que yo sentía como una especia de farol, que desviaba la vista del ojo mesmerizante de la gran anaconda que estaba matando mil veces a Brasil. En fin, el libro de un gran poeta y un breviario de incitación a la vida en una época de apagón. Salí de esa lectura con la certeza de que la poesía, como por lo demás no podía dejar de ocurrir, continuaba. Constatación obvia, pues nunca creí que el tiempo histórico tuviera el poder de acabar con la poesía. Lo que sí puede acabar con ella (que muere para resucitar luego más adelante), mucho más que las crueldades de la historia, es la falta de respuesta a la serie de impases que ella crea permanentemente para sí. El libro de Waly marcaba con su sello la poesía que ya comenzaba a surgir de diversas fuentes en Río y, un poco más tarde, en muchos puntos de Brasil.
ASB—Cuando pienso en los años ´70 y 80, décadas en que una nueva generación de poetas surgió y se estableció, me intriga su desarrollo descentralizado. ¿Cómo fue, en tu opinión, que se configuró ese momento?
FA—Heloísa Buarque de Hollanda fue la primera en abordar esa poesía desde la crítica, lo que ayudó no sólo a identificarla y divulgarla sino a desarrollarse, gracias a su espíritu siempre abierto no sólo a la invención artística, sino a su relación con la dimensión innovadora que aquella generación, de la que ella misma se sentía parte, traía consigo por su modo de vivir la vida. Ella destacó en la poesía, con astucia, ese elemento constitutivo de su poder de impacto: el modo en que los poetas transferían para el universo cotidiano el sentido político de esos tiempos, para incorporarlo al núcleo de significados (o ausencia de ellos) de la experiencia de cada uno, trayendo la política a un terreno de cuerpo a cuerpo con la vida y volviendo convincente y eficaz la transposición literaria de la dimensión histórica de esa experiencia. Versos como (cito de memoria) «Bateu uma brisa irresponsável e vim te ver» (“Sopló una brisa irresponsable y vine a verte” Ronaldo Santos), «Mais um berro histérico e mato um» (“Otro grito histérico y mato a alguien” Charles), «Cheiro de porrada no ar» (“Olor a mocha en el aire” Chacal), “Esta primavera / não é flor que se cheire” (“Esta primavera / no hay flor que se huela” Eudoro Augusto), «Ai que saudades que tenho/ de meus negros verdes anos» (“Hay que nostalgia que tengo / de mis negros verdes años” Cacaso), «E medo é coisa que não se diz» (“Y el miedo es algo que no se dice” Luís Olavo Fontes), dicen muy poco, casi nada, pero dicen, como bien observó Roberto Schwarz a propósito de otro poeta de ese período. El comentário se adecuaría perfectamente a cualquiera de los poetas recién citados, a muchos otros del período, o a él mismo por su libro de poemas Corações veteranos (Corazones veteranos). Había todavía el sentimiento de que, pese a la diversidad de experiencias y de edad, todos compartían una misma sintonía, y en eso la circunstancia histórica común de cómo vivenciaban, en el plano de la creación, los tiempos de la dictadura fue el determinante fundamental; lo que llevó a Cacaso, poeta y crítico de esa poesía, a intuir que estaban todos empeñados en crear, sin tener conciencia de ello, una obra de cierto modo colectiva, en escribir un mismo, enorme poema. Todo esto sin teorizaciones previas ni obediencia a escuelas o movimientos.
ASB— ¿Y cómo se dio que tú, que seguías la carrera diplomática, terminaras por ligarte a ese grupo?
FA—Waly y el contacto con los poetas de los años 70 continuaban una experiencia anterior, que comienza en el paso de los años 50 a los 60: la amistad con el poeta Carlos Felipe Saldanha (Zuca Sardan). La poesía de Carlos Felipe siempre me impresionó mucho; sus apólogos, fábulas, “spolhettos” e “imbroglios”, y los dibujos que los ilustran, constituyen un comentario certero sobre las venturas y desventuras humanas, de una originalidad sin precedentes en nuestra literatura, y que guarda una notable afinidad con la poesía de la década de la que estamos tratando.
ASB—Zuca Sardan es definitivamente un caso aparte, y no consigo pensar en nadie con quien compararlo. Pues aunque su estilo, con su mezcla de imagen y texto, forma parte de una cierta tradición, su poesía es completamente original y personal. Al mismo tiempo en que se identifican referencias y citas, el material denota una individualidad firme tras el artificio.
FA—Carlos Felipe es un humorista, en la tradición de los grandes. Su postura va más allá de la ironía. La familia a la que pertenece, la de los grandes humoristas, no se limita a responder con contra-golpes a los golpes de la existencia, como en la ironía. El humor tiene una capacidad más desarrollada de imaginación e inteligencia (hablo del humor de los grandes humoristas como Machado de Assis, Shakespeare, Nabokov, Nelson Rodrigues, Flaubert, Lewis Carroll), guarda una mayor distancia, una facultad de mayor abstracción, con respecto a la realidad, que la ironía, siempre empeñada en un cuerpo a cuerpo directo con lo real. De eso resulta una percepción más profunda, que la frivolidad aparente sólo acentúa; es una empatía mayor con el género humano, donde también pululan las más insolubles contradicciones. Es impresionante el poder de sonda de esa obra en que, a través de procedimientos articulados en torno a una dicción aparentemente infantil, al mismo tiempo convincente y falseada, el autor escenifica, en un clima de linterna mágica y escotillones, un teatro inagotable de peripecias. También tiene algo que ver con el espíritu crítico libertario y el erotismo impersonal y libertino del siglo XVIII francés. Recuerda el ancien régime. Y puede ser cruel. Por suerte, la literatura crea, dentro de la realidad objetiva de la vida, otra realidad más esencial, un espíritu de lucha y afirmación de la verdad y la felicidad humanas. Este espacio me fue concedido, en gran parte, por la amistad con el poeta y no reconoce límites impuestos por la otra “realidad”, mucho menos de naturaleza profesional.
ASB: El final de los 60 y la década siguiente fueron sin duda una era de gran agitación cultural, y me pregunto si toda esa efusión cultural puede haber sido algo inhibidora. ¿Sentiste alguna presión de dar continuidad a lo que se había desarrollado antes? ¿Puede haber sido en respuesta al concretismo o incluso al tropicalismo que se desarrolló tu poesía?
FA: Cuando pienso en lo que pasó en la década de los sesenta, en lo que concierne a la evolución de mi trabajo, pienso en una cuestión importante que planteó, incluso en la década anterior, el concretismo. Allí, dentro del debate que se instauró en torno al movimiento en el suplemento literario del Jornal do Brasil, en Río de Janeiro, bajo la dirección de Mário Faustino, surgió de modo indirecto y poco visible a simple vista, el problema de la subjetividad del poeta en los nuevos tiempos, del que sólo tomaría conciencia mucho más tarde y que provocó en mí una gran revolución interior. Aunque reaccioné a la teoría concretista (pues yo finalmente era un poeta en verso, el verso heredado de los modernistas), tanto en cuanto a la ideología como a la forma – pues para mí lo referencial, la relación con el mundo y con la vida de cada uno eran importantísimos, imprescindibles, y en eso seguía también en la dirección de la experiencia modernista, le debo mucho a los concretos, que junto con Mário Faustino pusieron sobre la mesa el importante problema del sujeto lírico, de la elocución del poema, a partir de un sujeto que ya no era el mismo de antes, ni siquiera el “antes” más reciente de los modernistas. Sólo que los concretos (y por lo demás Mário Faustino, en eso como en otras cosas, no los acompañaba) excluían y desvalorizaban la experiencia y el valor referencial de la palabra: partían en dirección a un parti pris des choses (de la palabra y del poema) con el cual yo no me identificaba.
ASB: ¿Con quién te identificabas entonces?
FA: Yo quería continuar la voz que venía de los modernistas. Había, sin embargo, un obstáculo insuperable: la voz de los modernistas ya se encerraba en sí misma, como un sistema lingüístico y simbólico cerrado en sus conquistas consumadas. Por otra parte, el tiempo histórico proseguía y surgían realidades fracturadas, proyectando fragmentos contra las antenas parabólicas de los poetas. La tradición modernista era tan poderosa, con todo, que no faltaron poetas de ese grupo para señalizarle el camino a los recién llegados que se identificaban con ella. Desde poetas que se atenían a lo cotidiano prosaico y banal, hasta los que se procesaban en un plano diverso – de contacto con pulsiones constelares, derivadas de potencias inconmensurables y telúricas (me refiero aquí al extraordinario Cobra Norato de Raul Bopp, para el que no hay equivalente hasta el Cão sem plumas (Perro sin plumas) de João Cabral de Melo Neto, y que es un enunciado cósmico (telúrico en el “Cão”) y en los poemas de Invenção de Orfeu (Invención de Orfeo) y del Livro de sonetos de Jorge de Lima; caminos que proponían situar la voz del poeta en un lugar diferente, fuera de él, por así decir, suelta en el aire, a merced de los vientos del cosmos y las hablas del mundo.
Mi juego, sentía yo, era diferente de esa vanguardia tardía del concretismo: por una parte más psicológico, nunca perdí el interés en la experiencia humana y en la tensión que esa experiencia establece con la expresión, con el habla. De eso, de la naturaleza psciológica de ese juego, surge un ritmo, que tiene en la elipse su ritmo correcto o errado.
ASB—Es interesante notar que durante mucho tiempo, el modernismo brasileño se asoció primariamente a las obras de Mário y Oswald, y más recientemente se ha vuelto a valorar la obra de Raul Bopp. Waly Salomão, por ejemplo, cita Cobra Norato en su poema fantástico «Estética da recepcão» (“Estética de la recepción”) ¿Podrías elaborar un poco más sobre lo que aprendiste en tus lecturas de Cobra Norato?
FA—Entre los muchos aspectos notables de ese poema, siempre me maravilló su extraordinaria inteligencia poética, en el sentido de capacidad de crear un objeto artístico, en este caso un poema, increíblemente claro, de construcción nítida, armoniosa y serena, partiendo de uma materialidad (temática y simbólica), dominada por una sensorialidad absoluta, entorpecedora y oscura. Un juego entre abstracción y concreción, dualidad que aunque en él se manifiesta de modo diverso es esencialmente la misma que en O Cão sem plumas. Creación a tal punto serena que consigue instaurar un flujo temporal propio, interno, que se confunde en río y serpiente, una fusión de agua en movimiento y carne arquetípica, carne de la bestia-fiera de todas las latitudes y de todos los mitos. El torpor de todos los músculos, el humo interno y externo de la marihuana en el pulmón del cosmos y del narrador animal-hombre (que volvería en el Guimarães Rosa de «Meu tio o Iauaretê» y «Bicho mau»); la confusión de todo – cielo, tierra, agua, igual a lo que vi por primera vez en un atardecer en Amazonas. El misterio de que el autor del poema fuera un “gaucho,” el ojo sorprendente y exacto de la inteligencia enorme de la pampa incorporando la selva descomunal; las latitudes volviéndose cuerpo, el sur engulliendo al norte o dejándose engullir por él. No sé por qué me vienen ganas de ceder a la tentación y establecer un parentesco absurdo con otras obras y otros tiempos de nuestra literatura, al divisar en el poema un cierto trazo neoclásico, no ciertamente del neo-clasicismo de nuestros poetas parnasianos, sino de la prosa de un contemporáneo suyo, el Taunay de A retirada da laguna (La retirada de la laguna), prosa (¡francesa!) a la vez luminosa y tenebrosa, seca y construida, en su realismo antiornamental de relato de guerra. Tal vez esta comparación permita distinguir con mayor claridad el componente de construcción que articula el poema, cuya naturaleza onírica no excluye, paradojalmente, la nitidez de la línea y el diseño, en contraste con la masa pictórica de una Invenção de Orfeu.
Cobra Norato es uno de los vértices de ese triángulo de poemas gigantes que Brasil produjo. Poemas de transfiguración y vértigo; poemas-continente, en que todo cabe y nada queda fuera. A los cuales yo agregaría, en una dimensión diversa (y acaso hasta adversa) los de mi hermana. No es cuestión de aprender con ellos. Son poemas a los que no cabe, en realidad, la función de enseñar. Van mucho más allá. Más allá, sobre todo, de sí mismos. Su naturaleza es la revelación, sólo comparable, imagino – en un estrato absolutamente distinto, humano y no divino – a la de la mística religiosa. Pero lo que acabo de decir no es del todo correcto: quien busque Cobra Norato en «Paralaxe” (“Paralaje”), de Sol dos cegos (Sol de los ciegos), o en el poema «Elefante» de mi último libro, lo va a encontrar.
ASB—Me gustaría volver al tema del “yo” lírico. Me pregunto si tu búsqueda de un nuevo modelo de subjetividad te habría llevado al “otro”…tú mencionas a Eliot y Pound, y como sabes, gran parte de su poesía fue producto de un collage de poemas y voces de diversas fuentes. ¿Sería esto lo que te llevó a interesarte en su obra?
FA: Sin duda (y junto aquí las dos primeras cuestiones): lo que encontré en Eliot – sobre todo en el Eliot que llega hasta «Ash-Wednesday» y en el Pound de The Cantos – fue esa voz proveniente de una subjetividad nueva, despedazada, que ya se había manifestado, espléndida y conmovedora, en Baudelaire. ¿Conoces Mon coeur mis à nu, traducido admirablemente al portugués por Aurélio Buarque de Hollanda? Es un libro que podría haber sido escrito por Waly. Mi impresión es que, en nuestra época, esa subjetividad opera en la poesía de dos modos: la vía de las cosas, de las cosas-cosa y de la palabra-cosa, y la vía humana. Uso la palabra “vía” en el sentido de voz, de palabra hablada además de escrita. En la vertiente que se refiere al hombre, se volvió plural y fragmentaria, porque el ser humano es hoy un ser sin individualidad y el mundo una realidad que explotó en mil pedazos. Por eso la esquirla de la voz, voz que es también, sobre todo, una tentativa desesperada, inexorablemente frustrada, de escucha, de sí misma y de la voz del otro. Tanto en Pound como en Eliot, se volvió más clara para mí (puede sentirse la presencia del primero en el poema más ambicioso de Sol dos cegos – «Paralaxe,» y la del segundo en mi siguiente libro, Passatempo) un tipo de subjetividad que yo sentía como afín a la mía, y de la cual me sentía simultáneamente dentro y fuera. Aquella subjetividad me recuerda, no sin ironía, la imagen concebida para figurar a la divinidad – presencia que estaría en el centro y en todas las partes de un círculo o una esfera, con el plus (que descubrí más adelante, en mi propia experiencia del presente) de estar también fuera del círculo o la esfera. Un no estar estando (y viceversa, hay que decirlo).
ASB: Y ¿cómo se materializó eso en tu poesía?
FA: La traducción de eso, en términos de la enunciación del poema eliotiano y poundiano, es la aparición de las personae, que posibilitaba una vía de escape al yo lírico, totalizante, anterior, que en mi opinión y en la de mucha otra gente ya no servía. Pero la persona no es la voz que le daba cuerpo a la anécdota (en el sentido vulgar y en el menos vulgar) de nuestro modernismo. La anécdota, tan presente en él, se convierte en poesía cuando es recreada en la elipse (es en un prosista posterior, Dalton Trevisan, donde mejor pude observar el poder básicamente de irradiación de significados de la elipse, ya sea en la morfología o en la sintaxis, en fin, en la semántica del texto). El poeta recurre a la elipse como a un instrumento de trabajo con el cual va a agujerear la anécdota, llenarla de lagunas, de lo cual dependen el ritmo psicológico y material (este último también dependiente de las oralidades de la lengua) del poema. En mi opinión, la anécdota de nuestros modernistas va más allá de la persona en la expresión de la quebra de la individualidad y de la identidad – y, para no negar la paradoja, fundamento de la poesía – en la permanencia de ambas contextualizadas en el nuevo tiempo histórico. Conviene, con todo, no exagerar, hay mucho de anecdótico en los poemas de Eliot y sobre todo en los de Pound (como también en la Divina comedia, en verdad este cuento viene de mucho más atrás). Creo que lo que hice fue ir en el sentido de esa tendencia del modernismo, no sólo del nuestro, sino también del que se manifestaba en las literaturas a las que tenía acceso. De cualquier modo, la voz, en mi caso, no es de una persona, aunque no sea erróneo considerarla como el discurso de un personaje. Ella, en el fondo es (o quiere ser…) un discurso sin emisor, o si es de alguien, el discurso de un nadie sin habla.
ASB— Tu trabajo frecuentemente ha sido comparado al de Carlos Drummond de Andrade. ¿Qué te parecería discutir un poco ese asunto?
FA—Drummond nunca pierde de vista al hombre. Narra al hombre. Esa cuestión de la narrativa, que es importante para mi poesía, creo que viene de él
(en lo que respecta a la transposición de la función narrativa al poema) y de mi fascinación por la prosa, sobre todo por la prosa del siglo XIX y, dentro de él, del siglo XIX francés; fui un lector ávido, frecuentemente inmaduro, de Stendhal, Balzac, Flaubert y Proust.
ASB—En «La cosa simple», Drummond parece defender una escritura más límpida, despojada, y me pregunto si te esfuerzas por conseguir lo mismo?
FA—Drummond habla varias veces, efectivamente, de la simplicidad, y le tenía horror a la oscuridad en poesía, que identificaba con la pretensión y el hacer trampa. Eso sin olvidar los poemas herméticos que cometió. Lo que trae a colación la cuestión de la poesía falsa y verdadera, que no vale la pena discutir aquí. Presumo que esa exigencia tiene que ver con el carácter eminentemente moral de la poesía drummondiana. Carácter que comparto enteramente con él, que él, en realidad, me infundió. No de una moral vulgar, de una primera moral, que traiga en sí una visión, un estatuto previo, sino una moral superior, instauradora, que se descubre y se formula a cada paso y que, de cierta forma, incorpora el mal. Una moral que procura abrir la existencia para espacios inusitados, de libertad, verdad y, por qué no, felicidad. ¿Utopía? Recuerdo que Cacaso también defendía la idea de la simplicidad, la claridad, poemas que estuviesen al alcance de la comprensión del lector. Ciertamente es una idea importante y debe ser adoptada por quien se sienta cómodo con ella. No sé, pero encuentro que a ese respecto no lo acompaño ni a él ni a Drummond. Lo que no quiere decir que no tenga poemas simples y accesibles. Pero pienso que no busco voluntariamente ni la simplicidad ni la claridad. La poesía para mí es esencialmente una cosa, una fuerza oscura (incluso en el sentido de sombra, oscuridad, extinción), más allá de la comprensión. No se sujeta a ningún cuerpo de ideas o intenciones previas: sería idealmente un habla adánica, pronunciada y extinta en la medida misma de su elocución. Esa percepción me viene de la convivencia con y la lectura intermitente e incesante de los poemas de mi hermana Maria Ângela, tras la cual siempre vislumbré una significación mucho mayor que la poesía misma; o tal vez, una significación que sólo en la poesía encontrase su único medio de salvación y expresión, aunque fallido. Fuera de la historia, del argumento, de la narración (de la que hablé antes en sentido contrario del que me refiero ahora. Incluso en eso la poesía sorprende: es una cosa y, de modo simultáneo, también lo opuesto). Descubrir esa imposibilidad de enunciar más de una vez la lengua del poema, sin importar las apariencias de formas y enunciados que se repiten; de recuperar el poema en su habla única, tal vez sea el modo de acompañarlo en todos sus instantes de nacimiento y muerte simultáneos; como los instantes de la vida, que fulguran y se apagan. No importa que en el nivel de la lectura el poema sea obvio o hermético. En realidad se trata de un discurso hermético y, tal vez, algo aún más duro: a un paso de la afasia.
ASB—Pero existe bastante “conversación” en tu poesía, lo que puede dar la impresión de que buscas un lenguage más popular, accesible.
FA—Lo que más tiene el mundo es conversación; afiné el oído e intenté, entonces, escuchar. Para esa escucha, me sirvió mucho también la lectura de Eliot y Pound, alrededor de los treinta años de edad. Me gustaba más el primero, pero el segundo me agarró mucho más. Eso en el plano del hacer, del aprendizaje: en el plano de la identificación profunda, me quedé con los franceses, sobre todo Baudelaire.
ASB— En el ensayo que Roberto Schwartz escribió para la New Left Review sobre Elefante, cita el comentário de Cacaso de que eres el “poeta de los otros.” Me recuerda la idea de polifonía, que Bakhtin identificó en la obra de Dostoyevsky, donde varias “voces” ocupan el lugar de la voz del autor/narrador.
FA: Me han dicho en otras ocasiones que mi poesía coincide con muchos aspectos del pensamiento de Bakhtin. Fui leyendo, poco a poco, algo de su obra (tal vez porque ese poco que leí me impresionó tanto que fue suficiente) y realmente me impresionó mucho la idea de polifonía, de una voz descentrada que por refracción va concentrando interlocuciones, como si fueran corrientes sonoras de aire sueltas en la mente; me identifiqué tremendamente con esa idea, aunque, si recuerdo bien (soy muy poco preciso en mis lecturas), en los textos que leí Bakhtin atribuía la polifonía a la prosa y dejaba la monofonía para la poesía.
ASB—Sí, sin duda, pero debes concordar en que movimientos poéticos más recientes, como por ejemplo el de los “language poets” en Estados Unidos, han aspirado a la polifonía; poetas como Susan Howe, o Bruce Andrews, y hasta incluso Waly Salomão en Brasil. En uno de sus poemas en Algaravias— “Câmara de Ecos”, él escribe que, cuando crezca, quiere ser “poeta polifónico.”
FA— Tienes toda la razón con la polifonía de Waly. De hecho ella es uno de los aspectos notables de una poesia grandiosa. Me recuerda la película «Terra em transe» de Glauber Rocha, su gran coterráneo. Polifónico y proteico, por lo demás: sus poemas subvierten los géneros, van del ensayismo al más puro lirismo, que a su vez, sin perderse, alcanza lo épico, gracias a una apertura y a un hambre de mundo fabulosas. Mis poemas están lejos de ese dinamismo: son aguas paradas en que, de vez en cuando, se ve el reflejo de un rostro, quien sabe si fruto de un narcisismo multitudinario, como si el rostro de todos fuese el rostro de uno.
(Tr. al castellano Fernando Pérez)