Roberto Fontanarrosa sostuvo: “A mí el fútbol me sirve para acordarme de fechas. Porque soy un desastre para eso. Por ejemplo, sé que mi Viejo murió en el 71, pero no sé en qué día, o en qué mes. Entonces me guío por los Mundiales”. La reflexión del rosarino es aplicable a Matías Gutiérrez, protagonista de la novela de Nicolás Vidal, La luz oscura, quien mediante el fútbol va construyendo una cronología de su vida a partir de la relación con su padre durante la dictadura y postdictadura. Recuerda que una de las pocas veces que vio llorar a Ramón (su progenitor) fue cuando la Universidad de Chile bajó a la segunda división del fútbol profesional; también recuerda que jugaba Argentina y Costa de Marfil cuando halló en el ático cajas que contenían un secreto que lo harán retornar al pasado. La relación padre-hijo se ha vuelto una constante en la narrativa chilena de la postdictadura[1] emergiendo esta vez para ser narrada originalmente desde el balompié. La fidelidad a un equipo de fútbol (que pudo haber sido cualquiera) sirve de escenario para que Ramón junto a su hijo vuelva al Estadio Nacional en 1994, veinte años después de haber estado prisionero en ese recinto deportivo. Sentados en Tribuna Andes observamos una inconexa dualidad donde el frenesí y la conmoción de Matías por la importancia del cotejo convive con el macabro recuerdo de su padre por los vejámenes sufridos en ese mismo lugar: “Las graderías están repletas, incluso hay muchos sentados en las escaleras, pero en seguida las veo con menos gente, tal vez unas cinco mil personas, pero no son espectadores, al menos no como estos; somos nosotros, espectadores recíprocos de nuestra propia tragedia” (13). Interesante es la problemática expuesta por Vidal al recordarnos que en el mismo tablón en el cual sufrimos por la ineficiencia de un lateral izquierdo hubo un detenido enloquecido por la brutalidad con la cual le electrocutaron los testículos.
No solo la fidelidad a un club de fútbol hereda Matías, sino también los miedos que provocaron en su padre las vejaciones sufridas: “La tortura también había estado desde siempre conmigo, como un fantasma oculto y omnipresente que se había instalado a vivir entre mi padre y yo” (34). Al descubrir que estuvo preso dos meses en el Estadio Nacional, Matías comienza una frenética búsqueda para localizar al verdugo de su progenitor y reconstruir la tormentosa relación que los unió. En este punto la narración adquiere breves destellos de novela policial: amigos que se involucran en la búsqueda de datos y documentos, así como un seguimiento similar a los realizados por el detective Heredia en sus pesquisas.
Esta entretenida pero predecible novela se ve levemente opacada por la construcción de los personajes que no conviven dentro del mismo universo que Matías. Los abogados con los que trabaja tienen apellidos aristócratas, juegan al golf, visten camisas de marca, estudiaron en Nueva York y manejan lujosos autos. Su novia Claudia vivió en La Dehesa y es descrita como una mujer consumista y superficial: “Perdona, pero me di una vuelta por el Parque Arauco y me atrasé un poco. Mira, me compré esta cartera. ¿Te gusta?” (36). No contribuyen en nada personajes sumamente estereotipados. Realizar esta dualidad entre el conjunto Matías-amigos-padre como sujetos únicos versus un otro construido con añosos lugares comunes le resta ingenio al texto. Es necesario matizar e innovar en torno a las moléculas que generan un personaje porque un molde extirpado de una clasificación programada solo derrumba la estructura bien urdida de la novela.
En un vaivén de ida y vuelta la narración nos desplaza por tres momentos: los últimos días de la Unidad Popular y los posteriores al golpe de Estado, el período comprendido entre los años 2006-2007 y la década del ochenta. Es justamente en este último período cuando observamos a Ramón combatir los traumas de su cautiverio. Utiliza la literatura como una herramienta para contrarrestar los golpes de la memoria carcelaria; mediante la lectura gambetea a sus fantasmas del pasado: ¿O no son acaso las letras una forma de escondernos y protegernos? El fútbol, otra herramienta, se posiciona como una forma de evasión, un fenómeno social que construye una doble realidad: “Mi padre usó al fútbol como una muralla amable, seductora, para seguir manteniéndome alejado de su horror” (71). No es un misterio que la política ha manipulado este deporte con un fin estratégico de alienación, sin embargo, en la narración observamos una interesante variante: la forma en que un padre utiliza el fútbol para esconderle a su hijo lo que sufrió en un campo de concentración. Tal apropiación les permitió que fuese la única forma de comunicarse en una relación oxigenada de mutismos.
A cuarenta años del golpe de estado es necesario ampliar las variables que permitan entender este cruento proceso. Bill Shankly sostuvo: “Hay gente que piensa que el fútbol es una cuestión de vida o muerte, no me gusta esa postura. Es mucho más que eso”; y es mucho más que eso porque abre una arista desde la cual leer la historia contemporánea de Latinoamérica. Las dictaduras han sido interpretadas por la literatura desde el testimonio, el género, la poesía, la novela negra, la ciudad pero pocas veces desde el fútbol. Allí radica la mayor virtud de La luz oscura en invitarnos a reconstruir nuestra memoria histórica desde el mismo tablón donde hay un paravalanchas.
[1] A pesar de que esta es la primera y única novela que lo realiza mediante el fútbol, son de temáticas semejantes los textos de Francisco Mouat El empampado Riquelme, Alejandra Costamagna En voz baja y Diego Zuñiga Camanchaca.
Juan Pablo Belair
19 septiembre, 2013 @ 7:12
Interesante propuesta, o según lo planteas, interesante perspectiva desde donde hablarnos de la relación padre-hijo. Quizás es extrapolable -no se sí en esta novela- a la relación estado-pueblo. Me queda dando vuelta esa aseveración sobre que esta temática pueda ser una constante en las novelas de este periodo. Está buena.
JP