El artista Juan Pablo Langlois dialogará este jueves 6 de diciembre a las 19:15 hrs. con Ana María Risco, autora de este texto, en la Casa Bernardo Havestadt S.J., en el Instituto de Música de la Universidad Alberto Hurtado, Almirante Barroso 75, Metro Los Héroes. Ver invitación.
Mercurio y Zeus nos dan la bienvenida a la Retrospectiva de Juan Pablo Langlois en Matucana 100. Mercurio (¿o Copesa?) es allí el mensajero de unos dioses mentirosos tapizando a doble página el pasillo por el que ingresamos al galpón oscuro convertido en laberinto; Zeus, un cisne de juguete que bate sus alas mientras brinda placer a una Leda de cartón piedra, vieja, ajada, boquiabierta, pasmosamente real. Unos pasos más allá, el papel de diario encolado toma la forma de un hombre que, ad infinitum, medita su falta de cabeza, apoyado en un mobiliario ilusorio.
He ahí señales de ruta para el acceso al montaje, cuyo mérito es propiciar las condiciones para una revisión concentrada de las piezas que describen la vasta trayectoria de Langlois. Se trata de una retrospectiva que nos enseña cómo hilar esas piezas en un relato que supera para siempre los viejos tópicos que las han inscrito dentro del manual histórico del arte chileno.
El recorrido propone un viaje desde el pasado a la actualidad, con una estrategia que parte por omitir referencias explícitas a la obra más conocida del artista: la famosa “Cuerpos blandos” que marcó su revolucionaria entrada al mundo del arte a fines de los 60. De esa época se destaca en cambio, en el primer tramo de la exhibición, una selección de dibujos con lápices de colores. Bellamente dispuestos en grupos más o menos temáticos, estos dibujos dejan percibir tanto la sensibilidad proyectiva del arquitecto, como los influjos surrealistas sobre su trabajo. Montoneras de papeles se agrupan como profecías en los primeros recuadros, en los que pueden verse también escenas, como el entierro de una pluma, que abren paso a los ejercicios de desplazamiento y condensación surrealistas, recuperados y reprocesados en distintos tramos de la obra.
En la misma sala de acceso, dos piezas, una audiovisual y la otra sonora, proponen una inmersión sucinta al grueso de la producción histórica del artista. Distintos proyectos desarrollados a lo largo de décadas, pasan uno a uno frente a nuestros ojos gracias al video, mientras la pieza sonora “Obra en el aire” (una obra de los 80 que no había tenido reedición hasta ahora), arroja al espacio la voz inconfundible de Langlois pronunciando un discurso sobre arte, sobre su “papel” en la vida social, en las escuelas, ahogado a ratos por la banda sonora de fondo, un dial am que se mueve entre las noticias del mediodía y las canciones clásicas del repertorio popular. Son los sonidos de esa banda anacrónica, que dejan en nuestro oído noticias de último minuto lanzadas al aire en los 80, los que nos introducen en un nuevo plano de la exhibición, donde se pone de relieve la serie de los carné. Ella remite a los años en que el artista intervino con diversos recursos su cédula de identidad. Pasear por allí es entrar en la memoria de aquel período en que el carné fue una arriesgada carta de naipe: vilmente falsificado para la comisión de crueles fechorías, traficado con angustia como táctica de sobrevivencia. Lo sentimental y los juegos oscuros con el nombre propio se unen en esta serie, que hace presente a la vez la cara anónima e íntima de la identidad. En la obra de Langlois, al interior del carné se resta o se contorsiona un cuerpo vivo, lleno de deseos y miedos como el que deja su huella en el “colchón amatorio”, colgado como un suicida en la oscura sala siguiente.
Mas allá, en la zona más iluminada del laberinto, un conjunto de obras nos ponen frente a las meditaciones que el artista puso en marcha al desplegar las páginas de los diarios y sus noticias en los 90, y que retoman cuestiones relativas a la identidad y el cuerpo, pero ahora no desde la lógica de lo íntimo y sentimental sino desde los arquetipos externos, los de la belleza culturalmente construida y disciplinada, en ejercicios de interesado adoctrinamiento. Las obras de la serie Misses, magistralmente trabajadas en el montaje, proponen también las incomodidades y las pulsiones de muerte de un cuerpo cultural fragmentado e interrumpido por los influjos que inocula en su interior la industria de la comunicación y la cultura. En ellas, los cuerpos de las misses, fotografiados por la prensa y puestos en circulación en aquellos tiempos marcados por transacciones y negociaciones políticas, entran en diálogo con un cuerpo cultural fantasmal que ellas desplazan y amordazan: el de las fueguinas cuya imagen desdibujada Langlois va a rescatar desde las páginas de un libro de Martín Gusinde. La cacería de selknam, que se reedita en el dramático memorial con ratas que constituye la obra sobre Julius Popper, también presente en el mismo tramo de la exhibición, nos deja justo al borde del estremecimiento: sintiendo la violencia de la cacería humana, cacería histórica, ferocidad de la cultura sobre la cultura, todo aquello que nos prepara para la última sala, donde se hallan alojadas las obras que corresponden a la más reciente producción del artista.
En ese último lugar del laberinto se encuentra el minotauro: el cuerpo en su desnudez y precariedad. El cuerpo emulado y moldeado con papel de diario encolado, cumpliendo su ordinario papel de frágil sustento de las pasiones. En este espacio, alma tenebrosa de la muestra, las tétricas escenas ante las que nos situamos como voyeurs han sido enmarcadas en una estructura cubicular que acentúa su proyección escenográfica y sus evocaciones baconianas. Es la carne la que allí luce y se despliega en su lúbrica mendicidad. Cómo no recordar al Lihn de Isabel Rawsthorne: ese cuerpo escupido por Dios; esos “charcos de carne membranosa transparentándose en lechos clínicos” que son también aquí los lechos y los rincones intrascendentes de una vida doméstica y marginal. La vida nuda que se juega en esta última parte de la exhibición, enclaustrada en esos lugares que nunca vemos y siempre presuponemos (acompañada en este caso de los videos más recientes donde la obra de Langlois puede verse haciéndose y deshaciéndose gracias a la técnica del stop motion) nos hablan de la capacidad del artista para captar la ferocidad de esa pérdida y ese desgaste patético que es meramente vivir. Esos cuerpos estremecidos hasta la ordinariez o hasta lo sublime por el deseo y el miedo, exponen de una vez por todas la trastienda impresentable (pero al mismo tiempo nunca ausente) de la gran historia que suele contar y revisar a su modo la obra de este artista.
Nunca la sensibilidad de Langlois para hacer el monumento a lo antimonumental del acontecer como existencia social o biográfica se ha visto tan bien expuesta como en este montaje, que nos deja ver la esforzada empresa de un arte que le hace frente cuerpo a cuerpo, desnudo, sin tecnología pesada, a las atrocidades de lo real. Algo que nos recuerda una obra literaria de Wilde, La decadencia de la mentira, que Langlois suele citar entre sus favoritas. En ella el diálogo de los personajes pone en escena la idea de que el arte no imita la vida sino la vida al arte. Pero más radicalmente, la idea de que la naturaleza es el monstruo de lo real que ha de ser cogido por el cuello y al mismo tiempo imitado con justicia, por esa mentira grandiosa que es el arte, la ilusión, el artificio en el que encontramos nuestro habitáculo. Si esa idea ha inspirado el trabajo de Langlois por décadas, esta muestra debe dejarlo satisfecho. En ella vemos con detalle la trémula apuesta, el deseo y el temblor que sostienen la mentira y su triunfo indiscutible.