El recientemente aparecido Espectros de luz. Tecnologías visuales en la literatura latinoamericana (Santiago: Cuarto Propio, 2011), de Valeria de los Ríos, nos propone un recorrido de una amplitud impresionante por las relaciones de la literatura latinoamericana con el cine y la fotografía, con las técnicas de reproducción mecánica o, más recientemente, digital, de imágenes visuales. Este libro explora, en sus tres largas secciones, el modo en que estas tecnologías llegaron a nuestro continente, y el modo en que la literatura reaccionó a ellas con temor, fascinación, sospecha, perplejidad o paranoia. Se trata de un estudio que nos permite leer a autores conocidos desde una perspectiva novedosa, y que se adentra en una zona en la que todavía queda mucho por hacer: la intersección de literatura, tecnología y cultura visual. Algunos de los momentos más interesantes del libro suceden cuando la autora explora la aparición de la fotografía y del cine en la literatura menos como tema que como técnica, mostrando el modo en que la literatura intenta apropiarse de los modos de reproducir (¿o producir?) la realidad de estas tecnologías, a nivel de construcción textual, estilo, sintaxis o manera de mirar, como ocurre por ejemplo en el caso de los Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, el cuento de Cortázar “Las babas del diablo” o la novela-film de Vicente Huidobro Cagliostro.
Uno de los méritos de este estudio es hacerse cargo de rastrear las apariciones de estos temas y técnicas en un corpus muy amplio (que va desde Darío y Lugones a Bolaño y Juna Luis Martínez), en el que la autora se maneja con soltura y competencia notables: en varios casos se trabajan textos poco conocidos de estos autores (como las crónicas sobre cine de Huidobro), siempre se discute con la bibliografía crítica pertinente y en algunos casos se proponen claves de lectura sumamente productivas y originales. Por otra parte, esa misma variedad y la relativa brevedad de las secciones o apartados que se le dedican a cada autor a veces dejan al lector con gusto a poco, con ganas de una inmersión más detenida en la poética de cada narrador, cronista o poeta, en sus relaciones con su época y con otros escritores. Se trata menos de reprocharle a este libro no ser lo que no pretende ser que de verlo como un rayado de cancha que permitirá que la propia autora u otros críticos amplíen cada toma y vayan revelando el entramado de detalles que a veces en este volumen se ven con la velocidad del panorama que pasa por la ventana de un tren, o en primeros planos cuya relación con el total no se esclarece suficientemente.
Un libro sobre tecnologías visuales no puede pretender obliterarlas, y una de las gracias de este estudio es que está interrumpido constantemente por un relato paralelo compuesto de imágenes (ilustraciones de los textos referidos en algunos casos, como en el de Juan Luis Martínez, pero normalmente grabados y fotografías de la primera época de emergencia de las tecnologías visuales que el libro discute). Estas “ilustraciones”, muy bien escogidas, sirven como un excelente contrapunto a la argumentación del libro, que van complementando y puntuando de un modo que enriquece la lectura. Habría sido interesante, tal vez, tomar algunas de estas imágenes como objeto de estudio en su dimensión visual, pero Espectros de luz se inclina en general a privilegiar el análisis de textos, perspectiva coherente con la convicción de la autora de que la literatura sí posee, en la palabra, una herramienta suficiente para hacerse cargo de los desafíos que la imagen técnica propone. Es refrescante también la manera en que este trabajo amplía considerablemente la bibliografía a partir de la cual se suelen abordar la fotografía y el cine en nuestro medio: no sólo están los sospechosos de siempre (Sontag, Barthes, Deleuze, Berger, Benjamin), sino entre varios otros Kittler, Mitchell, Kracauer, Süssekind, Sekula, y varios otros nombres que permiten matizar algunas tesis demasiado amplias que se suelen dar por aceptadas (como, por ejemplo, las de Ronald Kay).
El estudio de Valeria de los Ríos se organiza en tres secciones agrupadas temáticamente en un tránsito de la imagen fotográfica a la cinematográfica: “Fotografía: escritura de luz”, “Fotografía y cine: el regreso de los muertos vivientes”, “Cine: del montaje a la experiencia”. Cada sección se inicia con el momento de emergencia de estas tecnologías o con su llegada a latinoamérica. La primera, por ejemplo, constata que “La fotografía llegó a Latinoamérica en 1840, a solo cinco meses del anuncio oficial de su invención en la Academia de Ciencias de París”, en tanto que la segunda retrocede hasta la invención de la linterna mágica en el siglo XVII y su uso en el espectáculo de las fantasmagorías durante el XVIII. La tercera, por su parte, se sitúa en el momento de la recepción del cine como práctica cotidiana masiva por medio de la crónica periodística de fines del XIX e inicios del XX. Esta organización temática desdibuja un poco el relato histórico, o en todo caso le exige al lector que lo recomponga en su cabeza. Se produce, por momentos, una suerte de efecto de loop, o de eterno retorno, como si asistiéramos a la misma historia contada a partir de tres grupos diversos de materiales (un poco como en Rashomon, de Akira Kurosawa): en cada capítulo hay un escritor que sirve de testigo de la novedad de las tecnologías, otro que participa de su asimilación, y alguno que se hace cargo de su ocaso o su disolución (como en el caso de Juan Luis Martínez, escéptico respecto a la supuesta objetividad de la fotografía, o en el de Edmundo Paz-Soldán, que explora las paradojas de la imagen digital). Personalmente, me pareció particularmente fascinante el modo en que la autora explora el universo modernista y su relación fascinada, perpleja, inquietante y pulsional con la fotografía y el cine. Los casos de Darío, Lugones, u Horacio Quiroga, todos ellos a medio camino entre el romanticismo decimonónico y las vanguardias de inicio del siglo pasado, muestran en toda su ambigüedad la llegada de nuevas maneras de mirar y ser mirado que tranformarían por completo nuestros modos de escribir, en sus complejas relaciones con el deseo, la muerte, el comercio, la ciencia y la sociedad.
Sería injusto pedirle exhaustividad a un libro que mapea un territorio tan amplio, y añadir más autores a la lista revisada sólo habría servido para recargarlo, pero se trata de un texto que invita a continuar el inventario y la pesquisa. Uno se pregunta, por ejemplo, por la relación de Claudio Bertoni con la fotografía, por la relación con el cine de Fernando Vallejo, o por la relación con la literatura de un cineasta como Raúl Ruiz (sobre quien la autora de este estudio ha editado otro volumen). De hecho, Espectros de luz termina de manera algo abrupta, con un comentario de la obra de Guillermo Cabrera Infante, sin ningún tipo de epílogo o conclusión que pusiera en perspectiva el amplio entramado de textos y técnicas que se discuten en sus páginas. Me gustaría suponer que este final anuncia una segunda parte…