Hace varios años ya que Grínor Rojo viene escribiendo y publicando su trabajo crítico a un ritmo temerario. Las novelas de la oligarquía chilena es solo el primero de los tres volúmenes suyos editados este año, y comparte con los otros dos –dedicados a los clásicos de la literatura latinoamericana– una perspectiva cuyo foco está en el juicio, en la evaluación y revisión de trechos largos de la historia de nuestra cultura. En este caso se trata de poco más de un siglo de “relatos de la oligarquía”, una expresión que requiere cierta precisión. Rojo entiende por oligarquía el segmento estrecho de quienes poseen el poder simbólico (no necesariamente o no siempre el político o el económico), y las que llamamos sus novelas lo son por partida doble, pues no solo retratan a la tribu sino que también han sido escritas por sus nativos. Su lista incluye Casa grande (1908) de Augusto Orrego Luco, La chica del Crillón (1935) de Joaquín Edwards Bello, Gran señor y rajadiablos (1948) de Eduardo Barrios, Este domingo (1966) de José Donoso, Oír su voz (1992) de Arturo Fontaine y Vendo casa en el barrio alto (2009) de Elizabeth Subercaseaux.Contra lo que sugiere su título, Las novelas de la oligarquía chilena no es un libro de historiografía literaria. Lo que en él se historiza, más que una literatura, es el despliegue de una identidad, del sujeto oligárquico, a lo largo de todo el siglo XX. Rojo se preocupa en primer lugar de marcar las vigas maestras de esa construcción sólida, densa, mitológica en el sentido que Roland Barthes daba al término, y su mejor ejemplo es Gran señor y rajadiablos, que describe como una suerte de homenaje a quienes, a punta de fusta y escopeta, crearon el “orden natural” de la hacienda chilena. Con una buena cuota de suspicacia, luego, reconoce ese mismo orden en Oír su voz y Vendo casa en el barrio alto, salvo que el edificio material que sostiene la mitología no es ya la propiedad rural sino la especulación financiera. Más interesantes, por cierto, son los momentos de descentramiento, las ocasiones en que el oligarca no coincide consigo mismo y muestra las zonas débiles de su tejido identitario. Ocurre al inicio del siglo, cuando los refinados personajes de Casa grande construyen su imagen mediante el cuidadoso consumo de objetos cuyo único valor es, curiosamente, su origen extranjero; ocurre también en Este domingo, un lamento largo en el que la elite llora la pérdida definitiva del proyecto autoritario que la definía como actor social; ocurre finalmente en La chica del Crillón, cuya narradora encarna casi sin disfraces la excéntrica pero profundamente aristocrática sensibilidad de Edwards Bello.
Como relato histórico, la trama que propone Rojo es más bien trágica. Cada muestra de apertura o de inseguridad de nuestra clase dominante parece necesariamente seguida por un repliegue feroz en las zonas más básicas, menos modernas de la definición subjetiva. La aparición durante la dictadura de los tecnócratas de clase media que relata Fontaine, la conciencia melancólica del fracaso que llora Donoso, el aparente desclasamiento de Teresa en La chica del Crillón son actos fallidos que una conciencia ya no de clase sino de casta corrige automáticamente por medio del argumento más elemental de todos: los vínculos familiares. Pese a nuestros devaneos o a nuestros errores, parecen haberse dicho durante todo el siglo, al final del día somos los que somos, los típicos, los de siempre, y nunca seremos más.
Estos trazos, quizá demasiado esquemáticos, parecen describir un trabajo rudamente ideológico, como si Las novelas de la oligarquía chilena fuera la exposición de un prejuicio y no una exploración en los textos. La escritura situada de Rojo no es de las que acallan al interlocutor, y en su mirada hay curiosidad, afecto y reconocimiento. No evita defender el valor literario de algunas novelas, entre ellas el de Este domingo, levantadas con materiales muy alejados de sus simpatías, ni tampoco deja de reconocer a una aristocracia que, pese a todos sus desafueros, fue republicana antes que golpista. Justamente porque el libro reconoce los logros de ese sector y los de su literatura, porque no los lee de modo maniqueo, resulta sorprendente el giro invariable, casi intemporal que parecen tomar sus reacciones ante la amenaza. Ni las crisis económicas ni las crisis políticas, ni siquiera las fuerzas globalizadoras de los últimos años parecen alterar el sustrato identitario más profundo y más falaz de las elites chilenas, el de los vínculos sanguíneos.
Es una buena noticia que la crítica literaria retome la pregunta por el ordenamiento clasista como criterio de lectura. Durante los últimos años hemos asistido a la consabida explosión de las identidades, y los estudios académicos han descrito con cierta claridad nuestra literatura desde la perspectiva de los géneros sexuales, de las etnicidades, incluso desde la niñez o la juventud. Las novelas de la oligarquía se ofrece, en este panorama, como un contrapunto necesario para esos estudios. Uno de los mayores riesgos de nuestra apolillada posmodernidad es el olvido de una diferencia fundamental para el ordenamiento social, la que define nuestra posición en el mundo material. Sin maniqueísmos de ninguna especie, Las novelas de la oligarquía se encarga de explorar, desde fuera, un mundo que muchas veces hemos leído como si fuera el único interior de la literatura, como si fuera la realidad, como si no fuera un mundo sino el único mundo posible.
Grínor Rojo, Las novelas de la oligarquía chilena. Santiago: Sangría, 2011.