A partir de la reciente publicación del libro ¿Quién le teme a la poesía? (Laurel, 2019), de Marcela Labraña, Macarena Urzúa y Felipe Cussen (con la colaboración de Gastón Carrasco y Manuela Salinas), Christian Anwandter –poeta y académico de la Universidad Adolfo Ibáñez–, intenta explicar las raíces del miedo a este incomprendido género: “La poesía no encaja en buena parte de los espacios de interacción de los que disponemos, y si algún día vuelve a encajar será porque las instituciones habrán ya producido otro orden cognitivo que permite y legitima la presencia de lo poético”.
Que una obra de referencia sea publicada para aplacar el temor causado por un género literario –la poesía– es, por decir lo menos, extraño. Nos hace pensar en la naturaleza de ese miedo y en la posibilidad de que otro género, el enciclopédico, pueda conjurar la fobia. El miedo al que se alude tiene además un carácter paradójico, puesto que mientras algunos se alejan de la poesía por “sublime”, otros lo hacen por “cursi” (7). La poesía causaría la parálisis o huida de los lectores por su carácter ideal o kitsch. Como remedio a este mal, este “manual no académico” (7) propone una serie de entradas que construyen una familiaridad en torno a la poesía ampliando su comprensión habitual y situándola en un contexto amplio en términos históricos y culturales.
Lauren Berlant propone entender los géneros como la “expectativa afectiva a cómo habrá de experimentarse el despliegue de algo” (28). El temor a la poesía revelaría entonces una crisis del género poético al enfrentarse al despliegue incesante de situaciones que caracterizan la vida contemporánea. La poesía produciría un desajuste, por su carácter idealizante o kitsch, que la haría poco proclive a proponer representaciones pertinentes, siguiendo a Berlant, en torno a cómo vivir una buena vida hoy en día.
Si las ideas y los géneros literarios son también convenciones (sujetos a cambios, claro), es interesante seguir el razonamiento de la antropóloga Mary Douglas, para quien las convenciones son instituciones y estas, a su vez, logran persistir y legitimarse en la medida en que se sustentan en un orden cognitivo compartido. Según Mary Douglas, esto haría que los individuos no pierdan energía cada vez que se enfrentan a una situación teniendo que pensar en cómo denominarlo, entenderlo, valorarlo, etc. Las instituciones proveen clasificaciones y formas de valoración que ayudan al individuo a poder establecer relaciones de identidad y de semejanza a través de una serie de analogías. La poesía entonces también puede entenderse como una institución. Sus convenciones, clasificaciones y valoraciones resultan de una serie de actos dispersos en el campo literario: publicación de libros, crítica, premios, etc. Pensar el desajuste de la poesía como género literario equivale entonces a entender que, como institución, la poesía no se sustenta en un orden cognitivo compartido o bien que su legitimidad es limitada.
Si una persona crece en un contexto donde la poesía como género literario está ausente, su acercamiento será mediado en gran medida por la Educación Básica y Media. Estamos atrapados en dinámicas de una producción institucional de lo literario que termina volviendo obsoleta a la poesía ante la vida actual. Los profesores piden a los alumnos que identifiquen en el texto figuras literarias, sin establecer ningún vínculo entre realidad e interpretación, y desconociendo que el principal vínculo que debiera establecerse entre individuo y poesía es a través de la lengua compartida. Las categorías que se enseñan carecen de pertinencia. Son como instrumentos ortopédicos para miembros que no faltan. En este panorama, creo que es un privilegio el que alguien pueda llegar a sentir temor por la poesía, pues todavía le otorga algún tipo de poder. El gran enemigo, al que la poesía debiera temer, en cambio, es la indiferencia ante la poesía. Porque es la indiferencia la que hace casi imposible volver a establecer una relación entre individuo y poesía, la que corta el vínculo del orden cognitivo imperante entre el uso del lenguaje que rige en la poesía y los usos del lenguaje imperantes en las redes sociales, los medios de comunicación y los espacios laborales.
En cierto sentido, me parece, el temor a la poesía está justificado. Sustentado en un orden cognitivo que está en los márgenes de las grandes corrientes de pensamiento que moldean lo social y sus prácticas, los usos de la poesía tienen un costo que no todos se pueden permitir si quieren, al mismo tiempo, pertenecer a aquellos espacios que otorgan mayores beneficios y legitimidad. La poesía no encaja en buena parte de los espacios de interacción de los que disponemos, y si algún día vuelve a encajar será porque las instituciones habrán ya producido otro orden cognitivo que permite y legitima la presencia de lo poético.
Me parece valorable que este libro busque acercar a lectores cansados de esa impostura que es la poesía tal como se suele enseñar a una mirada más amplia de lo que es el género literario como tal, introduciendo categorías más pertinentes y cercanas como pueden serlo, entre otras, “Dificultad”, “Instrucciones”, “Deseo”, “Silencio”. Al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en este libro como en un caballo de Troya. Detrás de la amabilidad, generosidad y familiaridad que construyen los autores con la poesía, que permiten al lector disponer de nuevos puntos de entrada y de comparación para leer un poema, ¿no se está, en cierto modo, introduciendo un discurso en apariencia inofensivo cuyas consecuencias en la vida práctica tal vez no sean inocuas, salvo si la poesía persiste como algo “sublime” o “kitsch”, es decir, bajo las formas en que se experimenta el temor a la poesía?
Referencias
Berlant, Lauren. El Optimismo cruel. Buenos Aires: Caja Negra, 2020.
Douglas, Mary. Cómo piensan las instituciones. Madrid: Alianza, 1996.
Cussen, Felipe, Marcela Labraña, Macarena Urzúa Opazo, Gastón Carrasco Aguilar, y Manuela Salinas. ¿Quién le teme a la poesía? Santiago: Laurel Editores, 2019.
Imagen de portada: “The Chinese Dragoon” (2009), de Felipe Cardena