Marianne Leighton, docente, investigadora y amante de los gatos, nos reseña hoy Diario de Koro (2021), breve diario de confinamiento escrito por el poeta y académico Gastón Carrasco, y Koro (su gato). Publicado en 2021 por Editorial Laurel, el libro, según Marianne, es un diálogo interespecies “que recupera la expresión como verdadero lazo. Sus expresividades se complementan: las consonantes del felino blanquinegro y las vocales de Gastón existen “en la medida en que podemos ´sonar juntos´ (…) Reverberar, esa vibración o fricción que se da en compañía” (57).
Caminaba retrocediendo como los que ven fantasmas y creo que a veces hasta me dictaba lo que escribía.
Olga Orozco, Cantos a Berenice (Introducción).
Son las 4:00 de la madrugada. Nuevamente, mi gata Chica me despertó antes de tiempo, solo para que la acariciase y jugara con ella. A pesar de la ya habitual falta de sueño, el premio que me otorga –su ronroneo de motorcito– vale la pena.
Antes de la llegada de Chica y Porfiada, su hermana gemela, los gatos nunca me habían gustado, pero mi distancia hacia los felinos domésticos no tenía que ver con la falta de gusto sino con una respuesta de autoprotección: sus pelos me causaban una alergia muy severa. Luego de su arribo, comencé a explorar diferentes narraciones y poemas que testimoniaban la relación entre una persona y su gato. O, más bien, entre un gato y su persona, como es tan común que digan los expertos en felinos domésticos. No obstante, siempre sentí que cualquier relación con un animal amado estaba llena de discursos, estereotipos y mitos. En el caso de los gatos, se dice que son animales traicioneros o, por el contrario, pseudo-encarnaciones divinas que nos premiaban con el don de elegirnos como sus esclavos humanos. Entre tantos artículos, entradas de blogs, novelas y poemas clásicos leídos, hubo dos libros que me cautivaron por la particular relación que representaban entre un gato y un animal humano. Los sentí honestos y libre de preconcepciones. En suma, tocaron mi corazón por su capacidad de poner en palabras el más simple y profundo de los enigmas: el de las historias de amor.
Dos meses después de que mis gatas fueran abandonadas en el antejardín de mi casa, conocí Cantos a Berenice, el poemario de amor que Olga Orozco ofrenda a su gata recientemente fallecida. El segundo libro llegó a mi vida el año 2021. Lo recibí por encomienda una mañana de encierro, mientras Chica y Porfiada se encaramaban en el damasco de mi patio. Al abrir el paquete, apareció un libro pequeñito de color gris. El dibujo de portada asemejaba el teclado de una computadora, con la mayoría de las teclas blancas y otras destacadas en rojo. Estas formaban tres palabras: “diario de koro”, así, en minúsculas. Recordé enseguida lo minoritario y las Odas de Neruda, la opción de e.e. cummings y las miniaturas de la Feria de Alasitas en La Paz. Y también pensé que el código de la comunicación por mensajería instantánea estipula que las mayúsculas se usen para gritar. Por eso, esas minúsculas en el libro recién recibido me hicieron anticipar que lo que leería tendría un tono menor o un aura de delicadeza…
Además, el pequeño volumen llevaba un nombre sobre el dibujo de la tecla “espacio”: Gastón Carrasco. Al girarlo para ver la contraportada, entendí por qué mi entrañable amiga me lo había enviado. Solamente leí la primera frase: “Este breve diario de confinamiento está escrito por Koro (gato) y por Gastón Carrasco (poeta)”. Eran las dos únicas señas de identidad que precisaba. Me senté debajo del damasco desnudo, mientras Chica y Porfiada jugaban a ser vigías, y comencé a leer aquel Diario de Koro, publicado por Editorial Laurel.
Como mis mascotas, Koro también llegó muy pequeñito a la vida de Gastón y en un momento especialmente crítico. Ya que mi historia no les debe interesar, me concentraré en las circunstacias del autor. Estas fueron las que todos y todas vivimos recientemente: la pandemia y las restricciones que acarreó. Aunque, de entrada, la voz humana se encarga de advertirnos que su libro no quiere ser un diario –y, es cierto, no hay fechas, no se dirige a un tú ficticio, no desgrana obsesivamente los vericuetos de su obra–, sí es la secuencia cronológica y cotidiana de un amor incondicional.
En un momento, el hablante califica el libro como un diario de encierro o de “entierro”. Es uno de los rasgos más entrañables de este proceso escritural. El autor va jugando con las erratas, el valor del error, las intervenciones azarosas del autocorrector. Antes de Koro estaba obsesionado con borrar el error: ahora sabe que es ahí donde reside el misterio. Pero lo que hace más especial este recuento íntimo de los días es que su escritura está hecha a dos voces. Las entradas o capítulos llevan títulos que solo poseen consonantes. Se trata, en apariencia, de títulos que no significan o de letras marcadas solo por el placer de hacerlo. Muy pronto sabemos que se trata de las marcas (a)significantes de Koro: “Mete la cabeza bajo mi brazo y se acomoda entre el calor que emana el notebook y el mío. Cada tanto, para desperezarse, estira y empuja las patas hacia el teclado. Entonces escribe. Empuja los botones hacia el fondo y la letra emerge en la pantalla” (8). Así, comprendo que cada frase pulsada por las almohadillas de Koro generó las respuestas de Gastón. Pero cada capítulo no fue un intento de traducir la expresividad animal, sino la necesaria continuación del diálogo. El diálogo entre Koro y Gastón.
El libro se va desarrollando con un ademán de quietud, similar al tiempo detenido de las cuarentenas. Avanza en pequeños capítulos encuadrados que, de cierta forma, son metáfora de la celda en que devino cada casa. Pero también son como un encuadre protector, si pienso en su analogía con la caja en la que Koro llegó al departamento de Gastón. Con sus dos enunciadores, Diario de Koro diseña instantáneas en que se fotografía un no hacer que permite, en cambio, un espacio para reflexionar.
Carrasco y Koro logran generar muchas reflexiones. Una que me rondó desde la primera página es que el verdadero lenguaje, aquel que no comunica, sino que hace la comunión, es el que se lee entre líneas. En el espacio que se abre entre las palabras azarosas del gato y la respuesta humana reside el verdadero sentido. Una cita es más que elocuente: “Su lenguaje interespecie que no busca respuesta, que es solo expresión, o solo mensaje” (9). La presencia de Koro es radical por cómo modifica el entendimiento del lenguaje: “A su manera, Koro me enseña a desaprender a escribir” (24).
Diario de Koro está lleno de alusiones a libros, obras de arte contemporáneo, películas y otros textos culturales. Pareciera que, en la suspensión de la vida, la cultura fue para la voz humana de este libro su tabla de salvación, el ancla que evitó que se sumergiera en el abismo. Otras veces, los libros simplemente fueron objetos que recuperaron su condición material. En una metamorfosis dulce, se convirtieron en lugares de descanso para el gato. La dualidad de la metáfora –tabla de salvación, lugar donde dormir sin preocupaciones—es perfecta y elocuente: los libros como espacio de reposo, cobijo y sostén. Como cama y tejado. Como tierra donde habitar.
Pienso en la confusión de lenguas a las que, según el mito biblíco, nos condenó la arrogancia de la Torre de Babel. Pues bien, Koro y Gastón, en su diálogo de idiomas diferentes, restituyen el tiempo y resuelven el desbarajuste al que nos condenó Babel. Su diálogo interespecies recupera la expresión como verdadero lazo. Sus expresividades se complementan: las consonantes del felino blanquinegro y las vocales de Gastón existen “en la medida en que podemos ´sonar juntos´ (…) Reverberar, esa vibración o fricción que se da en compañía” (57).
Durante una gélida mañana de invierno santiaguino, releo este pequeño librito de elegante y sutil poesía. Chica duerme su primera siesta matinal sobre mis piernas. Porfiada me mira y, a su manera, me cuida. Y Diario de Koro está entre nosotras tres, como una hoguera de letras en que un gato y su humano revelan el secreto más evidente: “Observo a Koro, eso que somos, estar en común” (81).