Como última publicación de nuestra serie de crónicas estudiantiles, presentamos el texto de Maximiliano Goyeneche, estudiante de la Licenciatura de la UAH. “Cuando llegué a “La gallina degollada” no lo podía creer. Esa lectura fue un antes y un después, fue el remezón literario por antonomasia que los niños de quinto básico de la clase del profesor Olivares experimentamos por aquellos días. Aunque claramente no entendimos el sentido del texto en ese minuto –el cruel abandono de los padres a sus hijos malformados y con discapacidad mental– la escena final del cuento se nos quedó grabada a fuego en nuestras jóvenes mentes: la muerte de aquella niña, hermana de estos “idiotas” (como Quiroga los nombraba), degollada porque anteriormente vieron a la sirvienta preparando una cazuela en la cocina, me dejó sin palabras”.
Cuando el profesor nos mandó a leer Los cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio Quiroga, en el curso hubo cierta expectación, porque el título del libro se salía por completo de lo habitual. Papelucho historiador, Fray Perico y su borrico o Los Mifenses eran los títulos que hasta ese entonces nos había dado y que no despertaron mayor interés literario, como era el objetivo de todo docente de Lenguaje y Comunicación, aunque creo recordar que al menos con este, la reacción general al oír el nombre fue un ¡Oh! muy al unísono. Recuerdo bien cuando el libro me llegó, mi mamá me trajo una edición de editorial Andrés Bello con preguntas al final, dignas de una prueba. Con los materiales ya reunidos, y con la prueba ya fijada, no había otra opción que ponerse a leer.
Fue curioso, porque al adentrarme en los primeros dos cuentos “Una estación de amor” y “El solitario” me quedó claro que este libro era distinto a lo que veníamos leyendo, tenía un tinte oscuro, de terror casi, por lo que sentí la draculina necesidad de leer en las noches: esto le daba un toque especial, algo muy diferente a leer de día. Nunca había leído relatos que me mostraran la muerte tan de cerca, o a los propios humanos como los seres más horribles de la tierra. Desde la tarde hasta las once, tragaba el libro con voracidad, unas veinte a treinta paginitas diarias que, para ese entonces, eran toda una hazaña, aunque debo aclarar, que, por esos años de mi infancia, cuando cursaba quinto básico, mis noches solo se extendían hasta las 21:30-22:00 como mucho, y toda lectura terminaba con mi madre mandándome a acostar de un plumazo.
Los días en el colegio se habían vuelto atípicos, dejamos un rato de lado las pelotas de fútbol (que en realidad eran botellas de bebida o jugo) para sentarnos a conversar sobre el libro. Nunca antes había pasado algo así: que mis amigos quisieran hablar sobre un libro y se mostraran unánimemente extasiados ante los cuentos que se nos presentaban. Yo no sentía especial atracción por la literatura en esos años, lo único que me había agarrado con fuerza fueron los bellos cuentos de Oscar Wilde en tercero básico, pero el efecto que ese desconocido, Horacio Quiroga, había logrado sobre nosotros fue algo totalmente atípico; incluso mis compañeros más mateos, los amantes de las matemáticas o las ciencias naturales, comentaban con entusiasmo y temor cómo los cuentos los habían asombrado. Frases como “¿Te fijaste en esa parte en que…?” o “Nunca me esperé que terminara así…” eran recurrentes a la hora del recreo.
Cuando llegué a “La gallina degollada” no lo podía creer. Esa lectura fue un antes y un después, fue el remezón literario por antonomasia que los niños de quinto básico de la clase del profesor Olivares experimentamos por aquellos días. Aunque claramente no entendimos el sentido del texto en ese minuto –el cruel abandono de los padres a sus hijos malformados y con discapacidad mental– la escena final del cuento se nos quedó grabada a fuego en nuestras jóvenes mentes: la muerte de aquella niña, hermana de estos “idiotas” (como Quiroga los nombraba), degollada porque anteriormente vieron a la sirvienta preparando una cazuela en la cocina, me dejó sin palabras, creo haberla leído unas diez veces, desde el momento en que los hermanos la tomaban del cuello. Las frases escalofriantes de “rojo, rojo, rojo” que los hermanos parecían murmurar mientras mataban a su hermana y la piscina de sangre en la casa familiar… fueron suficientes para que todos quedásemos choqueados.
No era raro que los papás te preguntasen sobre cómo iban las materias en el colegio: “¿Cómo te fue en la prueba de fracciones?”, “¿Qué tal la prueba sobre la reconquista?¿mal? ¿bien? ¿sí? ¿no?” Eran las típicas interrogaciones de padres preocupados o condicionados por la rutina que el rol les confería. Era cuestión de tiempo para que la interrogante del millón también apareciera de sopetón: “¿Qué tal va el libro de lenguaje?”, justo a la hora de comer, y para peor suerte, cuando iba en el “El almohadón de plumas” por lo que mi relato solo empeoró las cosas.
La rabia de los apoderados se hizo sentir, según mi mamá, que luego de retarme un buen rato por mis malas notas en matemáticas, se sentó a contarme un poco sobre la reunión de apoderados mientras comía una tostada con palta y queso. Algo que siempre agradecí de ella, es que al menos no era alaraca como la mayoría de los otros papás, que no tardaron en casi que pedir la cabeza del veterano profesor Olivares, con frases como: “¿Cómo se le ocurre hacerle leer esto a nuestros niños?” ¿Usted está loco?” o “Este es un colegio católico” Porque, sí, estuve en un colegio católico, detalle no menor ya que siempre parecían censurar ciertas literaturas. Aún así, y según lo que me contó mi mamá, Olivares expuso sus argumentos con tranquilidad, poniendo sobre la mesa sus años de docencia y su autoridad como profesor jefe para callar a más de uno de los apoderados que, enojados aún, simplemente se tuvieron que conformar con un “vendrán otros libros”.
Así terminó el período de Cuentos de amor, de locura y de muerte en las vidas de los alumnos del quinto básico. Mentiría si dijera que me acuerdo del libro que vino después, porque no lo recuerdo y ese detalle, es fascinante, porque ahora a mis treinta, me hace distinguir el efecto que tuvo el bueno de Horacio Quiroga sobre nosotros. De vez en cuando tomo la edición rayada en la primera página con mi nombre, para dar un viaje a ese pasado, ese momento de contacto con la primera literatura que causó un efecto tan profundo en mí, el inolvidable “efecto Quiroga”.