La reedición en un mismo libro de La Tirana (1983) y de Los Sea Harrier (1993), las dos obras más comentadas de Diego Maquieira, ha sido una decisión afortunada. Quienes desconocían su poesía, no así las entrevistas que de vez en cuando aparecen en diarios y revistas, habrán comprendido por qué Maquieira habla como habla y por qué los giros fuera de cálculo a los que somete a sus entrevistadores forman parte de su personalidad más inmediata. Si algunos pensaron que no eran más que ocurrencias rebuscadas cuyo fin era descolocar a periodistas y lectores, seguramente ahora opinarán que se trata -antes que nada- de un resultado natural dada la forma en que funciona su cabeza en aquellos momentos de concentrada intensidad propios de la escritura. Ahora bien, para quienes la poesía de Maquieira sí les resultaba algo familiar -aunque en ella nada es plenamente familiar- habrán advertido la continuidad que existe entre una y otra obra. A riesgo de excluir algunas afinidades visibles de las que aquí no podría hacerme cargo, propongo la épica como una propiedad primera de su poesía.
La épica, que tan buenos dividendos ha brindado en el cine y en el rock progresivo, Diego Maquieira la actualiza a su manera: allí donde algunos se concentran en el objetivo que moviliza el despliegue de los tentativas heroicas, nuestro autor enfatiza la belleza de la fuerza que ese despliegue constituye. Como si no importase qué es aquello que se busca, los versos son la celebración -copas incluidas- de esa empresa; puede ser el rescate de Marlon Brando capturado en la Capilla Sixtina, o la inminente destrucción del hablante de La Tirana: «Velázquez esto es el fin, volaron la sacristía/ Te aconsejo que empaques luego tus cosas/ te pongas tu Cruz de Santiago y te largues/ si aún piensas seguir con vida/ Ahí vienen esos malditos hijos de la contraluz/ los enviados del reino del cielo en tinieblas/ y vienen a matarme, esas flores del orden». La toma fotográfica que ofrece Maquieira corresponde con el destello de las armas que chocan y con el resoplar de los corceles desbocados, de ahí que el enemigo contra el que se han abalanzado los ejércitos sea -en el poema- un elemento secundario, e incluso trivial. Los atributos de éste último son la mesura y la cordura -la anodina normalidad, en suma-, y su individuación suele quedar velada pese a que se le sindica con nombres propios que mutan como un caprichoso agente viral. En Los Sea Harrier se habla -por ejemplo- del cardenal Ratzinger o de Georgie Boy y sus «fiambres devotos del Ayuntamiento». Como se observará, la poesía de Maquieira es un atentado contra la chatura generalizada de la existencia.
Para construir su afiebrada epopeya -más cercana a los estruendos del cómics que a las peripecias de un infatigable Odiseo-, Maquieira dispone de amplios recursos verbales, entre los que se advierten expresiones inusitadas que alternan el habla de otras épocas y la nomenclatura química del iridio, por mencionar una de las tantas combinaciones infrecuentes que en el diario vivir sólo provocarían la sospecha y la extrañeza de nuestro prójimo. Los hablantes cambian de número y persona con encomiable soltura. El efecto sonoro de estos poemas -en los que simultáneamente se canta y se cuenta- es el de una orquesta que encuentra su guía en un cúmulo de partituras en las que reconocemos -sorpresivamente- notas musicales y fotogramas de películas, llaves de sol que comienzan a arder y signos que civilizaciones remotas perpetraron en piedras de prodigioso tonelaje. Pero ante ese caos desafiante en el que todo esto podría fácilmente derivar, Maquieira se pone a resguardo: él se limita a mantener los atriles en orden y a los músicos con los cinco sentidos bien dispuestos para el trabajo. Cuando se le ha preguntado por su método de escritura, él dice que se ve a sí mismo como un director, esto es, como el responsable de que la puesta en escena se produzca, pero no necesariamente como el ejecutor de los detalles. En efecto, eso pareciera ir por cuenta del lenguaje, una vez que a éste se le han abierto las compuertas de su diplomática camisa de fuerza, horma en la que está apresado para posibilitar una adecuada coordinación social. Leemos:
Quisimos ser iconoclastas mitómanos
Lenguas desatadas del porvenir
Pero nos pasó algo peor:
seguimos los terribles dictados
De la tontona crítica oficial
La que, con sus buenos oficios
Nos convirtió en perros falderos
Respetuosos de una ya larga tradición
Que venía recién saliendo del horno.
Entre los referentes literarios de Diego Maquieira figura Ezra Pound, el poeta norteamericano que recorrió los mismos caminos y fue a dar al despeñadero; los fuegos de artificio que él se esmeró en elevar revientan cuando el auditorio ya se ha cansado de tanta parafernalia libresca. Por extensión, no sería del todo inexacto decir que Maquieira aprendió de los errores de Pound, quien en sus muy extensos Cantares terminó por desconfigurar el sistema operativo: abrió todas las carpetas, activó todos los archivos y olvidó que no hay memoria que aguante semejante mescolanza de datos. Maquieira pareciera decirnos: de lo que se trata más bien es de premunirse de un cincel afilado y arremeter contra el mármol aunque de un gran bloque sólo sobreviva la curvatura de una espalda. Me parece que esto explica -en parte- lo poco que escribe Maquieira y lo mucho que especula para felicidad de quienes lo frecuentan.
La reedición de estas obras y la acogida que han tenido manifiesta lo bien que ha envejecido su poesía. De varios contemporáneos suyos no podría afirmarse lo mismo. Sus versos revelan a un hombre que ha trabajado por el espíritu y desde el espíritu. «Habíamos levantado un faro en el mar/ para no hacer nada en la vida».
Marzo 2004