El libro El arte agotado (Santiago: Editorial Sangría, 2012) de Sergio Rojas, ostenta en su portada (diseñada por Joaquín Cociña), una gran letra “A”. “A” obviamente de arte y de agotado, pero por qué no de alfa, inicio de todas las cosas. Y si lo consideramos así, el principio ¿de qué?, quizás de todo lo que sigue a ese agotamiento y fin del arte que la teoría y la historia del arte ya llevan tiempo discutiendo. Rojas lo expone a su modo en la primera página del libro: “Los materiales que dieron cuerpo a este libro han sido en parte el producto de una inquietud, provocada por el sentimiento de haber llegado después de todo lo que hubo y antes de todo lo que habrá” (17). Así, desde este momento, Sergio Rojas da cuenta del tono de su texto, lleno de matices, profundidades y proposiciones, en medio de una escritura accesible, una línea de pensamiento que surge en la escritura misma. Una reflexión filosófica sobre el estado y la crisis del arte contemporáneo, sobre el lugar del individuo y el papel de la subjetividad en un mundo globalizado e incluso mundializado; un análisis del problema del tiempo y la relatividad de la historia, y de cómo todo aquello deviene este agotamiento que siempre está ad portas del fin.
“De las magnitudes” y “De las representaciones”, son los dos capítulos de este libro: el primero se refiere a la subjetividad, al cuerpo como el lugar del individuo y al problema de la temporalidad; el segundo trata sobre lo real, y las potencialidades de la representación hacia sus límites, centrándose principalmente en las artes visuales, pero abarcando también cine, teatro y literatura. Independientemente del medio que aborde, Sergio Rojas tiene una inquietud que guía su investigación filosófica: por una parte, indaga en el agotamiento del arte como agotamiento de la representación, en cuanto se vuelca sobre sus propios e internos procesos de producción y legitimación, y por otra, explora cómo la “reflexión de los recursos de la representación –que caracterizó el devenir histórico de las artes visuales desde los inicios de su condición moderna en el Renacimiento europeo– fue especialmente exigida y acelerada por la historia del siglo XX” (34). Hoy este proceso ha llegado a un límite, el agotamiento en que las “expectativas críticas que generó el arte ya no son correspondidas simplemente por el formato de obra de arte” (34).
Podríamos pensar entonces, El arte agotado como una suerte de realización teórica de dicho problema, ya planteado en algunos libros anteriores, por ejemplo, en Las obras y sus relatos I (2004) y II (2009), en los que Rojas escribe sobre exposiciones diversas de arte contemporáneo, aludiendo siempre al lenguaje de la representación y a la emergencia de sus recursos propios. Por otro lado, en Escritura neobarroca (2010) se refiere a la relación con el lenguaje y la relevancia del significante en la obra literaria. Este libro alude al problema desde diversos objetos, pero condensando el fundamento filosófico de su tesis, ya que el arte, “deviene entonces un campo de reflexión para la filosofía; es decir, ha terminado por transformarse enteramente en una pregunta por la representación misma” (376). Esto ha provocado, a su vez, una crisis en la Historia del Arte –con mayúscula–, ya que ésta y sus límites son también objeto de reflexión y de relativización: “la obra de arte inicia un proceso de no retorno en su diseminación, precisamente en el momento que deja de poder ser inscrita en una historia lineal del arte. En efecto, la Historia del Arte habría consistido en una especie de historia filosófica; esto es, como hemos señalado anteriormente, una historia que describe un proceso de progresiva autoconciencia” (304-5). Para esto, Rojas expone acuciosamente sus propios referentes en su revisión de la teoría sobre el arte moderno y contemporáneo, partiendo de la filosofía europea desde Hegel, Kant, y Nietzsche, hasta Georges Didi Huberman y Slavoj Žižek, pero también la historia del arte, dedicando capítulos a Aby Warburg, Erwin Panofsky y Ernst Gombrich, en particular, así como realizando agudas menciones a los norteamericanos Clement Greenberg y Hal Foster, a la española Ana María Guasch y a los latinoamericanos Andrea Giunta y Gerardo Mosquera, por nombrar solo algunos.
Rojas comienza preguntándose por el sentido del tiempo histórico, acerca del que el arte reflexiona, y la relación que este tiempo establece con la temporalidad del agotamiento mismo como “condición constitutiva a partir del momento en que emprende la tarea de reflexionar sus propios recursos de representación, poniendo en cuestión la soberanía del sujeto de la experiencia” (18). En base a esto, se pregunta por la relación que puede existir entre dicha experiencia y los límites de la representación. El individualismo, característico de la modernidad, sería la forma de esa experiencia para vivir en este mundo que no es posible comprender, adoptando una actitud cínica y desesperanzada, donde “cambiamos fe y compromiso por lucidez y suspicacia” (43), donde el arte toma entonces, la tarea de abrir la subjetividad a nuevos códigos, ya que los medios técnicos que solían representar la realidad, experimentan ahora su estallido, inaugurando lo que Rojas llama “el tiempo de la velocidad”, en un mundo que se ha vuelto incomprensible. La renuncia a esa comprensión, es la que funda el cinismo contemporáneo: “constituirse en sujeto ejerciendo la renuncia a hacerse sujeto” (64).
Pero el autor no sólo se hace este tipo de preguntas, sino que también esboza nuevas nociones, entre las cuales la de archivo (cada vez más relevante en la historia del arte actual), parece proponer un giro potencial respecto a este problema. Rojas destaca el tiempo de los archivos como un nuevo capítulo en la historia de los Derechos Humanos (135), pero también como metáfora del presente en tanto que materialidad, acumulación y falta de autoría. Toma la expresión de Ana María Guasch, ‘archivo del futuro’, para relacionarse con el pasado y a la vez como una forma de comprender la temporalidad: “¿Es el archivo el nuevo recurso de la subjetividad en su condición posmoderna, o viene por ahora sólo a sancionar la impotencia de aquélla, en un universo de magnitudes inéditas?” (388).
Sin embargo, vemos que pese al agotamiento que plantea al estado autoconsciente del arte, Rojas no renuncia a la idea de trascendencia en él: “el desarrollo del arte contemporáneo no intenta directamente acabar con la ilusión humanista, para entonces plegarse como un negativo sobre el mundo, sino que se trata de recuperar al cabo la humanidad como exceso y desborde: la humanidad del sobreviviente, resto o detritus sinsentido de lo humano” (97). Hay en el arte entonces, siempre, una trascendencia, aunque en este caso “el arte ensayaría una especie de trascendencia de la trascendencia” (280).
El arte agotado no sólo plantea una tesis sobre el arte contemporáneo, sino también una tesis sobre el individuo y su estado en el mundo, siempre frente a la inminencia de un fin que no somos capaces aún de delimitar. Sergio Rojas deja las preguntas sobre la mesa: “¿Habrá llegado el fin cuando ya no quede final alguno por realizar? ¿Consistirá el fin en saber que no hay una escena final?” (103), “¿Cuánto tiempo tomará el fin de un horizonte cuyos signos de agotamiento se hacen paradójicamente manifiestos con nuestra desorientación?” (401). Pareciera ser que no hay respuesta aún para dichas preguntas, y que el arte, agotado o no, tiene aún mucho que explorar, quizás desde nuevos medios, quizás desde nuevos entendimientos de lo conceptual.
Rojas complementa su texto con múltiples obras de distintos periodos, estilos y orígenes: desde artistas chilenos jóvenes como Cecilia Avendaño y Felipe Cooper, hasta Gerhard Richter y Damien Hirst, pasando por Rubens, Velásquez o incluso el Giotto, por nombrar sólo algunos, y no sólo se remite a las artes visuales sino que alude también al cine como parte de la visualidad contemporánea. Si bien se agradece la amplitud y abundancia de ejemplos, resulta algo desconcertante la falta de cronología y de un centro establecido desde donde se enuncie, ya sea el arte chileno o el arte europeo, pues al encontrar todo tan mundializado, podemos perder el foco del verdadero problema, que tiene distintas intensidades de acuerdo a su contexto y localización.