El escritor norteamericano D.T. Max, a la hora de ponerle un título a la biografía del también norteamericano David Foster Wallace, escogió una frase que se repetía en varias de sus obras: “every love story is a ghost story”. Toda historia de amor es una historia de fantasmas. La frase, que Wallace le atribuye a Virginia Woolf (algo que aún no se ha comprobado) e incluso se especula podría pertenecer a una escritora australiana, Christina Stead, si bien se encuentra en muchas de las novelas de Wallace, aparece, en primer lugar, en una carta que éste le dirige a otro escritor, Richard Elman.
Y de cartas, amor y fantasmas habla este libro de Enrique Lihn que tengo el honor de presentar hoy. De presencias y ausencias. De inicios y finales. De contratiempos.
Son seis cartas y tal vez demasiadas despedidas.
Pero también, y volviendo a la anécdota inicial: toda carta de amor es una historia de fantasmas.
O, como propone un verso de la poeta canadiense Anne Michaels: “Language is how ghosts enter the world.”
Porque tal vez todas las cartas son fantasmas, dirigidas a espectros. Alguien que ya no soy yo le escribe a otro que ya no serás tú. No, al menos, al tiempo de la escritura. Las cartas presuponen un desfase, un desajuste. En cierto sentido las cartas siempre llegan tarde.
El filósofo Jacques Derrida llega incluso a decir que las cartas son siempre un contratiempo. Contratiempo en tanto dificultad pero también en ir contra-el-tiempo. Derrida usa el ejemplo de Romeo y Julieta, esa obra sobre la ferocidad de la pasión pero también sobre cartas que llegan muy tarde. Y es en esa demora que se esconde también el sentido del amor: el jamás poder poseer el tiempo del otro. Nos amamos a destiempo. Y la simultaneidad es una ilusión como tantas. Dice Derrida: “Lo que Romeo y Julieta viven es la anacronía ejemplar, la imposibilidad esencial de cualquier sincronización absoluta”. Y también: “Uno ama porque el otro es el otro, porque su tiempo jamás será mío”.
Enrique Lihn, en Las Cartas de Eros, le escribe a seis mujeres imaginarias. Imaginarias porque han cambiado los nombres y algunas circunstancias, pero no inventadas. Cartas que hablan de destiempos, de ser extranjeros, de estar y no estar. La primera carta, dedicada a Ariel, comienza con un final desdoblado. Uno que sucede tanto en el sueño como en la realidad. El amante sueña con una relación que se termina para despertar y ver a su amada irse. “No siempre se entiende o se quiere entender cuando una relación empieza a declinar, aunque se trate de un fenómeno irreversible. Eso ocurre siempre unilateralmente. Es uno de los miembros de la pareja el que la cancela, pero las señales que emite, de terminación, son doblemente ambiguas; teme darlas, en primer lugar, y luego el afectado se resiste a recibirlas conscientemente aunque las percibe, desde una nebulosa, con claridad.”
Con la segunda carta, a Consuelo, siguen los fantasmas. “Digamos las cosas como no fueron.” Así empieza. La propuesta es interesante, el género epistolar se aleja, nuevamente, del territorio de La verdad. Ni siquiera existe la ilusión de la impostura: digamos las cosas, sí, pero como no fueron.
Con la carta a Consuelo empieza también la insistencia en la figura de la extranjera o la mujer de paso, en tránsito. Mujeres que ya tienen su vida armada en otra parte, encuentros con fecha de vencimiento. Y el hablante es cuidadoso: “Prescindo del retrato que podría delatarte.” El lenguaje, de alguna forma, esconde el rostro de todas estas mujeres.
Y con Consuelo no se encuentra un lugar. El hablante pregunta: “¿Con qué cara podría incorporarme yo a tus constelaciones?” Hay amargura aquí, pero también el énfasis en el fantasma de las posibilidades, los caminos que no tomamos, que si bien no se afirman en la realidad, siguen viviendo en el deseo. Dice un poco más adelante en esta carta: “…cuando decimos blanco, pensamos negro y … cualquiera elección –en el oficio, el amor, el viaje, el negocio– reprime una alternativa en beneficio de otra, pero no erradica la primera en relación al deseo”. Y también: “Vivimos eligiendo, vale decir encerrándonos en una red cada vez más apretada de frustraciones. Todo para hacer de nuestra vida una pequeña historia más o menos coherente, una especie de proyecto, una seudorrealización, una novelita.”
Estas cartas, de alguna forma, son esas posibilidades, los caminos que no se tomaron, los fantasmas. Aunque fantasma pueda ser también quien escribe (“El que se había ausentado de su propia presencia o de la realidad era yo, el arrepentido, y ahora no sabía cómo volver a ella, cómo estar verdaderamente presente aquí y ahora y no mirándolo todo como del otro lado de un espejo.”) Y es que aquí aparece otro motivo recurrente de la colección: la mirada hacia la propia vida del poeta y sus decisiones. Leemos: “Había evitado las situaciones que normalizan la vida”. Ya en la carta a Ariel, llegando al final, comentaba: “Sabes que le tengo horror a los sábados y domingos, días de autocompasión en que se me patentiza mi fracaso como ‘ser humano’: ni mujer ni casa ni constancia en los lazos familiares, ni hijos que haya podido asociar en el afecto y la confianza mutua a mis horas libres que son excesivas, aunque parezca feo decirlo, mientras tantos otros están entrampados por sueldos de hambre en la máquina del tiempo.”
La tercera carta es a Teresa, a quien llama su hada madrina, consciente de la cursilería. Es una carta abierta porque no tiene la dirección. Aquí las palabras, otra vez, abren caminos: no hay dirección, no hay destino. Una relación ya frustrada desde que se nombra. Nuevamente se trata de una mujer, extranjera, que vive en París hace siete años. También de paso.
Dice de ella: “Temo que se me ocurra beatificarte, es algo que no pega contigo. Pinchamos, eso fue todo.” Y la expresión, abre las puertas a nuevos fantasmas: el pinchazo trae incomodidad, dolor. Pinchar como coquetear, sí, pero también esa pequeña violencia que se esconde, ahí, agazapada, paciente, expectante. Un pinchazo que también puede desinflar ilusiones.
La mujer a quien se dirige esta carta no se apoya nunca en la realidad. Siempre parece a punto de evaporarse de la página. Quiero detenerme en tres momentos, tres citas. Uno: “Muchos adioses, eso fue lo malo, mucho azul del cielo a la vuelta de tan poco tiempo, eso fue, también, lo que nos hizo volar.” Dos: “Otro mal síntoma: querías hablarme en inglés o en francés, como si esta cama estuviera en cualquier parte del mundo: una alfombra viajera.” Tres (incluso se recurre a la teoría: todo lenguaje sirve, todos los fantasmas): “Explica Deleuze que Alicia al crecer disminuye de tamaño, porque se hace más pequeña en relación a lo grande que está haciéndose. Tú habías venido a irte de aquí y era lo que ocurría a cada instante. Te ibas a medida que te quedabas y viceversa. Puede decirse que toqué un fantasma. Nunca he conocido otro tan carnal y tenía muy buen espíritu. Gracias.”
La cuarta carta es a Gabriela Mistral, veinte años después de su muerte, y con ella llega un nuevo tipo de amor y de fantasma: el de la poesía, el de las palabras. Insiste el hablante en describir este amor: “Mi admiración juvenil por ti”, afirma, era “literaria pero tan intensa como para confundirse con un patatús al corazón”. Y agrega: “No se trata de una mera adhesión –siempre ha sido crítica– a la poeta, sino, repito, de una relación erótica entre mi cuerpo y el tuyo –ambos verbales– porque estamos hechos de palabras. El uno para el otro.” Mistral es también otra mujer que ha vivido mucho tiempo en el extranjero. Otra presencia/ausencia. Dice Lihn de ella: “Soy un especialista en tu ausencia, de los poemas en que estás y no estás, un conocedor de tu ‘País de la ausencia’. Y cita el poema de ese nombre, así como también otro titulado “Cosas”, que comienza con los siguientes versos: “Amo las cosas que nunca tuve / con las otras que ya no tengo”.
Mistral, y luego Lihn lo retoma en esta carta, habla de la posesión como una imposibilidad. Volvamos a la carta, y la cito: “Te amo en lo que dejaste, eso que siempre se deja de tener –un poema—y que, en cierto sentido, no se tiene nunca. Hay otras cosas que quisiera decirte. Vamos por partes, hasta donde me alcancen estas seis carillas.” Hay una insistencia en la materialidad de la escritura; en el límite que impone la hoja. Quedan seis carillas, quedan tres. Y el hablante conjura con todas sus letras la fantasmagoria: “Para mí eres otra especie de fantasma: una palabra amada.”
La quinta carta es a Adelina, nombre que esconde a la secretaria del departamento de lenguaje de una universidad norteamericana. Una puertorriqueña. Otra extranjera, que está “en otro lado”: “Como en otros casos escribo una carta imaginaria dirigida a alguien que, en alguna parte, es de verdad y aquí una ficción, un simulacro, una figura de papel”. Lihn escribe mirando una foto, otra fantasmagoría, si seguimos a Barthes, y que él describe como “una mínima obra maestra del arte del ocultamiento”. Una foto donde solo aparece parte de su cara. Las fotos, también, como el territorio de lo que ya no somos. La evidencia de nuestra desaparición inminente. Dice de esta relación: “Nos demoramos más de lo habitual, entre adultos temporalmente solitarios, en iniciar una amistad que se hizo, rápidamente, grande, en un par de meses.”
Adelina es la encargada de llevarlo al hospital luego de una emergencia y oficiar de intérprete entre doctores. Ella es viuda y él vive un tiempo con ella, tiempo en el cual otra chica, que también vive en la casa, le hace clases de inglés a cinco dólares la hora. Dice Lihn: “Conservo las grabaciones. Hablo mucho en ellas y demasiado mal.” Me enternece pensar en esas voces grabadas. Otras sobrevidas, otros fantasmas. La voz que se conserva a pesar del tiempo, contra el paso de éste, otro contratiempo. Esta carta termina con otras cartas, unas en las que no se dice la verdad y la distancia lo distorsiona todo. Las palabras de Lihn quedan doliendo: “Había otra. Esperé que esperaras.”
La última carta vuelve a jugar con presencias y ausencias. Está dirigida a Beatriz y comienza: “Te escribo para jugar a tu aparición, para hacerte desaparecer, por mí mismo, en el papel, y burlarme de ti.” Nombrar para hacer desaparecer. El lenguaje como acto de magia. Pero esta mujer existe y eso es parte de la dicha. Y sigue: “Existes y eso hace las cosas un poco difíciles. Es una felicidad que existas, por cierto; que puedas hacer tu juego cuantas veces quieras más allá del papel: aparecer/desaparecer. En cuanto a mí, para evitar las dificultades pequeñas y los pequeños dolores, debo entresacar tu imagen de la existencia, recortarla e imprimirle su condición de fantasma, marcadamente.”
En esta carta el no nombrar es un cuidado, por “alejar del papel tus señas de identidad”. Quien escribe se pregunta: “¿Qué tiene que ver esto con lo que no quiero decir?” La palabra marca los fantasmas de lo que no se dice. Hay pistas sobre la imposibilidad de esta relación. Pistas como: “Existen reglamentos no declarados que regulan el intercambio de mujeres, entre distintas generaciones.” Y también: “Otros planes alternativos fueron fantaseados: pero los consumimos sin consumarlos, rápidamente.”
Con Beatriz vive un matrimonio secreto, dice, una especie de ilegalidad.
“Fuimos menos felices que nuestros padres”, sentencia, para terminar con: “Obvio es decir que yo esperaba –pero fue inútil– que envejecieras.”
Volvamos al principio. Contra el tiempo, como todas las cartas. A la carta de Consuelo y a contar las cosas como no fueron, que no es tal vez sino otra forma de darle su lugar al deseo que quiere siempre tantas cosas a la vez, todas esas posibilidades fantasmales que –creemos– se cancelan con nuestras decisiones (pero que tal vez se quedan viviendo, como espectros, siempre en otra parte). En ella, el hablante comenta: “El amor hace milagros de equilibrio, pero de equilibrio inestable. Su poderoso oponente, Tánatos, le hace la zancadilla y le rompe los platos.”
Las seis cartas que componen Las cartas de Eros dibujan el paisaje de lo imposible. Desde la materialidad de tres o seis carillas, de fotografías y grabaciones que se guardan y sobreviven al tiempo, se marca la ausencia de mujeres extrañas y extranjeras y la fantasmagoría que supone desde siempre el género epistolar: aceptar ser ese fantasma que, desde el momento que escribe, empieza a dejar de ser para llegar tarde –siempre, de algún modo, muy tarde– a un otro futuro que ya no es el que se busca.
N. del E. Este texto fue leído el 19 de octubre del 2016 a las 18:30 en el lanzamiento del libro, en el marco del Coloquio «Enrique Lihn: vínculos, relecturas y proyecciones».