El pasado jueves 9 de julio a las 19:30 fue lanzado, en la biblioteca del Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM), el trabajo más reciente del escritor chileno Jorge Marchant Lazcano (1950), Cuartos oscuros (Tajamar, 2015). En un primer momento, la novela me llamó la atención por dos motivos. El primero, por la imagen de su portada, que es la pintura Los luchadores (1889) de Thomas Eatkins. Pensé usar la imagen artística como punto de partida para introducir la historia que contiene la novela. Habría comenzado vinculando la vida de los protagonistas de la historia con la lucha que enseña la pintura para dejar entrever uno de los trazos más fundamentales de la escritura de Marchant Lazcano, la homosexualidad (¿una que perdió la batalla?). Homosexualidad que se espejea en el acalorado enfrentamiento físico que mantienen los atléticos personajes de la pintura de Eatkins, en la que asoma el viso de una tensión homoerótica: en los cuerpos semidesnudos que miden sus fuerzas en el suelo, en el contacto de las pieles lisas y firmes, en la belleza y la juventud. Abandoné rápidamente ese ingreso a la novela.
El segundo motivo, en cambio, tenía que ver con la experiencia que elaboraba en las primeras páginas de la novela, donde asumía la voz un narrador que es un escritor chileno, furioso y decepcionado de su entorno y de su suerte, que habla desde su cuarto alquilado en el departamento de un decadente matrimonio colombiano en el barrio neoyorquino de Harlem. De este abordaje, pretendía señalar que en determinado momento se cruzan las identidades de ese narrador y del autor de la novela, quizás esta dialéctica se activa para quienes conocemos aunque sea un poco a Jorge Marchant Lazcano. En caso de seguir en esta línea, hubiese comentado lo sorprendentemente autobiográfica que se volvía la novela, debido a la brutal honestidad de las confesiones que allí se encuentran “allá, en mi otra ciudad, en donde nací, quedó la triste conciencia de ser un escritor poco leído, de que mis novelas no le importan a nadie: ni a mis familiares, ni a esos seres odiosos que dicen ser mis amigos, que los críticos me desprecian y los periodistas me desconocen, o en el mejor de los casos me tienen lástima. ¿Por qué tendrían que sentir lástima por mí? ¿Por esta enfermedad que porto conmigo como el estigma más flagrante? ¿Soy de verdad digno de lástima?” pero pronto supe diferenciar aquellas identidades y arranqué de ese juego literario, o mejor dicho, de esas estrategias composicionales que tan sutil y brillantemente están construidas en las novelas de Marchant Lazcano. Hablo de montajes temporales, que perturban tiempos, distancias y hechos muchas veces acaecidos entre Estados Unidos y Chile. Que son también los lugares entre los que reside, desde hace muchos años, el autor de la novela. Al descubrir ese cruce identitario noté que no se dilucidaban tan fácilmente los registros escriturales ni las marcas de enunciación, por el contario, la novela sigue albergando una dimensión autobiográfica innegable pero decididamente incierta, “mentiras de escritor, más que seguro; los escritores solemos fantasear y enredarnos en mentiras, vivir en medio de un vaho de mentiras (incluso después de la muerte)”, nos comenta en las primeras páginas este narrador cuyo nombre nunca sabremos.
Este segundo abordaje me posibilitaba abrirme paso entre los muchos posibles ingresos a la novela, tales como el interesante diálogo literario que se articula entre Reinaldo Arenas, Manuel Puig y el mismo escritor chileno anónimo; o bien detenerme en medio del diálogo entre texto e imagen, o mejor dicho, imágenes en movimiento que aparecen nuevamente en la escritura de Marchant Lazcano. Son las citas al cine clásico de Hollywood, a sus obras, actores y a sus instituciones. En este punto, esas recurrencias asumían, creo, una condición nostálgica de desfase temporal; como fantasmas de una edad dorada que entran en sintonía con el presente que entraña la novela y sus ruinas y derrumbes entre los que circulan como espectros sus personajes. También había pensado en otras líneas de acceso a la novela, como la historia de la homosexualidad que ella roza. Historia de tristeza (la vergüenza, la discriminación), de euforia (la exuberante liberación sexual en el contexto norteamericano) y de fracaso (las marcas y estragos que dejó el SIDA, que diezmó a una generación de homosexuales; la vejez, la enfermedad, el abandono, el rechazo erótico). Entre las múltiples posibilidades que encontré al interior del segundo abordaje decido regresar a la historia misma.
Decido instalarme en la novela misma, entonces, y lo hago mediante uno de sus personajes, Pat Svenke. Un estadounidense de mediana edad que asiste a almorzar a Gay Men Health Crisis, institución (verídica) de servicio para la comunidad con VIH, donde también se encuentra el anónimo escritor chileno que de pronto decide fijar su atención en Pat, un homosexual ciego. Luego de seguirlo a escondidas hasta un cine administrado por indios en Queens, que cobija numerosos cuartos oscuros destinados a encuentros sexuales furtivos entre hombres viejos y desdichados, Pat desaparecerá para siempre. La historia que sigue es una de trampas y fantasías que, a fin de cuentas, nos hace dudar si todo lo que hemos leído no serían acaso imágenes mentales de un hombre infeliz y en extremo solitario o quizás correspondan a las páginas de esa novela que el escritor anónimo prometió enviar a su editor chileno. En cualquier caso, asistimos a la trágica historia de un desencuentro, que para el narrador pudo haber sido la última posibilidad de felicidad luego de descolgar los cuadros en su propio país, del cual se fugó. Este encuentro que nunca se produjo entre el escritor y Pat Svenke o entre la carta que este personaje nunca recibió de Manuel Puig desde Rio de Janeiro, son actos que operan, creo, como observaciones respecto al desarrollo de las relaciones homosexuales, particularmente, aquellas marcadas por la vejez y la soledad, en el que las posibilidades de encuentro se distancian cada vez más debido a las circunstancias que los confinan y marginan como ciudadanos de segunda clase, hermanados con otras figuras sociales que comparecen en la obra de Marchant Lazcano, tales como indios, judíos, inmigrantes que no son de ninguna parte y que deben afrontar los embates y coletazos de una sociedad agresiva. Ante esta inminente amenaza, los personajes de esta novela han resuelto ensimismarse y producir fantasías y ensoñaciones que, en cualquier caso, son más amables para seguir viviendo un poco más ante la promesa de la muerte.
Poco importa si estos personajes están marcados por una enfermedad sin cura o están investidos por una condición irreparable; aun así, una promesa trunca, malograda, logra encostrarse entre estas identidades vulnerables. Y entonces, incluso un homosexual ciego podría iluminar todo aquello que ha sido vedado por injusticia, miedo o rechazo: “Ya sabemos que la vida es un largo y agotador camino hacia la muerte, pero en ese camino nos distraemos de pronto y, casi sin darnos cuenta, nos rebelamos contra ella.” Esa imprecisa rebelión, esa distracción hacia la irrenunciable promesa del fracaso y de la muerte, en la literatura de Jorge Marchant Lazcano tiene un doble rendimiento. Estético: en la forma del impacto de un dardo que ha punzado con la realidad más brutal nuestro sistema de representaciones, para perturbarlo y desestabilizarlo. Y en términos políticos, trae consigo un aviso desde las generaciones que ya han desaparecido y de las que sobreviven, ese aviso contiene las lágrimas y el dolor de una fórmula de vida, de un proyecto cuya experiencia fracasó y del que solo persiste el recuerdo que quema pero que a la vez ilumina con la historia de su catástrofe y que a pesar de todo, con su lúgubre mensaje, comunica para otros la posibilidad de comenzar de cero, quemar las naves nuevamente.