Bernardo de Alfredo Sepúlveda
Ediciones B, Santiago, 2007
1) El pasado siempre es otro planeta.
2) Tal vez uno de los efectos más extraños de la década del 80 sea recordar que una de nuestras primeras experiencias con la historia de Chile al modo de una larga lista de láminas sueltas listas para ser pegadas en un álbum. Para quienes crecimos en esa década, es imposible no acordarse de la desesperación con la que el gobierno de Pinochet nos llenó de sobres y coleccionables (pienso en ese extraño imperio que es Salo) donde era posible encontrar reproducciones desvaídas o psicodélicas de los principales hechos del anecdotario histórico patrio. Para nosotros, la batalla de la concepción, el 21 de mayo, el abrazo de Maipú y otras fechas similares vinieron siempre recortadas en pequeñas viñetas naif: los retazos deshilachados de algo que nunca alcanzamos a comprender completamente. Todo en una iconografía nítida o fantasmagórica que pintaba a la memoria nacional como una larga lista de dibujos camp suspendidos en el tiempo, escenas perennes pero a la vez poderosamente ridículas.
3) Por eso, que Bernardo de Alfredo Sepúlveda, tenga en su portada una imagen de O’Higgins sacada de alguna colección de MUNDICROM no deja de ser irónico pero a la vez reparador. Yo, por lo menos, lo leo como una venganza secreta contra aquella iconografía que en vez de formar nuestra memoria, la deformó. Lo mismo que el libro de Alfredo, creo que Bernardo (la flamante biografía del prócer que ahora estamos presentando) se lee desde ahí, como la restitución de un universo –que a mi generación– se le entregó pervertido o caricaturizado, una hagiografía agrietada desde siempre.
4) Alfredo trabaja sobre esas grietas. Escribe sobre ellas. Las persigue. Las repara. Intenta comprenderlas. Es un ejercicio asombroso. Sacudido por las diversas versiones de quién fue Bernardo O’Higgins, el libro evita cualquier mesianismo para convertirse bastante más íntimo; la narración sobre cómo una vida privada se convierte en pública. De este modo, el padre de la patria no aparece retratado como un mártir atacado por sueños místicos, alucinaciones, destinos manifiestos o toques angélicos sino más bien por el azar, el parricidio simbólico y la precariedad.
5) Evitando toda épica Alfredo narra una historia tan grande o pequeña como la vida, que cubre desde los últimos días de la colonia hasta la primera década de la república, al modo una novela llena de conspiraciones dentro de conspiraciones, de agentes dobles o triples, de genealogías cruzadas, de muertes gratuitas y otras no tanto, de enemigos imposibles o extraños, de vueltas de tuerca improbables. Porque todo lo imposible se vuelve posible en Bernardo partiendo por el hecho de que el hijo bastardo del virrey termina transformado en padre de la patria. Aquí las imágenes épicas se vuelven catástrofes y al revés. Al lado de los campos incendiados, la sangre que salta a la cara, los bayonetazos, las ejecuciones públicas y largas caravanas que logran pasar en silencio la cordillera, conviven el lobby, los operadores, la realpolitik, los think tanks.
6) En la dimensión desconocida que es la historia con mayúsculas, los detalles que Alfredo entrega de la vida del libertador no son solo contradictorios sino también sorprendentes. Hay algo en O’Higgins, que lo vuelve un héroe opaco y accidental, un testigo que a veces se convierte en protagonista. Mal que mal Bernardo siempre fue un ave en corral ajeno: un hijo huacho arrancado de los brazos de su madre por un padre que no lo reconoció jamás en vida, un latinoamericano perdido en Europa, un soldado que aprendió de estrategia en la batalla, un independentista entre realistas, un sureño entre capitalinos, un presidente odiado por el pueblo, un chileno entre peruanos. Alfredo Sepúlveda describe ese proceso –el de cómo un hombre se ajusta en un entorno casi siempre hostil– llevando a cabo aquella máxima que Janet Malcolm enunció alguna vez en “La mujer en silencio”: “la biografía es el medio por el cual los secretos que aún queden de los muertos les son arrebatados y se ofrecen a la vista del mundo”.
7) Pero Alfredo no sufre de la culpa que aflige siempre a la Malcolm. Por el contrario. En “Bernardo”, el autor sabe que para narrar la historia hay que sospechar, detenerse en los momentos muertos, mirar toda anécdota como una encrucijada que no se resolverá jamás. Pero antes que eso, o además, a la historia no hay que explicarla ni justificarla: hay que contarla antes que se pierda. Porque nada dura lo suficiente en el mundo de Bernardo. Todo se desvanece en el aire una y otra vez, casi como una ley física: su mundo infantil de la provincia, su trayecto de adolescente disoluto en Europa, su vida de terrateniente, los éxitos de las batallas, la tranquilidad del poder, la convalecencia en Perú. Es como si la escena final de El padrino, aquella donde entre susurros Marlon Brando le confiesa a Al Pacino que no le alcanzó el tiempo, se repitiera por todo el libro. Lo anterior no habla solamente del estatus volátil de la vida política a principios del XIX sino también de la velocidad del libro: Alfredo –no es demasiado necesario que lo diga acá– escribe con velocidad y filo, vuelve sencillo lo complejo, describe con nitidez batallas y acuerdos de pasillo y se abre camino en medio de las versiones contradictorias, a veces increíbles, de los hechos narrados. De este modo, en el libro sorprende y se agradece ese tratamiento íntimo del prócer y su poder, como si se tratara de un espectro a la mano del lector. Mientras, se intentan resolver uno o varios enigmas. O agitar las aguas ante la luz estroboscópica del bicentenario.
8) De ahí que la lectura más eficaz que pueda hacerse de este texto tenga que ver con ese escenario convierte a los eventuales lectores del texto en algo parecido Lot, en alguien da vuelta la cabeza hacia el pasado esperando que lo que se dibuje en la retina no se convierta en estatuas de sal. Bernardo consigue ese milagro. Porque Bernardo no es O’Higgins, es Bernardo. Alfredo retrata en carne y hueso al héroe y no teme dejarlo mal parado. No hay revisionismo aquí sino otra cosa: la comprensión de la historia como una nerviosa comedia humana.
9) Pero hay algo más. Algo que me parece lo más inquietante de Bernardo y que tiene que ver con la idea de un escritor pasando dos años completos de su vida con un padre de la patria, teniéndolo a la mano, como un fantasma familiar. Puro vudú. O espiritismo. O policial: Alfredo investiga, parafraseando a Piglia cuando habla de la crítica literaria, unos crímenes que tal vez no hayan sido cometidos. Crímenes contra la memoria o, mejor dicho, contra la escritura de la memoria; crímenes amparados en aquel peso de la noche que respiramos desde siempre. Y esa expresión, la del peso de la noche, no es despreciable. Porque esto es lo que Alfredo Sepúlveda ha hecho con O’Higgins, me gustaría ver lo que hace con Portales. Con Diego.
10) Porque estoy pensando en el lugar del escritor, en una posición que me imagino como cercana a la de aquel redactor apócrifo de “Tema del traidor y del héroe” de Borges, obligado a leer y leerse en las versiones contradictorias de una epopeya que no acaba de resolverse jamás. Repito, me pregunto cómo será vivir con Bernardo O’Higgins en la cabeza y en la pluma, sopesando sus acciones una y otra vez en el borde de cada frase, mirando al pasado (que es una forma del destino) como un libro abierto que se revisa una y otra y otra vez sin llegar a ningún lugar. O llegando a varios, a las respuestas entregadas por un oráculo que puede convertirse en un rompecabezas. Porque por ahora, el mejor efecto de Bernardo es la sombra de aquel oráculo, una sombra que nos cubre a los lectores. Nuestro rostro cambia cuando la miramos. La memoria es siempre un explosivo volátil. Nos desfigura. Nos hace, dolorosa o dulcemente, envejecer siempre y sentirnos parte de algo más grande, más incomprensible, un punto ciego de la mirada o el destello que puede ser un fuego fatuo prendiéndose en la lejanía.
11) Porque la historia de Chile es un relato que no se parece en nada a las láminas MUNDICROM que creímos ciertas alguna vez cuando niños, esas imágenes de O’Higgins tan opuestas a estas imágenes, nuestras después de la lectura, de Bernardo.