En 1974, el escritor norteamericano Paul Auster se muda a Nueva York y al llegar a la ciudad cae en cuenta que su máquina de escribir, una Hermes, está descompuesta, destrozada y con sus teclas descuadradas. Ahí es cuando emprende la misión de buscar una nueva máquina de escribir y termina adquiriendo una Olympia portátil fabricada en Alemania Occidental. A partir de ese momento, Auster se acostumbra fácilmente a su nueva herramienta, intentando evitar el uso de la computadora, objeto que para esos años ya algunos escritores utilizaban. En La historia de mi máquina de escribir (2002), el escritor norteamericano cuenta una relación más afectiva que utilitaria con su Olympia, de hecho, es tan importante en su vida que su amigo Sam Messer la decide ilustrar.
Desde el relato contado por Auster, es posible hacerse una idea de la presencia de la máquina de escribir en las historias de algunos escritores, principalmente aquellos activos durante los años sesenta y setenta. En el caso de Clarice Lispector, la escritora brasileña evidencia un fuerte interés por incluir a esta herramienta en su proyecto escritural y establece una relación vital con ella, en tanto le dedica una serie de pasajes en sus crónicas publicadas en el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Estos textos, que refieren a sus máquinas de escribir y a su funcionamiento, dan cuenta de un interés de la escritora por referirse a su oficio de cronista y también se vuelven una oportunidad para hablar de sí misma y de su relación con la escritura.
A partir de lo anterior, me interesa leer algunas crónicas publicadas en el periódico de Río de Janeiro que justamente tematizan la relación con la escritura y el objeto, así como otros textos en prensa que permiten leer ese vínculo mediante el rechazo de otros medios de escritura. Entonces, la máquina de escribir será entendida no solo como una herramienta para la escritura, sino también como un objeto que, en ocasiones, tiene características y cualidades humanas, lo que le permite a Lispector establecer una relación de intimidad que se proyecta en sus textos.
En su trabajo sobre la presencia de las máquinas en el desarrollo de las vanguardias latinoamericanas, Rubén Gallo (2005) plantea que la cámara fotográfica y la máquina de escribir son tecnologías que permitieron el desarrollo de las vanguardias, pues así como la cámara impulsó la experimentación visual, la llegada de la máquina de escribir produjo que los escritores exploraran los límites de la página y buscaran nuevas formas de escritura. La máquina de escribir tiene su origen en Europa en 1870, pero no fue hasta dos décadas después, en 1890, cuando esta logró tener un uso más generalizado, pues si bien se instaló fácilmente en las oficinas modernas, los escritores la miraron con escepticismo por un largo tiempo.
Es preciso acotar que en el contexto en el que escribe Lispector la máquina de escribir no es una tecnología nueva; sin embargo, la escritora logra resignificar este objeto al ponerlo como tema de reflexión en sus escritos en prensa. La máquina de escribir se muestra en sus crónicas como una herramienta propia de la tecnología moderna que le permite situarse en el contexto de las comunicaciones, de manera que responde al medio de producción de su época. Asimismo, el uso de este objeto es resignificado por la escritora en tanto habla sobre su máquina de escribir humanizándola y estableciendo una relación afectiva con ella, lo que supone para la escritora trabajar con un objeto animado, que tiene voluntad propia y que, en algunas ocasiones, funciona y escribe sola.
Lo anterior se refuerza con la idea de rechazar explícitamente el uso de la pluma y, en definitiva, la escritura manual, que es posible leer en “Escribir al sabor de la pluma” (1979), en la que expresa con cierta nostalgia: “Para comenzar, la pluma ya no se usa más. Y después, sobre todo, escribir a máquina, o con lo que sea, no es un sabor” (136). Pareciera que, para Lispector, con la escritura a máquina se pierde algo, un “sabor” que tenía solo la escritura a mano, y pareciera también que esta pérdida es irremediable. Años antes de esta crónica, la escritora había publicado en el mismo Jornal do Brasil “El caso de la lapicera de oro” (1967), donde relata que recibió como regalo una lapicera “bonita y de buena marca” (43) que, sin embargo, por más atractiva y lujosa que esta fuera y por más que su hijo menor la deseara justamente por ser muy hermosa, la escritora no le presta atención y termina regalándola.
La importancia de las máquinas de escribir para Lispector se refleja en la crónica “Propaganda gratis” (1973), en que la autora recorre los distintos modelos que usó a lo largo de su vida escritural, primero una Underwood semiportátil, y luego solo máquinas portátiles: una Olympia, una Remington y una Olivetti. Cuenta Lispector esta trayectoria:
Cuando, hace mucho tiempo, empecé a ser una profesional de la prensa, tuve una máquina Underwood semiportátil. A esa máquina sí que la amé: duró tanto que soportó escribir siete libros. Sin olvidar que saqué copias y copias de lo que escribí. Y que un libro mío, por ejemplo, que dio en dactiloescrito cerca de 400 páginas, lo copié 11 veces, porque, para aclararme a mí misma lo que quiero decir, hago copias y copias [1]. (329)
En esta publicación, la escritora reconoce que es una “profesional de la prensa”, resaltando su actividad como cronista y periodista, la cual se entiende que solo fue posible gracias a la presencia de sus máquinas de escribir.
Más adelante, en la misma crónica, la escritora intenta humanizar a su máquina de escribir, pues reconoce en ella facultades humanas como trabajar en silencio, hacer mucho ruido, o incluso funcionar casi sola. Declara: “Al escribir prácticamente toda la vida, la máquina de escribir cobra una enorme importancia. Me irrito con esta auxiliar o le agradezco por cumplir el papel de reproducir bien lo que siento: la humanizo” (329). Clarice reconoce en su máquina de escribir una ayudante en el proceso creativo y le atribuye facultades humanas, pues incluso es capaz de percibir las sensaciones de la escritora. Al considerar a este objeto como un humano que asiste el momento de la escritura, la cronista logra resignificar la utilidad de esta herramienta, como se ve en la cita anterior, en la que se describe una relación más afectiva que utilitaria con ella. Cuando Lispector enuncia que a veces se irrita con esta ayudante, o también le agradece por reproducir lo que siente en sus textos, está reconociendo que ya no trabaja con un objeto, sino con una compañera que es esencial para su escritura.
Así como la Underwood semiportátil con la que abre la crónica de 1973, su máquina Olympia se enferma, como un humano cualquiera: “Después se mostró cansada y se enfermaba de vez en cuando, y necesitaba de un mecánico para ayudarla a continuar. Siguió bien pero me cansé de sus tipos demasiado pequeños” (329). Si bien un técnico pudiera arreglar su máquina enferma y cansada, Lispector decide reemplazarla por una más grande: una Remington también portátil. De este modo, la autora establece una relación compleja con sus máquinas, pues, en ocasiones, las quiere, y en otras no lo piensa dos veces antes de reemplazarlas, por lo que pareciera que estas corresponden a maniobras de evasión de la escritura. La Remington, que utiliza después de que la Olympia se enfermara, “hacía al teclear un ruido de lata vieja que me cansaba” (329), de modo que podríamos afirmar que Clarice busca una compañera en la escritura que no intervenga en su ejercicio. Esta máquina, la termina cambiando por una Olivetti a Tati de Morais, la “que es una belleza en materia de sonido: sordo, leve, discreto” y le permite “tipear a la noche porque no despierta a nadie” (329), razón por la que decide quedarse con ese modelo. Tanto le convence escribir con ella que declara: “creo que de ahora en adelante sólo voy a escribir en ella. Y si ella se cansa, me compro otra igual” (329). La búsqueda de la discreción en sus máquinas de escribir podría corresponder a que la autora no necesita ni quiere saber que ellas están ahí durante la escritura, las máquinas deben ser lo más imperceptibles posibles, livianas y silenciosas.
De este modo, cuando la cronista llega a su máquina perfecta, no quiere dejar de usarla, pues ha recorrido un largo camino de búsqueda, de aprendizaje y conocimiento, como si estas fueran personas, verdaderas compañeras de ruta. Sin embargo, está consciente de que las máquinas se echan a perder y, en vez de enviarlas a arreglar, decide cambiarlas. Por eso decide dar un paso adelante: sabe que su Olivetti, que para ella es perfecta para una escritura silenciosa, se puede enfermar. Lispector refuerza la elección de un modelo particular de máquina, resaltando las características de cada una y afirmando que todas son diferentes entre sí, pues guardan un misterio que ella decide no conocer ni revelar: “Máquinas, cualquiera, son un misterio para mí. Les respeto el misterio” (329).
El misterio que guardan sus distintas máquinas de escribir suscita en la escritora el reconocimiento de una dimensión desconocida para ella y de la que tal vez prefiere no saber. Para Lispector es suficiente con que estos objetos la escuchen y logren traducir lo que pretende escribir, acciones que decide retribuir en mediante la gratitud que titula la crónica. Entonces, la defensa del uso de este objeto es acompañada de un agradecimiento, lo que da a entender la atribución de facultades humanas en esta herramienta de escritura. En la misma crónica, Clarice Lispector enuncia y nombra a una de sus máquinas de escribir: “Uso una máquina de escribir portátil Olympia” (29). Ahora no es una Remington, ni una Olivetti, es una Olympia y portátil, característica que, hemos mencionado, para la escritora es relevante, pues “es bastante liviana para mi extraño hábito: el de escribir con la máquina en el regazo” (29). Esta bellísima escena de escritura ilustra el modo en que la autora desarrolla su producción cronística y literaria, con la máquina de escribir sobre las piernas, ella se puede sentar y escribir en cualquier sitio, sin necesidad de un escritorio, y disfrutar de un desplazamiento constante dentro de su departamento sin interrumpir su trabajo.
En efecto, la imagen de Lispector con su máquina de escribir sobre el regazo es una de las más conocidas y divulgadas luego de su muerte, pues en la mayoría de los homenajes que le han realizado está justamente sentada en un sillón con la máquina en las piernas, un cenicero a un lado y su perro Ulises al otro[2]. Para Vilém Flusser, teclear la máquina de escribir es “el gesto más característico de escribir” (34), que en el mundo moderno tiene que ver técnicamente con apretar botones y mover palancas. Sin embargo, bajo la perspectiva de Lispector, esta actividad manual no está realizada por ella sola, sino que su máquina de escribir tiene la capacidad de ayudarla en ese proceso.
De acuerdo a lo anterior, es posible afirmar que la autora, gracias al vínculo afectivo que establece con su máquina, la entiende más que un simple instrumento de trabajo: es una amiga, complemento de sí y de su labor escritural. En la crónica revisada, su Olympia la acompaña, la entiende y la ayuda en su actividad y, debido a ello, tiene la necesidad de agradecerle. Como señala Flusser, “las máquinas son objetos, que han sido construidas para vencer la resistencia con la que choca el trabajo” (23), de modo que transforman la actividad escritural completa. Sin embargo, así como la máquina de escribir permite y transforma el trabajo cronístico, Lispector logra modificar el objeto, construyendo una relación afectiva con él: “Me gustaría darle un regalo a mi máquina” (30), declaración con la que subvierte la relación entre sujeto y objeto, y la desplaza hacia una relación recíproca y de constante colaboración.
En las crónicas revisadas es posible leer una relación con el objeto mucho más íntima, en un tono más confesional que quizás se relaciona con la proximidad corporal. El gesto de escribir en el sentido lispectoriano, posando la máquina de escribir en el regazo, es un gesto un tanto maternal pero también de mucha intimidad. Esto podría tener relación con la configuración de los espacios de trabajo dentro de su departamento, pues, recordemos, que Lispector escribe desde su departamento y en constante interrupción de los sucesos cotidianos. Además, aquella proximidad con el objeto es muy similar al que acostumbró Gabriela Mistral, quien viajó con su tabla de madera como una herramienta esencial para su escritura. El gesto de posar sobre las piernas el objeto que permite la escritura rechaza la necesidad de un escritorio y también entiende que el oficio puede ser ejecutado desde cualquier espacio. Las dos escritoras dan cuenta de que es posible escribir en cualquier sitio, sin necesidad de una oficina, primero, y luego, sin la necesidad de un mueble particularmente destinado para tal labor. Las dos, también, estuvieron de viaje por largo tiempo, fuera de sus respectivos países, por lo que se les hizo más cómodo contar con objetos portátiles que permitieran continuar sus oficios en cualquier lugar: mientras Lispector viajó con su máquina de escribir de turno, Mistral lo hizo con la tabla de siempre.
A partir de lo anterior, se vislumbra una relación afectiva entre el sujeto que escribe y el objeto que permite tal labor, el que es valorado por sus cualidades particulares que lo hacen prácticamente irremplazable: la larga trayectoria de Lispector por encontrar una máquina de escribir que corra bien y suave durante el trabajo es ejemplo de ello. A propósito de la escritura íntima, Eleonor Arfuch (2002) afirma que la escritura de personajes públicos y la narración de su vida cotidiana expresa una relación necesariamente basada en los afectos: “de pronto devienen en una narración sobre la vida cotidiana, con los diarios íntimos confesionales, que no solo registran acontecimientos de la fe o de la comunidad sino que empiezan a dar cuenta del mundo afectivo de sus autores” (40), pues referirse al mundo privado y cotidiano implica abrir una puerta al interior del sujeto que enuncia. La narración de la intimidad cotidiana toma forma en los textos de Lispector con el gesto de escribir próximo al objeto que lo posibilita. En este sentido, el afecto con el objeto en las crónicas de Lispector se expresa, en primera instancia, en el acto de escribir con la máquina pegada al cuerpo, específicamente sobre las piernas. Luego, podríamos afirmar que ese afecto hacia el objeto se explicita en la intención de la autora por agradecerle y homenajearla mediante el título de una de sus crónicas[3] (“Gratitud”), de modo que asume que la actividad escritural ocurre necesariamente mediante la relación corporal y de intimidad con su objeto.
La relación afectiva entre la Clarice que escribe y la máquina que le permite hacerlo pareciera dar cuenta de que son un solo sujeto, una sola voz que se conecta con el exterior. Lispector instala un tipo de creación que es necesariamente corporal, pues no existe práctica escritural sin su máquina de escribir, de alguna manera, hablar sobre su máquina de escribir es hablar de sí misma. De igual modo, cuando Paul Auster logra relatar la historia de su máquina de escribir –también una Olympia portátil– habla de sí y construye su propia historia, durante todos los años que la utilizó. En ambos escritores se reconoce su intención por rendir homenaje a sus máquinas de escribir; Auster señala que su Olympia “era agradable al tacto, funcionaba estupendamente, se podía contar con ella. Y cuando no se le estaban aporreando las teclas, guardaba silencio” (19-20); mientras que la Olympia de Lispector “ella me transmite, sin que yo tenga que enredarme en el enmarañado de mi letra” (“Gratitud a la máquina” 29).
Las facultades humanas de las máquinas de escribir marcan un pulso de escritura que refiere al ritmo particular de cada escritor; en cada una de ellas existe una proyección del sujeto que escribe. En los textos de Lispector es posible realizar la lectura de un proceso de identificación entre ella y su entorno material: para la escritora brasileña hablar de su máquina de escribir es referirse a sí misma, superando la dicotomía moderna entre sujeto y objeto. Como desarrolla Flusser, la máquina de escribir “es, por tanto, la materialización de una dimensión de la existencia occidental en el siglo XX, y un análisis fenomenológico de la máquina de escribir sería un buen método para el conocimiento de uno mismo” (33). Para Lispector, entender su propia máquina de escribir, desde sus distintas perspectivas, se constituye en un ejercicio para conocerse a sí misma, lo que se da solamente en la actividad solitaria de la escritura.
[1] Clarice se encargaba de realizar las copias finales de sus libros: “Desgraciadamente, tengo que hacer yo la copia de Detrás del pensamiento, siempre he hecho la última copia de mis libros anteriores, porque cada vez que copio voy modificando, aumentando, en definitiva, modificando” (citado por Gomes Mendes 13).
[2] Un claro ejemplo de estos homenajes, son las esculturas en Leme y en Recife. En ambas se muestra una Clarice escritora acompañada de su perro Ulises.
[3] En muchas otras publicaciones en prensa Lispector menciona a su máquina de escribir en el título, con distintas expresiones: “Al correr de la máquina”, de septiembre de 1967 y de 1969, de abril de 1971 y en “Máquina escribiendo”, de mayo del mismo año. Todas publicadas en el Jornal do Brasil.
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Una primera versión de este texto fue presentada en las “XIII Jornadas brasileñas y X Jornadas de cultura y lengua portuguesa en el mundo”, realizadas los días 30 y 31 de agosto de 2018.