Diego Zúñiga nació en 1987 y ciertamente su juventud, o precocidad, o ímpetu, ha servido de punto de partida para muchos de los críticos que se han aproximado a su primera novela, y sobre todo para aquéllos que aman instruir pedagógicamente a los escritores y que encuentran aquí una coartada casi irresistible para solazarse a sus anchas en esta predilección.
Es cierto, en todo caso, que al leer Camanchaca (Calabaza del Diablo, Santiago 2009) llama la atención la juventud de su autor, pero esto ocurre precisamente porque no hay nada en la novela que la acerque al lenguaje, estilo o temáticas juveniles, o al menos lo que ciertas tendencias editoriales quieren hacer pasar por tales. Mi impresión, de hecho, es que si la novela hubiera sido escrita por una persona de edad, el término “juvenil” ni siquiera hubiera saltado a la palestra (o a la página). Pues Camanchaca es una novela esencialmente fría, parca y reticente, quizás hasta un punto excesivo, a cualquier tipo de efusión sentimental, que busca retratar con un lenguaje tirante una superficie estriada por una violencia soterrada.
También es cierto que se trata de un resultado sorprendente para su autor. Zúñiga, que es desde hace ya un par de años un activo bloguero literario y conductor de un programa radial sobre el tema, había publicado con anterioridad un par de cuentos severamente aquejados de bolañismo agudo, dolencia difundida en la literatura nacional por estos días, de la cual este autor al menos parece ya bastante curado. Pues Camanchaca deja casi por completo de lado la aventuras de escritores fantasmas y el tono reiterativo y propenso a la metáfora onírica, propio de autor de Los detectives salvajes, y propone en vez un lenguaje llano, directo, hecho de frases cortas y averso, casi siempre, a todo tipo de lirismo. Y aborda por medio de este lenguaje el tema mucho más mundano de un niño atrapado en los conflictos de un hogar fragmentado, a través del cual se trasluce, en la elección de personajes y escenas, un esfuerzo de retrato social, algo que me a juicio lo emparenta más bien con los narradores del boom, y en particular con Donoso.
A través de capítulos muy breves, la novela va entrelazando distintos momentos de la vida de este protagonista en tránsito de la niñez a la adolescencia: viajes con su padre, juegos infantiles con los amigos, extrañas escenas íntimas con su madre e, inevitablemente, algún lance amoroso frustrado. La ilación es confusa, a veces un poco centrífuga, y cuesta hacerse una idea de las líneas argumentales o dramáticas, y enganchar más firmemente con alguna. Lo que queda es el mundo, un mundo ajeno, hecho de grandes extensiones, deprivado de sentimientos, poblado a veces de intimidades fugaces y siempre amenazantes, en el que el protagonista deambula como armado de una cámara, fría, a veces sucia o morosa demás, pero inquebrantable.
Así se registra un paisaje variado, preponderante aunque no únicamente urbano, conformado por disputas callejeras y delincuencia, problemas económicos, devociones religiosas, piezas a veces hacinadas, y el zumbido constante de la televisión o los videojuegos. Una imagen de Chile, en síntesis, no mediada ni distorsionada, completamente reconocible y quizás incluso demasiado literal; el tipo de imagen que algunos críticos gustan de señalar como de “clase media”, y alaban luego como si fuera una muestra de originalidad y valentía enormes el mero hecho de “atreverse” a retratar algo que vaya más allá de una imaginada “clase alta”, cuya supuesta existencia o decadencia debiera ocupar todas las preocupaciones de los escritores nacionales.
Pero más allá de este comentario anexo al esnobismo ansioso y algo decadente de algunos críticos, importa destacar aquí que la originalidad y el valor de Camanchaca ciertamente no reside en su capacidad de retratar la forma de vida de la mayoría de los chilenos, sino precisamente en su habilidad para ocultarla, para tender sobre su superficie la gasa de una mirada fría y severa, dejando intuir los conflictos sin jamás llegar a revelarlos del todo. Nada se dice de manera directa en Camanchaca, todo se tantea, se intuye, como siluetas o bultos cuyos contornos sobresalen difusos debajo de una manta. En este sentido, de nuevo, parece recuperar una tradición donosiona, ya no tendiendo un tupido velo sobre ciertas vergüenzas o hipocresías sociales, sino sobre todo un sistema de vida, un especie de “ethos” sumergido en el cual anida un sustrato invisible de violencia, abuso y desolación.
Bajo esta luz es que Camanchaca me parece un libro valioso. Su argumento puede ser feble, su recurso de la frase breve y punzante a veces una manía, o una excusa para evitar la exploración más profunda de emociones, pero el conjunto de la propuesta entrega una imagen lúcida y reveladora de Chile; una en que el protagonista, gradual, pero inevitablemente, es la camanchaca, cortina de humo y mordaza que sirve para silenciar dramas, pecados, crímenes.