El año pasado Pez Espiral publicó Balada, de Cristian Foerster, libro que observa y analiza, con singular mirada, temas como la identidad, la reproducción y la escritura. Un trío espeso de asuntos que Christian Anwandter explora en estas notas, contundentes como los versos con los que bailan. Al final de ellas podrán encontrar la generosa selección que el propio autor del libro hizo para Letras en Línea.
El epígrafe de Bruno Montané – “una balada es un corazón que / flota en una laguna / mientras nadie lo busca” ofrece una puerta de entrada significativa al libro Balada (Pez Espiral, 2019), de Cristian Foerster. Es la metáfora de la pulsación la que electrifica a la letra y la saca de su punto muerto. Es el pulso lo que la devuelve a la vida pero no a una forma predefinida. La escritura es buscar ese cuerpo que se pierde y que no tiene forma; encontrar el pulso en el cual la posibilidad de ser parte de un cuerpo se vuelve latente. La superficie blanca de la página insidiosamente interrumpida por las pulsaciones de la letra es la imagen textual de esta metáfora de la pulsación. Un cauce de la vitalidad oscura que recorre al texto y que le da su ritmo a la vez quebrado e incesante.
Si la pulsación presupone un ritmo, la balada en cambio implica un baile. Este guiño a la canción romántica popular es a la vez una trampa y un acto de sinceridad. Es una trampa porque en ninguna parte distinguiremos declaraciones amorosas entre cuerpos más o menos identificables –aunque estén los nombres de dos mujeres en la dedicatoria–, pero hay una búsqueda por una singularidad que requiere, de parte de quien se asome ante estas prosas que flotan, un grado de intimidad semejante al que la canción romántica quisiera reflejar –sin lograrlo, a mi parecer, en la medida en que construye esa cercanía a partir de lugares comunes, lo que imposibilita la singularidad de la experiencia o bien renuncia a la expresión de cualquier singularidad mediante la adhesión a la fórmula. En esta balada, una expresión como “nadie como tú” sería fría “como el lugar común de las cosas con forma” (41). Se intenta, en cambio, “decirle adiós a una forma para salir al descampado” (41). La pulsación de la letra nos aproxima a la singularidad de un cuerpo que se busca. Asistimos a un baile que no tiene codificación predefinida ni roles asignados, sino que es una afirmación de la autonomía de los cuerpos en búsqueda de un movimiento propio.
Existe en esta Balada una exigencia de singularidad que pasa, a ratos, por el rechazo de cualquier forma de pertenencia colectiva. Se sueña con “demoler el zoológico de niños y liberar a todos sus animales y llenar las jaulas con humanos” (27). Se propone una forma de autarquía que vemos a la vez concretizada en la manera de rechazar con frecuencia secuencias gramaticales preestablecidas y proponer, en cambio, un juego de simultaneidades e interrupciones en que se disloca el lugar habitual de las cosas y se reordena el mundo: “Crecen edificios por los bordes, se levantan y ensucian. Tu lucha no es mi lucha. Es solo música en el ojo. Acidez que partirá una estrella. No soporto ser parte de algo que me tenga por miembro. Siempre me escabullo, dijo al pasar” (25). Balada es una canción de despedida de formas de reproducción de la identidad. Es el lugar en que presenciamos la despedida y en que se nos indica cómo observarla: “Tracen un damero y observen cómo ondulan, se difuminan, abren surcos los pliegues del otro” (35). La singularidad es la superación del damero como forma de percepción y categorización, mientras que la escritura es el baile, el pulso, que revela ese proceso de inundación en que adviene lo singular.
En el libro no hay un espacio-tiempo identificable. Más bien, todos los espacios y tiempos son posibles en la formación de la letra que se vuelve cuerpo. Este movimiento deja “atrás su origen” y “la máquina que usaron para tatuarme” (37).Tal vez por eso es persistente la metáfora del hijo como representación de la herida de la individualidad. El hijo representa una promesa de singularidad que se ve amenazada por la idea de ser una reproducción, una copia o una determinación. Explorar la singularidad, entonces, no puede consistir en el crecimiento del hijo como resultado de la reproducción de los padres, sino que implica vencer la experiencia de la individualidad como copia: “Hasta los 14 dormí pegado a un padre o en una colchoneta en el piso, pero tomado de su mano. De su espalda oyendo sus ronquidos o como hacían el amor” (47). El “hijo ciego” (35) toma conciencia de la muerte y de la reproducción y esta es, me parece, la condición para la muerte del hijo en tanto individualidad herida.
Sería un error pensar que la superación de la individualidad como herida se alcanza siendo adulto. Balada rechaza cualquier identificación en la medida en que la singularidad en ese caso se agotaría: “uno va a descansar a lo que no tiene nombre” (53). Es cierto que, cada tanto, aparece en el libro una voz que parece guiar alegóricamente a la subjetividad hacia un lugar de estabilidad. Hay una “novela de formación” que se desarrolla subterráneamente, pero renunciando a la idea de narración y sin otro punto aparente de llegada que ese apóstrofe a la vida que, paradójicamente, la separa de la materia misma del libro (o tal vez no y es eso lo que, en último término, como lectores, tendríamos que sopesar al leer): “Vida, no estás hecha de palabras” (105). Sin embargo, esta vertiente es indisociable de otra, tal vez más significativa, en que cualquier dirección subjetiva se disuelve en una proliferación incesante de materias, animales, sensaciones, tiempos y planos. A la manera de Lautréamont, que también declinaba su identidad en una multiplicidad, pero sin ese malditismo marcado por la moral, en esta Balada creo que la enumeración de elementos heterogéneos, la superposición e interrupción de planos son un medio de verificación del alcance de la escritura. En la medida en que hay heterogeneidad, transposición y dislocación, hay singularidad. Por eso, la tendencia directiva de la subjetividad se acompaña, al mismo tiempo, de un “deseo de desmantelar eso que nos desmantela” (51) que impide la fijación de las imágenes y el establecimiento de una narrativa.
Las discontinuidades, las interrupciones, la aparente arbitrariedad en la sucesión de elementos enumerados, la concentración de imágenes, sinécdoques, transposiciones y superposiciones en que la corporalidad individual se materializa y colectiviza pueden leerse entonces como formas de intimidad éxtima (Kamenszain). Pero cabría precisar que lo exterior aquí no puede presuponerse en un contexto dado sino que se trata de una producción incesante de un interior-exterior que comienza a operar como principio de subjetivación. Esta es, me parece, la música que suena: “la balada para el corazón de oro que aún convive con sus fantasmas, con los ruidos. Vivo, produzco sonido, dijo al pasar entre nosotros: las ondas que se transmiten al ventilar y que luego cortamos como un mantra” (55).
Esta música de la proliferación es el baile del cuerpo en incesante formación. Por un lado, la escansión de fulguraciones recuerda ese pulso que recorre el libro. Ejemplo de estas fulguraciones, entre muchos otros posibles: “después de tantos años el semen se mezcló con el agua, solo para ser succionado por una rejilla. Y un cubo negro, del porte humano, apareció en el medio de una cancha de golf” (92). Vemos aquí cómo la mezcla de lo inanimado y de lo animado circula en el tejido residual urbano y se acompaña de la aparición de un objeto improbable en un espacio de ocio elitista. El semen desechado –promesa de otra vida– da nacimiento a una instalación impredecible en un plano paralelo. Esta escena no conforma una narración en su interior, pero es en sí misma una demostración de “un viaje por los indicios” (55) de la singularidad deseada. Son fulguraciones que escapan a la idea de la individualidad entendida como reproducción y, en su contundencia, parecen revelar los hallazgos de la escritura. Por otro lado, vemos aparecer una “adicción a las cumbres” (91). El ideal autárquico también genera imágenes de autosuficiencia que rozan el mesianismo: “Esta ciudad solo sobrevivirá si envuelve una estrella y se alimenta de su luz” (75). Este deseo por las alturas proviene, me parece, de la conciencia del “poder decir” (76). Si la escritura crea “una metrópolis trazada desde un // mirador” es porque “he ahí la belleza, y sigo buscando consuelo más y más allá” (59). La proliferación, en la medida que parece reafirmar un posicionamiento, aunque sea descentrado, proyecta su totalización.
Entre estas dos fuerzas la interpelación final a la vida parece operar un último corte necesario tanto por la singularidad heterogénea desplegada en el libro –que como medio de verificación de una búsqueda da amplias muestras de su alcance –como por el peligro de totalización espiritual que pone en riesgo el principio de la singularidad. La distancia que se establece entre vida y lenguaje no es, creo, una afirmación que se deba asumir en su generalidad o como una desvalorización de la escritura desplegada justo antes, sino, en el contexto de esta Balada, como un recordatorio de la necesidad de entender la escritura como el movimiento que va en búsqueda de algo para lo cual las palabras son solo un cauce. Es, en el clímax del concierto, prender la luz y recordar el artificio. Lo que queda al final es ese “corazón que / flota en una laguna / mientras nadie lo busca”.
Balada (selección)
Esta pieza blanca imita animales extintos. Una jaula amarilla se disfrazó de casa para capturar uno a uno los recuerdos con forma de canario. Querían huir, desaparecer o fundirse en el cielo azul, pero ella los obligaba a reproducirse para luego venderlos o cambiarlos por más. Horadan todavía sus murallas las ansias por dibujar
en la mente pepas de kiwi entre dientes amarillos. Escuchamos: amaneció nublado y de pronto la brisa marina estaba en plena miel. Una plaza tan intensa que dibujó su propia lengua
un mundo iluminado por pantallas: ruidos inciertos, premoniciones, la ansiedad chueca entre dedos y encías ¿Cómo es posible vivir sin guardar partida?
En la marmita de cobre hay una ofrenda de años. Artificios sobre un horizonte negro. A veces olvidamos el nombre de las cosas quemadas. ¿El arco y la flecha, cómo se llamaban? ¿Dónde están las mascotas que enterramos juntos? ¿Hay zoológicos en cada esquina, deudas de una sepultura?
Miles de salmones muertos arrasan con los ríos y lagos. Truchas se liberan de sus redes y se zambullen en lo que aún no termina de ocurrir. Esparcen veneno, su letra arcoíris. Y un chinook devora a otro más pequeño, su cría, que no sabe chillar por ayuda. Solo anota. La pólvora que ocultó el tío bajo tierra, seca incluso la sombra de los árboles
Saca de una la flecha clavada en tu cuerpo, las sombras derramadas por mi piel. No preguntes por qué la lanzó. Deja atrás su origen, si el pino sueña con su savia. En el ombligo se labra otro dardo igual de afilado y veloz que la máquina que usaron para tatuarme
Frío en las manos y en los pies. Frío como el lugar común de las cosas con forma. La lengua frita. Este goce. Decirle adiós a una forma para salir al descampado. Un águila está a punto de morir por los edificios blancos que revientan encima de las fechas. Fui un ladrón de huellas en la nieve. Para sobrevivir, claro está. Campamento base en la yema del dedo y los rayos de un sol rojo se infiltran por estas quebradas. Glaciares sin fin
Encontrarás en esta sopa ángeles, la baba hambrienta y un chorro de aceite que reptó por paredes de cobre. Ese tracto intraducible. Un pulso herido por las regletas y las romas. Mis tendones son ramificación de tejidos: bajar de un árbol para encontrar el amor, o la inmensa redondez de algo que se niega a morir. Sin cola la espalda se irguió. Caminar solo con los pies es nuestra pelea íntima contra la gravedad. ¿Será esto la tapa de una olla a prisión?
El amor es una frontera, yesca que tapió el paisaje por dentro. Todo era suposición, una coma tras otra. ¿Hallaremos vida entre las cenizas? Otra suposición anidada en las deudas del aliento que nos impiden dormir. Quizás por eso el patio tartamudea. Al ver a través del hielo la brutalidad de las cunas fundidas en oro
Soy un personaje secundario, fuera de campo, un rostro más entre la multitud que rodea el trazo agudo, delineado de los protagonistas. Seré de los primeros en morir y luego recordar que también cargaba sobre mis hombros el peso muerto de este mundo
Por qué tendremos que abandonar las risas, los empujones, esas peleas simuladas y el cariño que ocultan. El incontable cansancio que baja por nuestras gargantas siempre secas, deseosas de conversar hasta quedar sin voz, solo con el murmullo de la amistad. Los taxis vacíos llantos que recortaron el amanecer
como piedra recién nacida una pantalla de luces negras rodea la oscuridad. Fotografío una de ellas. Luego amplío y cuelgo sobre una ventana rota, extraída casi grieta de una casa que ahora me toca habitar. El fin, para quienes creemos en él, es ser reflejo de los reflejos de otros. Pero si prolongamos estos flashes que estremecieron un presente, quizás hallemos el hilo que unía nuestros sueños a la gran ola
Vida no estás hecha de palabras
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Christian Anwandter es poeta, autor de los libros Para un cuerpo perdido (Ediciones Tácitas, 2008), Colores Descomunales (Lom, 12), aquí vivía yo (27 pulqui, Buenos Aires, 2015), en coautoria con Laura Petrecca, y Dron (por publicarse). Es también Doctor en Teoría de la Literatura y Ciencias Humanas, Université Paris Diderot- Paris 7 y actualmente ejerce como académico de la Universidad Adolfo Ibáñez.