Hace ya algunos años tuve acceso al borrador de un texto que trataba sobre la denominada “polémica de los mamarrachos”, un incidente, ocurrido hacia fines del siglo XIX en Chile, en el que un puñado de artistas de talante inmodesto determinó peculiares criterios de calidad para llevar a cabo una limpieza y, en consecuencia, el desmantelamiento de la colección fundacional del Museo Nacional de Bellas Artes. Sin duda, el texto era un fascinante relato sobre los pormenores de esta polémica, comprendida y situada con agudeza en su contexto cultural y político, y sobre las implicancias que ésta tuvo (y tiene) para el campo de las artes visuales en Chile. Sin embargo –y aunque recién me enteraba de la existencia de tal suceso en la historia del arte chilena—, lo que definitivamente llamó mi atención fue el meticuloso trabajo con fuentes históricas; la rigurosidad y la fineza crítica con que eran relevadas y cuestionadas dichas fuentes implicó, en esos días, una agradable revelación. Su novel autora, la historiadora del arte Josefina de la Maza, ensayaba y proponía un modelo de acercamiento y abordaje al objeto de investigación historiográfica en arte que en el contexto local resultaba fundamental replantearse.
De eso ha pasado ya algún tiempo. Este año De la Maza nos entrega De obras maestras y mamarrachos. Notas para una historia del arte del siglo diecinueve chileno (Metales Pesados, 2015), un libro que podría considerarse un punto de arribo en un largo trayecto y cuya composición “nodal” no se limita a sus cuatro capítulos sino que necesariamente implica otros escritos de la autora, aquellos que lo preceden y circundan. Los años de investigación que dan cuerpo a este proyecto tienen hoy un lugar de condensación que lejos de replegarse en un relato unitario, logra recoger toda la riqueza que el contacto con otros escritos, puntos de vista y lugares de circulación le han aportado.
En los diferentes capítulos del libro, la autora baraja varias tesis que en calidad de ensayos o “notas” van desanclando nociones enquistadas sobre temas recurrentes, provocando la discusión y la ampliación del espectro de miradas en torno a, por ejemplo, la figura de conspicuos pintores y críticos de la segunda parte del siglo XIX, la conformación del campo del arte en Chile, el lugar que han ocupado en la historia del arte local ciertas obras “emblemáticas”, entre otras cosas. Distintas tesis que se anclan, a su vez, a la particular lectura sobre la noción de mamarracho que De la Maza va modelando para reconfigurarla en una categoría elocuente y rica en matices.
Para la autora, y como se demuestra a los largo de los capítulos, la noción de mamarracho “ofrece una oportunidad única” (p. 20) para examinar procesos artísticos e institucionales, para comprender las condiciones de recepción de las obras y las vinculaciones entre arte y política en la segunda parte del siglo XIX chileno. Como bien constata De la Maza, la categoría de mamarracho, puesta en perspectiva, se expande más allá de las consideraciones estéticas o de (falta de) gusto de una particular época, dejando al descubierto, entre otras cosas, cómo fundamentos nacionalistas (potenciados por el conflicto bélico de la Guerra del Pacífico) y un marcado clasismo social encarnaron en el término.
“Mamarracho”, en este contexto, aludía a una clase particular de obra de arte, claramente una obra con poco o ningún mérito artístico. El controversial término se aplicaba en la literatura artística de la época para distinguir una pintura buena de una mala. Pero lo que muestra el argumento de la autora es que “mamarracho” es una sentencia cuyos criterios deliberativos no fueron nunca tan transparentes ni consistentes. Es por esto que fácilmente se producían ambigüedades discursivas –en la mayoría de los casos, solapadas— que terminaban “mamarracheando” (calificando como mamarrachos) pinturas meritorias o transformando mamarrachos en obras maestras. A lo largo de las páginas, se constata que el término era utilizado para deliberar sobre cuestiones que desbordaban lo meramente artístico, razón por la cual, y desde una perspectiva histórica, resulta una categoría tan valiosa y fascinante para interpretar de manera amplia el contexto cultural, social y político en que emerge y circula.
“Mamarracho” no fue un juicio aplicado de manera aislada ni exclusiva en la bullada polémica de 1887, De la Maza rastrea la utilización de la categoría en diferentes momentos, lo que la lleva a cuestionarse por qué la crítica de arte del último tercio del siglo XIX insistió en esta noción. Así, se levanta la tesis de que el “mamarrachismo” fue una necesidad para consumar los deseos modernizadores del arte y la pintura en Chile, o sea, el anhelo de ser europeos. “Mamarracho” fue el punto de comparación para justificar la distinción entre lo que debía quedar atrás –un pasado anquilosado—y lo que era imperioso desencadenar en el arte chileno: lo moderno. Los mamarrachos fueron “el otro necesario” –plantea De la Maza-, que activados por contraste permitían “ver” la evolución de la pintura en Chile.
A lo largo de los capítulos, la autora va situando el término en diferentes escenarios, y sin duda, lo más interesante de la estructura por capítulos es que utiliza distintos métodos de acercamiento al problema para dar cuenta de la complejidad y riqueza de esta noción. Particularmente, pienso que es este uno de los aportes más importantes del libro a la historia e historiografía del arte chilenas. De manera que el primer capítulo instala la figura de Raymond Monvoisin, quien fuera considerado el “padre” de la tradición moderna de la “pintura nacional”, en un escenario, por así decirlo, fluctuante. De héroe a villano, la llegada de Monvoisin a Chile en 1843 comenzaba a cristalizar el anhelo de un arte nacional de raigambre europea e implicaba, además, la posibilidad de entrar en el mapa del arte metropolitano. Pero para ello, resultaba urgente producir el quiebre con el pasado colonial y no sólo eso, también con la incipiente Academia de Pintura, fundada en 1849, y que a juicio de ciertos críticos no daba el tono en la formación de artistas de “calidad”. Monvoisin, en cambio, era la figura del progreso y la pintura anterior a él, que no se ajustaba al “canon” que por obra del parisino se fraguaba en el gusto de la elite santiaguina, fue “mamarracheada” por la crítica de la época. No obstante, la afrenta que vivió el arte “premoderno” chileno tras la intromisión de los rescoldos del arte metropolitano tuvo una penosa revancha en la década de 1880, cuando cierta crítica de arte le “quitó el piso” a Monvoisin, mamarracheando su pintura, la producida, claro está, en estas latitudes.
Así, el segundo capítulo se introduce de lleno en la polémica de los mamarrachos de 1887, aludiendo a la fundación y apertura del Museo de Bellas Artes (1880) y a los vínculos institucionales entre academia y museo, que definieron en buena medida los lineamientos de la producción artística local y, por consiguiente, de su colección fundacional. Es también la década en que la pregunta por un arte nacional rechina con fuerza en la literatura artística, reverberando, de ese modo, en los significados del término mamarracho. Una pregunta que no emerge espontáneamente sino que, por el contrario, está profundamente enraizada en el conflicto bélico con el que Chile lidia en su frontera norte. El capítulo va dando cuenta de la densa trama política, institucional y económica que subyació a la instauración del Museo de Bellas Artes y en especial, a la conformación de su colección fundacional. Una colección compuesta principalmente por copias de obras maestras del arte europeo y por la pintura de los primeros pensionistas del gobierno en Europa y de los primeros directores de la academia chilena. La mayor parte de este conjunto es el que, sin miramientos, quiso ser despachado por la Comisión de Bellas Artes al lugar donde pertenecía, la provincia, para sacarse así la vergüenza de una “mala pintura” que no debía ser más “vista” como representante del arte nacional. “Mamarracho”, entonces, es la constatación del lugar periférico del arte chileno, el fracaso de las expectativas por producir un arte nacional que estuviera a tono con el canon metropolitano. Son los hijos bastardos del arte europeo, la vergüenza, los que nadie quiere reconocer.
Si el primer y el segundo capítulo son una “clase magistral” de labor historiográfica a partir de fuentes primarias, los capítulos tercero y cuarto son una vuelta de tuerca a ese mismo método. Lo que hace allí la autora es traer al frente la pintura, “rehabilitar” (el término es suyo) la mirada sobre las imágenes, sacándolas de su histórico lugar como telón de fondo de los relatos historiográficos para traerlas a un primer plano y por fin verlas. Una de las principales apuestas del libro es revertir lo que todavía ocurre con muchas obras del siglo XIX chileno, que figuran como “intocables” a causa del rol que deben cumplir en tanto encarnan la ideología de un “arte nacional”. En ese sentido, mamarracho se reactiva como una categoría estética, más acá de cualquier implicancia de contexto.
Para la autora, los mamarrachos son interesantes en términos estilísticos puesto que ocupan lugares fronterizos entre los distintos géneros de la pintura. Muestran las fricciones que se producen entre, por ejemplo, géneros mayores y géneros menores, según la escala jerárquica que dictaminó la academia francesa y que se replicó en el campo del arte chileno durante el siglo XIX. Lo anterior es elaborado a partir de una detenida lectura de La lección de geografía (1883) de Valenzuela Puelma; una obra que a primera vista tendría un estatus menor: el de un cuadro de género. Si bien la pintura tuvo una buena recepción en su tiempo, para la autora, sus implicancias nunca fueron verdaderamente advertidas. La tesis es que al ser encasillada dentro de un género menor, la atención crítica dispensada a la obra coincidió solo con su marginal estirpe.
Así, el más lúcido comentario visual de la época en torno a los alcances geopolíticos de la Guerra del Pacífico, deslizado en la imagen de Valenzuela Puelma, fue invisibilizado por la exigencia de una pintura de historia pomposa y diletante que nunca logró consumarse en Chile y que arrojó, como era de esperar, solo mamarrachos. Ahondando en esto, De la Maza se pregunta por qué, pese a los deseos y los recursos inyectados, nunca hubo pintura de historia propiamente tal en Chile. Sus observaciones e interpretaciones sobre el desamparo material, técnico e intelectual de los artistas locales y la distancia insalvable entre expectativa y realidad, resultan más que iluminadoras. Adicionalmente, la autora demuestra la actualidad de sus reflexiones resituando la obra cien años después para enrostrarnos una verdad irónica: que los militares golpistas de Pinochet captaron mejor la pintura de Valenzuela Puelma que cualquier “experto” del siglo XIX (y del XX).
El último capítulo, a mi juicio uno de los puntos más altos del escrito, se concentra aún más en la lectura de imagen, abordando una obra emblemática de finales del siglo XIX chileno. Se trata de La fundación de Santiago (1888) de Pedro Lira, uno de los cabecillas de la movida mamarrachista de 1887 y quien alcanzó un gran renombre y estatus en la sociedad santiaguina y en el circuito del arte de la última parte del XIX. Justamente es este factor el que, según la autora, habría tenido un peso gravitante en la aclamada recepción que la pintura tuvo en su época, ahogando cualquier ademán de divergencia. Lo que es inconcebible, demuestra el argumento, es que su innegable carácter de obra maestra del “arte nacional” haya apantanado y perpetuado las interpretaciones que sobre ella se efectúan, convirtiéndose éste en un relato incuestionado en la historia del arte local hasta el día de hoy.
De la Maza craquela el discurso hegemónico al detenerse con necesaria pausa en la pintura y, especialmente, en un peculiar detalle: la extraña figura detrás de Pedro de Valdivia, que según su tesis sería una efigie femenina, específicamente, la de Inés de Suárez. A partir de allí y efectuando una fresca lectura desde la teoría de género logra “rehabilitar” la mirada sobre una obra tan comentada, tan reproducida pero a la vez, tan poco vista. La apuesta principal es que La fundación de Santiago es una obra de cruce entre géneros, aludiendo tanto a las representaciones de lo femenino y lo masculino como a la división de géneros pictóricos pregonada por la academia (en este caso particular, la pintura de género y la de historia). En este sentido, la imagen de Lira cristalizaría y replicaría, a juicio de la autora, la neutralización de lo femenino y la masculinización de la historia que como discurso ideológico comenzó a dominar en la década de 1880 en circuitos intelectuales y políticos santiaguinos.
Lira, pintor de modelos femeninos de virtud, queda virtualmente desarmado frente a la figura histórica de una vigorosa Inés de Suárez. Apremiado por el encargo, el artista se vale de lo que mejor sabe, la pintura de género, para rendir ante la expectativa de una descollante pintura de historia, jamás avizorada en el arte nacional. El resultado, para De la Maza, es un “acto fallido”, una pintura que se debate entre el mamarracho y la obra maestra, “cruzando aquella línea que su autor se había empeñado en dibujar unos años atrás” (p. 217) cuando encabezó la polémica de 1887.
Como puede notarse, la pericia de la autora en los diferentes temas es innegable, no obstante, su tratamiento dista de ser una exhibición de erudición o un mero acopio de información, definitivamente uno de los mayores aportes de este libro es el revolucionario abordaje de los problemas: las preguntas que De la Maza se plantea son pertinentes y de gran lucidez. Cuidando de no totalizar, sus respuestas –arrojadas y provisorias— están consistentemente fundamentadas, triangulando una detenida mirada sobre las imágenes con una fina lectura de fuentes primarias y teóricas. Una investigación que cumple, además, con el desafío de situar el contexto cultural chileno del siglo XIX en un escenario regional, invitando a pensar los flujos entre el arte local y, por ejemplo, el arte peruano. Particularmente, se agradece la escritura llana y amena –sin por ello mitigar la densidad de las reflexiones— que proyecta la recepción del texto hacia radios más amplios que el del público experto.
Pese a la distancia temporal, nunca se pierde de vista la actualidad de los temas que la investigación problematiza. En sus relatos, Josefina de la Maza no nos transporta al pasado, por el contrario, insiste continuamente en el presente. Esto porque la autora nunca abusa del lugar de privilegio del historiador, el que encumbrado en un altillo logra observar a suficiente distancia, y de forma panorámica, las circunstancias de una época particular. De la Maza juzga sin condenar y se involucra con el tino suficiente como para no disiparse en su objeto de estudio. En términos discursivos, se ocupa –en ocasiones con cierta insistencia— de mostrar la costura para que el lector tenga siempre a la vista la manera en que se va tejiendo el relato. Visibiliza, así, la pantalla que media entre el lector y las fuentes y las imágenes del pasado. Esta costura se despliega como un discurso aparte, que expresa la manera en que la autora entiende la práctica de la historia del arte en el contexto contemporáneo, y en el chileno en particular.
Finalmente, es de esperar que esta excepcional investigación abra paso a la circulación y exhibición de muchas de las obras de este periodo que siguen sin ser vistas, en la zona de exclusión a la cual fueron condenadas hace tanto tiempo. Es el camino para que las lecturas sobre esta época de la historia del arte chilena desistan de perpetuar incansablemente, y hasta el día de hoy, los mismos juicios e interpretaciones sobre hechos, artistas y obras de arte. Sin producir un cambio en esa línea, es difícil que la historia del arte local pueda levantar preguntas verdaderamente significativas, sea cual sea el periodo al que se enfrente. En este sentido, la reciente publicación de Josefina de la Maza es una enorme contribución a este vital replanteamiento disciplinar. Tal como resuena en la portada del libro, es el ejercicio de mirar, sin recular por lo obtuso de la imagen, la pantalla de un descontinuado televisor que, pese a las interferencias, intenta sintonizar una señal que viaja desde muy lejos.